30
Caxton parpadeó para librarse del último resto de gas lacrimógeno y se sonó la nariz en la manga. Logró distinguir la silueta de la central eléctrica a través del parabrisas agrietado. Había un cartel a unos quince metros, de modo que redujo una marcha y frenó para no chocar contra él. Sin embargo, era la primera vez que conducía un tráiler de esas dimensiones y tan sólo logró leer la mitad del cartel antes de que el camión chocara contra éste y lo doblara por la mitad.
Lo que acertó a leer, decía: atención: área protegida por, y a continuación venía algo más, algo que no había logrado ver. ¿Protegida por qué? ¿Por perros guardianes? ¿Por minas?
Caxton soltó un taco, puso marcha atrás y pisó el acelerador. El resultado fue uno de los peores ruidos que jamás había oído: un chirrido de metal rechinando contra metal y de unas ruedas que giraban sin ir a ninguna parte.
—¡Por Dios! —exclamó Caxton—. ¡¿Por qué tiene que ser siempre todo tan difícil?!
El cartel debía de haberse enganchado al eje delantero. Caxton intentó acelerar, intentó arrancar hacia atrás, intentó girar las ruedas completamente hacia un lado y hacia el otro, pero no sirvió de nada.
Finalmente apagó el motor y apoyó la cabeza en el volante.
Las vibraciones del camión fueron cesando una a una, hasta que sólo se oyó el repetitivo sonido metálico del motor al enfriarse.
—Creo que a partir de aquí nos toca ir andando —dijo.
Gert la miró con ojos desorbitados. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y estaba temblando.
—¿Estás bien? —le preguntó Caxton.
—Sí, sí —respondió Gert, y se pasó la lengua por los labios—. Sólo un poco asustada, supongo.
—Bueno, ha sido un viajecito un poco movido —admitió Caxton—. Y supongo que no has visto a los engendros hasta que los hemos tenido encima…
—Sí, pero no es eso —dijo Gert—. Todas esas cosas no me asustan, las he visto muchas veces en las películas. No, ahora mismo, quien me da miedo eres tú.
—¿Yo? ¿Pero no habíamos quedado en que eras mi perra?
—Sí, pero ahí hemos tenido una gran oportunidad de escapar y no la has aprovechado.
—Ya te lo he contado, Gert. La ruta de escape está demasiado bien defendida y la puerta principal…
Pero Gert sacudió la cabeza.
—No —dijo.
—¿No qué? —preguntó Caxton, frunciendo el ceño.
—Que no, que no me trago todos esos rollos. ¿Me tomas por imbécil o qué? Después de todo lo que hemos pasado sigues tomándome por una simplona y una idiota sin dos dedos de frente. Sé perfectamente lo que está pasando. Sé qué te propones.
—Ajá —dijo Caxton, que habría preferido poder aplazar aquella discusión un tiempo más.
—Lo que quieres es rescatar a tu novia. Y sí, vale, bien por ti, joder: eres una bollera con un par y todo eso, pero yo no me he metido en este jaleo por eso. La chica es mona, pero no es mi tipo. Básicamente porque tiene un par de tetas en lugar de una polla.
Caxton cerró los ojos. No tenía tiempo para aquello. De acuerdo con el reloj del salpicadero eran casi las diez, y eso significaba que tan sólo le quedaban diecinueve horas. Para lo que había planeado no era mucho tiempo, la verdad.
—¿Quieres que nos dividamos, entonces? ¿Tú te vas por tu lado y yo por el mío? —preguntó Caxton—. Lo único que te separa del mundo exterior es ese muro.
Un muro que medía ocho metros de altura, estaba cubierto de alambre de espino y quedaba a la vista de las metralletas de dos puestos de guardia. Si Gert quería intentarlo, no iba a ser Caxton quien se lo impidiera.
Aunque, pensándolo mejor, tal vez sí debería impedírselo. Gert era una asesina, estaba en la cárcel por un motivo muy concreto. Aunque Caxton ya no fuera policía, su deber como ciudadana era evitar que Gert escapara.
Y su deber como compañera de celda era mantenerla con vida.
Gert miró por la ventana y se frotó los brazos como si quisiera calentarse.
