9
Tras comprobar el documento de identidad de Clara en el puesto de guardia le hicieron un gesto para que pasara. Condujo por el largo camino de gravilla que llevaba al complejo penitenciario, un grupo de edificios bajos conectados por caminos de ladrillo. Había vallas y alambre de púas por todas partes y carteles que le ordenaban no salir del coche, no utilizar cámaras ni teléfonos móviles mientras estuviera en la cárcel y no recoger a nadie bajo ninguna circunstancia. Estacionó el coche en un pequeño aparcamiento situado junto a un imponente muro de ladrillo que se alzaba entre dos torres de guardia, donde unos hombres armados con rifles controlaban cada uno de sus movimientos, como si esperaran que fuera a intentar algo raro.
Le dolía el estómago. Eran nervios, tan sólo nervios… Una no podía relajarse en un lugar como aquél y, además, Clara tenía muchos motivos para estar nerviosa. Iba a decirle a Laura que lo suyo había terminado. Llevaba mucho tiempo flirteando con la idea y le había dado vueltas y más vueltas a todas las razones por las que debía hacerlo. Por qué era mejor hacerlo ahora que esperar. Por qué tenía que decírselo en persona. Su razonamiento era de una lógica absoluta. No tenía por qué sentirse culpable.
La relación había empezado en un momento delicado de la vida de Laura. Su novia anterior, Deanna, había sucumbido a la maldición de un vampiro y había terminado por quitarse la vida. Entonces Laura se había agarrado a Clara como un náufrago a un trozo de madera, y durante una época todo había sido perfecto. Laura era tan atenta, tan cariñosa… Clara nunca había tenido una relación así antes.
Pero los vampiros no habían desaparecido. Al contrario, surgían una y otra vez, sin dar tregua, y de pronto Laura nunca estaba ahí cuando ella la necesitaba. Se dijo que a lo mejor se trataba de algo temporal, que Laura aprendería a encontrar el equilibrio entre el trabajo y su vida afectiva. Pero lo que sucedió en realidad fue que Laura sacrificó su vida afectiva para entregarse a su obsesión por eliminar a los vampiros de la faz de la tierra para siempre. Sin embargo, incluso eso había estado bien; por lo menos durante un tiempo. En el fondo, si tu amante no te presta atención porque está salvando el mundo, ¿qué se le va a hacer? Si empiezas a exigir demasiado y apelas a tus propias necesidades, es inevitable que termines sintiéndote culpable. Así pues, Clara había decidido hacer todo lo posible para ayudar a Laura y asegurarse de que, en cuanto ésta decidiera volver a casa, ella iba a estar ahí.
Pero ahora tardaría varios años en volver y eso era demasiado para Clara. En realidad no estaba absolutamente convencida de querer romper con Laura, pero sabía que debía hacerlo para recuperar las riendas de su vida. Era lo más inteligente que podía hacer, la decisión más adulta y madura que podía tomar: cortar por lo sano y que cada una siguiera adelante con su vida.
Y, aun así, se sentía como una chiquilla de dieciocho años a punto de pasar su primer examen de conducción. Le dolía el estómago y tenía un dolor de cabeza persistente. No había comido nada en todo el día porque había perdido el apetito y ahora, contra toda lógica, estaba hambrienta. Iba a comer algo en cuanto terminara.
«Hazlo y ya está —se dijo—. No te lo pienses, como cuando te arrancas una…»
Un perro negro aplastó el hocico contra la ventanilla del coche, y Clara soltó un grito. El perro no estaba ladrando ni nada parecido, pero la miraba con unos ojos suspicaces.
—Salga del coche, por favor —le dijo un funcionario de prisiones ataviado con un chaleco antipunzón.
Clara asintió con la cabeza y abrió la puerta. El perro se metió dentro del coche, le olisqueó la falda y los zapatos. Clara levantó las manos, salió del coche y dejó que el perro la olisqueara a conciencia, que hiciera su trabajo.
—¿Ha venido para una visita? —le preguntó el funcionario—. Documentación, por favor.
Clara asintió y metió la mano en el bolso. El perro se sentó sobre las patas traseras y la miró fijamente, como desafiándola a intentar algo raro.
No era la primera vez que visitaba a Laura, y Clara conocía el procedimiento. La estrella plateada de su solapa debería haber bastado, pero entregó también el permiso de conducir y la tarjeta de identificación de los marshals. El funcionario se metió la documentación en el bolsillo.
—Los fotocopiaré y se los devolveré en cuanto se marche —le dijo—. Por aquí, por favor.
El hombre cogió la correa del perro y condujo a Clara hacia una abertura estrecha en el muro. Una vez dentro la acompañaron a una sala de espera donde había varios visitantes más, mayoritariamente mujeres, viendo una grabación de vídeo donde les contaban qué cosas podían llevar consigo dentro de la prisión y qué cosas estaban estrictamente prohibidas. Varios funcionarios con perros policía merodeaban por la sala, buscando objetos de contrabando.
