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—Déjame en paz —gimió Gert sin entusiasmo.

Caxton abrió otra botella de lavavajillas y echó un chorro de jabón en los ojos de su compañera de celda.

—Dentro de unos segundos te vas a sentir mucho mejor —le explicó Caxton mientras le limpiaba los párpados con detergente y le secaba las mejillas y la boca con una toallita de papel. Gert intentó quitársela de encima, pero Caxton la agarró con más fuerza. Las bolitas de pimienta le habían dejado la cara cubierta de una masa pastosa que le estaba quemando la piel. Tenía que lavársela de una forma u otra.

Cuando le pareció que ya le había frotado la cara lo suficiente, dejó que Gert se tendiera en el camastro y ella se sentó en una silla plegable. Estaba exhausta. Antes era capaz de pasar varios días sin dormir, pero en la UAE su cuerpo se había debilitado y habían empezado a atrofiársele los músculos. Sólo le quedaban quince horas, pensó. Al cabo de ese tiempo, o ella o Malvern estarían muertas. Fuera como fuere, entonces podría descansar. Entre tanto, tenía trabajo.

—Pero… —dijo Gert, que se revolvió en el camastro. Caxton había tardado muchísimo en reanimar a la muchacha y limpiarle los restos de PAVA de la cara, pero tenía que hacerlo—. ¿Qué coño ha pasado? ¿Qué me has hecho? ¡La boca me sabe a rayos! —Chasqueó los labios—. A rayos con jabón…

—Un par de las balas de pimienta que disparaba la escopeta robótica te han dado en la cara —le explicó Caxton—. Te he sacado de ahí, pero tenías problemas respiratorios. Así pues, he encontrado la enfermería de la prisión y te he traído hasta aquí. Me ha costado una barbaridad abrir la puerta. Entonces he tenido que limpiarte la pimienta. El gusto a jabón que notas es de lavavajillas. La capsaicina no se puede lavar sólo con agua. De hecho, es peor. Hay que frotar bien con jabón. La leche también funciona, pero no he encontrado. En cambio, aquí tienen una tonelada de jabón, probablemente porque con tanto spray de pimienta en la prisión es fácil que se produzcan accidentes. He tratado no ser demasiado brusca…

—Vale, gracias —dijo Gert, que intentó abrir los ojos y soltó un gruñido de dolor. Entonces empezó a frotarse con las manos, pero Caxton se las agarró y se las dejó de nuevo a ambos lados del cuerpo.

—Así sólo lograrás que penetre más. Créeme, es una sustancia asquerosa, pero he trabajado con ella anteriormente.

—Cuando eras poli.

Caxton asintió con la cabeza, pero entonces cayó en la cuenta de que Gert no podía verla, de modo que dijo:

—Sí, utilicé el spray de pimienta contra personas varias veces, siempre que debía evitar que huyeran corriendo. Se supone que es mucho más humanitario que dispararles en las piernas.

—Pues yo creo que la próxima vez prefiero arriesgarme a llevarme un balazo…

Gert logró abrir un ojo y miró el techo oscuro. Caxton le tendió una bolsa de hielo. Las neveras de la enfermería se habían apagado cuando había cortado el suministro eléctrico, naturalmente, pero estaban lo bastante bien aisladas como para que su contenido siguiera congelado.

—Esto también te ayudará. Hará disminuir ligeramente la hinchazón.

Gert tenía la cara hecha un cromo, abotargada y llena de moratones. Sin embargo, no había sufrido daños irreparables. Para eso servían las balas de pimienta, naturalmente. Ocupaban una posición media en lo que la policía llamaba el «continuo letal», un abanico de opciones usadas en el control de sujetos que iban desde dar el alto con voz firme hasta reducir a alguien con armas de fuego automáticas. Las balas de pimienta estaban más cerca de estas últimas, con la diferencia que sobrevivías a un impacto directo y terminabas reponiéndote. Por lo menos, casi siempre. Caxton había leído la historia de Victoria Snelgrove, una estudiante de periodismo que se había visto atrapada en unos disturbios en Boston donde la policía había empleado balas de pimienta para controlar a la multitud. El policía que había disparado contra Snelgrove ni siquiera había apuntado contra ella y, sin embargo, la bala había penetrado en el ojo de la muchacha, le había roto el hueso en el que descansa el glóbulo ocular y le había provocado una hemorragia cerebral. Las ambulancias no habían podido llegar a tiempo porque la multitud, asustada, no las habían dejado pasar. El policía que había disparado esa bala había sido castigado con cuarenta y cinco días de suspensión de empleo y sueldo.