—En todo caso, creo que lo mejor que puedes hacer es quedarte conmigo —dijo Caxton—. Creo que es tu mejor opción si quieres evitar que te maten antes de que logres salir de aquí.
—Ya. Incluso una chica de familia pobre, aficionada a las carreras de coches y acostumbrada a llevar chándal y a usar vales de descuento como yo se da cuenta de eso. O sea, que andando —dijo Gert, que abrió la puerta del camión. Una avalancha de cristales rotos y de metros de alambrada cayó al suelo.
Gert sacó un pie al exterior y, con cuidado de no pisar donde no debía, empezó a bajar de la cabina. En aquel momento Caxton oyó un sonido raro, como si alguien hubiera abierto seis latas de refresco una tras otra: puf, puf, puf, puf, puf, puf. Al cabo de un segundo, Gert se puso a gritar. Caxton agarró a su compañera de celda por las manos y tiró de ella hacia el interior de la cabina del camión.
—¡Dios mío, Dios mío! —chilló Gert—. ¡Cómo pica, joder, cómo pica! ¡Creo que me han dado, me cago en la madre que me parió!
Caxton se acercó a Gert y le echó un vistazo a la pernera del pantalón del mono. Efectivamente, algo le había impactado en la pierna con violencia y había dejado una marca de polvo blanquecino que se fue cuando la arañó. Caxton se llevó los dedos a la nariz y le faltó poco para soltar un grito.
Sus ojos apenas se habían recuperado del efecto del gas lacrimógeno y las lágrimas se le agolparon de nuevo bajo los párpados, al tiempo que empezaba a estornudar y a toser espasmódicamente. Aquel polvo desprendía un olor inconfundible que le resultaba sobradamente familiar.
Era una sustancia conocida como capsaicina II. Un compuesto súper refinado de capsaicina (el elemento que hace que si te metes un ají en la boca quieras morirte), sólo que picaba doscientas veces más. Era el mismo compuesto que se usaba en el spray de pimienta, pero mucho más concentrado. Un impacto directo en la cara o en el pecho bastaría para incapacitar a una persona durante varias horas.
Caxton echó un vistazo a través del parabrisas y vio qué era lo que defendía la central eléctrica. Justo encima de la puerta del edificio había una cámara montada en una compleja caja protectora que le permitía girar y apuntar en cualquier dirección. Debajo de la cámara había un tubo largo y estrecho pintado de color negro. Parecía el cañón de una escopeta, y lo era.
Caxton había oído hablar de esos artilugios. Habían sido diseñados para utilizarlos en prisiones que no disponían de suficiente personal o para impedir el acceso a determinadas zonas cerradas. Al otro lado de la cámara no había nadie. El rifle estaba controlado por un sistema informático que simplemente vigilaba el entorno asignado las veinticuatro horas del día, atento a si detectaba intrusos, en cuyo caso atacaba a todo aquello que se moviera.
Al parecer, la cabina del camión se encontraba dentro de ese territorio. Para llegar a la central eléctrica Caxton iba a tener que encontrar la forma de superar esa escopeta.
—Gert, Gert, tranquilízate —le dijo Caxton al darse cuenta de que su compañera de celda estaba hiperventilando—. Tienes que tranquilizarte. No estás herida.
—¡Pues duele que te cagas! —le aseguró Gert.
—No te ha agujereado la piel —insistió Caxton—. Es una escopeta que dispara balas de pimienta. De gas pimienta encapsulado en un revestimiento diseñado para abrirse al impactar contra un cuerpo sólido. Es como si te disparasen globos de agua.
—¡Sí, globos de agua llenos de dolor, joder!
Caxton se encogió de hombros.
—Es lo mismo que se siente si te disparan jugando al paintball. Duele, pero no pasa nada. Necesito que te recuperes, ¿vale?
—¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué quieres que haga, ahora? ¿Que le enseñe las tetas al próximo engendro que aparezca para despistarlo? ¿O que me corte la cabeza para que puedas lanzarla contra alguien?
—Pues no. Necesito que salgas ahí afuera y que corras —le dijo Caxton con toda la calma de la que fue capaz—, que corras tan rápido como puedas y que agites los brazos. Quiero que atraigas la atención de esa cosa y que te dispare durante unos treinta segundos.