—¿Señorita Hsu? Acompáñeme —le dijo otro funcionario. Éste no llevaba perro—. La acompañaré a la zona de visita de la UAE.
Clara asintió, con gesto agradecido, pero alguien gritó a sus espaldas:
—¡Oiga! —Era una de las visitantes, una mujer de mediana edad con el pelo seco y una sudadera desteñida—. ¿Por qué la dejan pasar antes que a mí? Llevo ya una hora esperando —protestó.
—Mire el vídeo. Vendrán a buscarla a su debido tiempo —dijo uno de los funcionarios.
—Joder —dijo la mujer, que volvió a sentarse—. ¡Y encima no se puede fumar!
Clara cruzó una serie de puertas, cada una de ellas diseñadas de tal modo que debía ser un funcionario tras una ventana con cristal antibalas quien la abriera. Finalmente llegó a una pequeña antesala donde le tomaron las huellas digitales. A continuación una funcionaria de prisiones le pasó un algodón por los hombros y por la falda.
—¿Es todo esto realmente necesario? —preguntó Clara. La última vez no le habían hecho nada de todo aquello.
Los funcionarios no respondieron. La mujer metió el algodón con la muestra en la abertura de una máquina capaz de detectar cualquier resto de explosivos y narcóticos. Todos esperaron cuarenta y cinco segundos hasta que la pantalla se volvió de color rojo.
—Rastros de pólvora —dijo la funcionaria.
El funcionario, el guía de Clara, se sacó una pistola eléctrica del cinturón y la mantuvo pegada al muslo.
—Vacíe los bolsillos y métalo todo en ese cubo —le ordenó, y le acercó una cubeta de plástico de una patada—. El reloj, el cinturón y también los zapatos. Carteras, llaves, móvil… ¿Lleva una cámara?
Clara frunció el ceño. Sacó la cámara del bolso y la dejó con cuidado en la cubeta. Entonces, con una lentitud exagerada, se abrió la chaqueta y les enseñó la pistolera vacía.
—No pasa nada —insistió—. Soy agente federal. Han detectado restos de pólvora porque suelo llevar un arma. Pero ahora no la llevo encima. Y, francamente, no entiendo para qué quieren mi cinturón.
—No hacemos excepciones. En la cubeta, ¡ahora! —le ordenó el funcionario.
Clara obedeció.
Sujetándose la falda con una mano para evitar que se le cayera y estremeciéndose a cada paso (los suelos de la prisión resultaban gélidos si tan sólo llevabas medias), finalmente entró en la sala de visitas. Había una hilera de cubículos en el centro de la sala, cada uno de ellos orientado hacia otro cubículo idéntico, del que estaba separado por un grueso plafón de Lexan. Los cubículos disponían de un auricular que comunicaba con el cubículo de en frente.
—No se le permite establecer contacto físico con la prisionera —le dijo el funcionario—. Todo lo que digan será escuchado, grabado y analizado. La grabación podrá utilizarse como prueba ante un tribunal. No le está permitido usar lenguaje obsceno ni palabras clave, ¿entendido? Y bajo ninguna circunstancia le estará permitido quitarse la ropa durante la visita. Dispone de una hora con la prisionera, pero si no desea utilizar la hora completa puede colgar el teléfono en cualquier momento y la prisionera será devuelta a su celda. ¿Ha entendido lo que le he dicho?
—Sí, sí —respondió Clara. Se sentó en una silla de madera y clavó la mirada en el interior del cubículo vacío, más allá del plafón de Lexan. «Ha llegado el momento —se dijo—. Ha llegado el momento de recuperar las riendas de tu vida».
Entonces apareció Laura acompañada de un guardia.
Su aspecto era horrible. Tenía la cara pálida y llena de arrugas, y el pelo lacio y caído sobre la frente. Laura nunca se había preocupado demasiado por su aspecto físico (siempre había dicho que ésa era una de las principales ventajas de ser lesbiana), pero siempre había usado un poco de espuma y siempre había llevado el pelo limpio y bien peinado. Sin embargo ahora tenía un aspecto mustio y desaseado. Se parecía a la típica marimacho que tenía un mal día.
Laura se abalanzó hacia el teléfono y cogió el auricular antes incluso de sentarse.
—Clara —dijo—. Clara. Estoy… estoy tan contenta de que hayas venido.
—Claro que he venido —dijo Clara. Sabía que ahora tenía que aclararse la garganta y decírselo. Cuantas menos palabras usara, mejor.
«Se ha terminado, Laura».
Demasiado frío.
«He estado pensando mucho sobre esto y…»
No, demasiado insípido. Si se lo decía así, Laura intentaría hacerla cambiar de opinión.
