13

Una hora antes, Clara Hsu había caído prisionera.

Caminaron un buen rato a través de unos estrechos pasillos y cruzaron unas cuantas puertas de abertura electrónica y varias compuertas que unos guardias protegidos tras garitas de cristal de seguridad abrían de forma remota. La cárcel era enorme, Clara dudaba mucho que fuera capaz de encontrar el camino de regreso si se veía en ese brete, y más aún si encontraba todas esas puertas cerradas. Finalmente salieron de un túnel subterráneo y entraron en un edificio que se asemejaba más a una zona de oficinas que a una prisión. El techo estaba construido con placas en las que habían instalado fluorescentes, y las paredes no eran de hormigón o de ladrillo, sino de yeso normal y corriente. Clara se dijo que debía de tratarse del centro administrativo de la prisión, un lugar que los prisioneros probablemente no vieran nunca. En cualquier caso, poder salir de los bloques de celdas, con su eco infernal y su arquitectura brutal de represión y control, la hizo sentirse algo más cómoda. Eso, desde luego, no significaba que pensara que gozaba de total libertad, o que iban a dejarla sola por un segundo.

Llegaron al final de un largo pasillo con puertas de chapa de madera a ambos lados y se encontraron en un vestíbulo donde había una puerta de roble con un cartel en el que podía leerse «Dirección» en letras doradas. El funcionario con la pistola eléctrica le indicó con un gesto a Clara que abriera la puerta y se rascó la mejilla. La piel estaba empezando a caérsele y, con un acceso de terror, Clara empezó a temerse lo que sucedía.

Llamó débilmente a la puerta (sus brazos se habían quedado sin fuerzas) y accionó el pomo. En el interior del despacho, sus ojos quedaron deslumbrados por una luz naranja y rosada. En el extremo opuesto de la sala había una enorme ventana a través de la cual se veía cómo se ponía el sol, convertido ya en un disco rojo sobre el horizonte. La ventana daba a un patio cerrado por un muro de ocho metros de altura puntuado por torres de vigilancia.

—Señorita Hsu —dijo una voz.

Clara se cubrió los ojos para ver quién le estaba dirigiendo la palabra.

—Si no le importa, agente especial Hsu —dijo.

Había por lo menos tres personas más en el despacho, sin contar al funcionario que la había escoltado hasta allí y que sujetaba la pistola eléctrica a la altura de su espalda. Clara pestañeó rápidamente y, poco a poco, sus ojos se fueron adaptando a la penumbra. Distinguió un escritorio, una mesita del café rectangular que ocupaba el centro de la sala, y dos personas vestidas de color naranja sentadas en un sofá junto a la pared.

—Imagino que no tenemos por qué fingir que esto es una entrevista rutinaria —dijo una mujer que aguardaba de pie junto a la ventana. Llevaba un chaleco antipunzón encima de un traje de corte conservador. En la mano sujetaba algo que, inicialmente, Clara confundió con una pistola eléctrica, aunque enseguida vio que se trataba de una BlackBerry.

Al otro lado de la ventana el sol desapareció del todo. A Clara no le pasó por alto que faltaban pocos segundos para el anochecer.

—Es posible que lleve razón, pero debo señalar que detener a un agente federal sin una orden de arresto constituye un delito grave —dijo Clara—. Si me suelta ahora, las dos nos ahorraremos un montón de incómodo papeleo.

—No mueva ni un pelo —dijo la mujer.

Clara se dijo que debía de ser la directora de la cárcel, aunque no había tenido el detalle de presentarse.

La mesita del café se movió y Clara estuvo a punto de dar un brinco. Se quedó mirando la pieza de mobiliario y se dio cuenta de que sus ojos, cegados por la luz de la puesta de sol, la habían engañado. No se trataba de una mesita, sino de una caja de madera de un metro ochenta de longitud.

—Dios mío —suspiró Clara al ver cómo la tapa empezaba a abrirse.

Alguien a su izquierda soltó un gemido. Clara volvió la cabeza y vio a las dos personas que ya había visto anteriormente sentadas en el sofá. Sin embargo, ahora que no la cegaba la luz del sol, se dio cuenta de que se trataba de dos prisioneras vestidas con monos de color naranja. Tenían las manos atadas a la espalda y estaban amordazadas. Una de ellas, una rubia que no tendría más de diecinueve años, le dirigió a Clara una mirada suplicante.

Laura Caxton no se hubiera limitado a esperar acontecimientos, pensó Clara, que estaba bastante segura de lo que sucedería a continuación. Laura habría luchado.

Pero ella no era Laura. Nunca había sido tan valiente como su novia y nunca sería tan dura como la famosa cazadora de vampiros. Ella tan sólo era una fotógrafa policial con pretensiones y tenía un tipo enorme (si no algo peor) a sus espaldas, preparado para someterla si hacía el menor movimiento. Por eso se quedó como estaba, inmóvil como una estatua, observando.

La tapa del ataúd se deslizó unos centímetros más hasta que la caja perdió el equilibrio y cayó al suelo con estruendo. Clara tuvo la sensación de que una ráfaga de aire frío emanaba del interior del ataúd, aunque sabía que se trataba de otra cosa. Los vampiros eran criaturas antinaturales y su presencia hacía que a uno se le pusieran los pelos de punta y le picara la piel.

Lentamente, con movimientos forzados, Justinia Malvern se incorporó y echó un vistazo a la sala.