«Seguiré viniendo a visitarte, pero cuando salgas…»
«Tú harías lo mismo en mi lugar…»
«Estar sola es muy duro y, además, nunca fuimos una pareja ideal…»
—Tenemos que hablar de algo —dijo Clara. El latido de su corazón repiqueteaba en sus oídos—. De algo importante.
—Por supuesto —dijo Laura.
—Es sobre… —empezó a decir Clara, pero no pudo seguir. Su lengua se negaba a obedecer, era incapaz de decir la palabra siguiente.
—No pasa nada, pequeña —dijo Laura. Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Puedes decirme lo que quieras. Siempre ha sido así. Si hay algo… algo que quieras que discutamos, algo que tengamos que hablar, dímelo sin miedo. Seguro que juntas encontramos la solución.
«Lo sabe. Sabe a qué has venido. Dilo y ya está».
—Es… —dijo Clara, que decidió volver a intentarlo—. Es sobre… Es sobre Malvern.
«Joder, serás gallina —se dijo—. Eres una cobarde».
Pero el rostro de Laura adoptó un gesto profesional de inmediato. De pronto ya no era Laura, sino Caxton, la cazadora de vampiros.
—Vale —dijo—. Habla.
—Ha aumentado el número de ataques —dijo Clara, que experimentó una oleada de alivio. En aquel terreno se sentía mucho más cómoda—. Ha empezado a realizar ataques más ambiciosos. Ataca a grupos de víctimas. La última vez incluso dejó escapar a un testigo. No nos contó nada relevante, pero en cualquier caso… Malvern no está siguiendo sus propios patrones.
—No —dijo Caxton.
Clara se encogió de hombros.
—Fetlock asegura que actúa así porque está desesperada. Sabe que no puede seguir cazando eternamente y que un día daremos con ella, de modo que ha decidido cambiar de modus operandi. Según Fetlock, ha sucumbido a una especie de espiral de la muerte y le da lo mismo que alguien pueda cazarla. Glauer no está de acuerdo y cree que actúa así porque ahora que tú estás aquí dentro ha dejado de considerarnos una amenaza.
—¿Y tú qué crees?
Clara frunció el ceño.
—Yo creo que está tramando algo.
Caxton asintió con la cabeza.
—Es un buen enfoque. Si algo sabemos sobre Malvern es que siempre tiene un plan; siempre va dos pasos por delante. No la subestimes y tampoco dejes que Fetlock lo haga.
Clara soltó una débil carcajada.
—Haré lo que pueda —dijo—. Me alegro de verte.
—Sí, me sienta bien hablar de esto. Necesito volver al caso —dijo Caxton, y Clara casi pudo ver los mecanismos de su cerebro echando humo.
La hora se terminó y un funcionario se acercó hasta donde estaba Caxton y le puso una mano encima del hombro. Habían logrado no hablar de nada que no fueran vampiros.
—Te veré dentro de un mes —dijo Clara con un suspiro—. Hasta entonces no me darán más horas de visita.
Caxton asintió, como si le pareciera bien, y dejó que se la llevaran.
Clara pasó un instante hundida en su silla, incapaz de creer lo que acababa de suceder. O, mejor dicho, lo que no había sucedido.
Finalmente se levantó y buscó al funcionario de prisiones que la había acompañado hasta la sala. Necesitaba recoger sus cosas y largarse de allí. Tenía que regresar a Allentown antes de que Fetlock descubriera que se había marchado. Un funcionario acudió a buscarla; a Clara le parecía que no era el mismo de antes, aunque en realidad no estaba segura de ello. Todos se parecían bastante entre sí. Sin embargo, éste tenía un arañazo en la mejilla que Clara no recordaba haber visto antes. La herida estaba roja y parecía infectada.
—¿Está bien? —le preguntó Clara.
El funcionario se llevó la mano a la cara y se rascó la herida con saña. A Clara se le ocurrió decirle que eso no haría más que empeorar las cosas, pero no creía que a aquel tipo le interesara mucho lo que ella tuviera que decirle.
—Acompáñeme —le dijo—. La llevaré a donde tiene que ir.
Sin embargo, el funcionario no la llevó de vuelta a la antesala, sino que la condujo hacia un largo pasillo que se adentraba aún más en la cárcel.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Clara—. Yo ya he terminado.
El funcionario no se volvió a mirarla.
—La directora de la cárcel desea hablar con usted un segundo.
Clara se fijó en la chapa con el nombre que el tipo llevaba pegada en el uniforme.
—¿Qué pasa, Franklin? No me habré metido en un lío, ¿verdad?
El tipo se enderezó un poco. De pronto parecía más alto.
—Estoy seguro de que querrá cooperar con nosotros.
Había algo extraño en su voz. Era demasiado aguda para un hombre de su tamaño.
Sea como fuere, el tipo empezaba a asustarla. Llevaba la pistola eléctrica en la mano, si bien la mantenía pegada al muslo. Clara le echó un vistazo y luego se fijó en su rostro, completamente inexpresivo.
—Desde luego —dijo.