Había nacido en 1695 en Inglaterra y había vivido todos y cada uno de los años que conformaban la historia de Estados Unidos. Los vampiros vivían eternamente si nadie lograba matarlos, pero no envejecían bien. La piel macilenta y apergaminada de Malvern cubría su cuerpo huesudo; en algunas partes, el contacto permanente con la tapicería de seda del ataúd, noche tras noche, había provocado que ésta se erosionara y agrietara. Y en su frente quedaba a la vista parte del cráneo, amarillento y sin brillo. Iba vestida tan sólo con un ligero camisón color malva, casi transparente y casi tan harapiento como su piel, aunque las leyes del pudor eran difícilmente aplicables a un ser que había pasado más tiempo dentro de un ataúd que de pie.

No tenía ni un solo pelo en la cabeza, ni siquiera pestañas. Sus orejas eran grandes y triangulares, aunque una de ellas parecía que hubiera caído en las fauces de un animal. Tenía un ojo amarillento y cubierto de cataratas. La otra órbita, vacía y velada por una telaraña, presentaba el aspecto de un oscuro agujero rodeado de piel corrompida.

Tenía la boca llena de colmillos rotos. Ni siquiera tenía dos incisivos prominentes (Clara había crecido creyendo que los vampiros eran unos condes engolados con dos incisivos que sobresalían ligeramente del resto de la dentadura). En realidad, los vampiros tenían unas fauces semejantes a las de los tiburones, con innumerables hileras de unas terroríficas cuchillas translúcidas. La sonrisa de Malvern estaba plagada de mellas, pero seguía contando con suficientes dientes para morder a quien quisiera.

Tenía los brazos huesudos pegados al tronco. Los separó del cuerpo con precaución y apoyó sus esqueléticas manos a ambos lados del ataúd. Con dolor evidente pero con una determinación aún mayor, se levantó hasta tenerse por su propio pie. Se balanceó ligeramente, pero no se cayó.

A Clara se le escapó un grito ahogado. Había leído las notas de Laura: cuando ésta vio a Malvern por primera vez, la vampira vivía confinada en una silla de ruedas y apenas era capaz de sostener un vaso de sangre. Más tarde, cuando Malvern había colaborado con Caxton durante sus investigaciones en Gettysburg, la vampira estaba tan débil que apenas podía levantar la cabeza. Vivía atrapada en su ataúd y era prácticamente incapaz de lamer siquiera la sangre que le manchaba los labios. Era evidente que la sangre que se había bebido en la reunión de Tupperware y en el bar de carretera había logrado reestablecerla un poco.

Desde mucho antes de que naciera Clara, Malvern no había sido capaz de pronunciar más que unas pocas palabras.

—Confío —dijo de pronto con voz pastosa y chirriante— que mi cena estará a punto.

Clara se quedó inmóvil mientras la directora de la cárcel se acercaba al sofá y agarraba a la prisionera rubia, la obligaba a ponerse de pie y la empujaba para que caminara. La directora no cesó de atosigar a la joven hasta que ésta se arrodilló ante el ataúd, con la cabeza gacha. El pelo suelto le caía hacia delante y dejaba a la vista la nuca, desde la línea del cuero cabelludo hasta el cuello del mono.

Malvern atacó como una serpiente. Tal vez estaba algo lenta y falta de flexibilidad, pero en cuanto olía sangre era capaz de dar lo mejor de sí. Sus dientes agrietados se hundieron sin esfuerzo alguno en la carne de la nuca de la interna y chirriaron al clavarse en los huesos de la columna vertebral. La prisionera chilló y sacudió todo el cuerpo, intentó liberarse y quitarse a la vampira de encima, pero los colmillos de Malvern la tenían asida en un mordisco mortal de necesidad, como cuando un lobo cercena la garganta de un caribú. Malvern pasó uno de sus brazos esqueléticos por la cintura de la prisionera y la obligó a acercarse más a ella. Aquel brazo debería haberse roto como una rama, pero a la hora de la verdad se reveló tan resistente como una barra de acero. Las convulsiones de la prisionera fueron remitiendo, y cuando Malvern le partió los pulmones y la dejó sin aire, sus gritos cesaron.

Al cabo de un minuto, todo había terminado. Malvern arrojó el cadáver al suelo: ya no le servía de nada. Entonces salió del ataúd y se acercó hasta la directora de la cárcel.

—Es un placer conoceros por fin, querida —dijo y se inclinó para besar a la directora en la mejilla. Ésta cerró los ojos y suspiró como si recibiera a un amante tras un largo período de separación—. En cuanto a usted, señorita Hsu, en mi pecho albergo tan sólo los sentimientos más afectuosos hacia su persona.

Se acercó a Clara como si fuera a besarla también; su rostro surgió de la penumbra del despacho como una luna cubierta de cicatrices. Un hilillo de sangre le colgaba de la barbilla.

Entonces Clara no pudo evitar dar un respingo. El guardia que tenía a sus espaldas la agarró con una llave que la dejó sin aliento, le dobló los brazos a la espalda y la inmovilizó.

—Ah, comprendo, mi rostro no le parece una visión agradable, aún no. Mas eso va a cambiar sin tardanza. Pero de momento —añadió Malvern, que se irguió levemente— es hora del segundo plato.

La segunda prisionera, que aguardaba en el sofá, empezó a chillar a través de la mordaza.