Gert había tenido suerte. Una de las balas le había impactado en la ceja. Un centímetro más abajo y habría podido matarla.

—No me has dejado ahí tirada —dijo Gert en tono de sorpresa—. Has dejado tu plan de lado para ayudarme.

Caxton se encogió de hombros.

—Te han dado porque me estabas ayudando. Me parece justo.

Gert sacudió la cabeza.

—Sí, desde luego. Pero tienes a alguien más que salvar, alguien que te importa mucho más que yo. Y perder el tiempo conmigo hará que rescatar a tu novia resulte aún más difícil, ¿no?

—Yo no lo veo así —dijo Caxton. Era tan sólo una mentirijilla, se dijo—. ¿Adónde quieres ir a parar, Gert? Cualquiera habría hecho lo mismo.

—Eso lo dices porque no llevas aquí el tiempo suficiente —gruñó Gert—. Las chicas de aquí dentro no se te mearían encima aunque te estuvieras quemando. Y hay personas a quienes… a lo mejor no deberías ayudar.

Caxton se encogió de hombros.

—¿Como quién? ¿Como Adolph Hitler?

Gert se rió, aunque era evidente que había algo que no lograba quitarse de la cabeza.

—A ése y tal vez también a otra gente que no son tan malos como él, pero que han hecho cosas horribles. Cosas imperdonables.

Pero Caxton meneó la cabeza.

—Yo no soy nadie para juzgar quién merece ser salvado y quien no… Túmbate y descansa un rato. Pronto nos pondremos en marcha de nuevo, pero tienes que tomártelo con calma.

Fue hasta un escritorio que había al otro lado de la sala. Encontró un papel y un bolígrafo, y empezó a dibujar un mapa de la cárcel basándose en lo que había visto desde el exterior y lo que sabía sobre el diseño del edificio, que no era mucho. El correccional estatal de Marcy estaba rodeado por un muro y había una torre de control cada treinta metros del perímetro. La prisión en sí misma estaba formada por ocho edificios alargados: los cinco pabellones, el ala de enfermería, un ala administrativa y la cafetería y las cocinas, donde se encontraba también la UAE. Los edificios estaban distribuidos de forma radial alrededor de la torre central, como si fueran los rayos del sol. En lo alto de la torre central estaba ubicado el centro de mando. Los edificios estaban interconectados mediante edificios anexos y pasarelas cubiertas, de modo que, vista desde arriba, la cárcel parecía una telaraña.

El edificio estaba diseñado para que fuera fácil moverse por él si eras un guardia. Si eras una prisionera, en cambio, pronto se convertía en un laberinto de puertas cerradas y puntos de control armados.

Caxton tan sólo contemplaba dos posibilidades. La primera, la más sencilla, consistía en rescatar a Clara y acabar con Malvern antes de que cayera la noche. Malvern no podía plantar cara durante el día. Estaría atrapada en su ataúd, incapaz de moverse e ignorante de cuanto sucedía a su alrededor, de modo que a Caxton le bastaría con coger el corazón de la vampira y destruirlo si así lo deseaba. Malvern no volvería a despertar jamás. La segunda posibilidad, que ganaba enteros con cada minuto que pasaba, implicaba enfrentarse a Malvern durante las horas de oscuridad y para eso iba a necesitar pistolas; pistolas de verdad, cargadas con balas de verdad.

Había metralletas en las torres de guardia, pero Caxton sabía que no iba a poder atravesar las alambradas sin unas cizallas y mucho tiempo. Tenía que haber un arsenal lleno de rifles y de pistolas dentro de la prisión. No tenía ni idea de dónde debía estar ubicado (ése no era precisamente el tipo de información que los guardias compartían con las internas), pero echando un vistazo a su mapa parecía evidente que tan sólo podía encontrarse en un lugar. Podía producirse un motín en cualquier parte del centro, en cualquier momento. Los guardias de la prisión no solían llevar armas mortales encima, pues para una prisionera sería relativamente fácil esperar a coger desprevenido a uno, arrebatársela y matarlo. Las pistolas de verdad sólo se utilizaban en situaciones de emergencia, pero eso significaba que debían estar disponibles en todo momento. Si la directora decidía que las armas disuasorias resultaban insuficientes y que, por lo tanto, la mejor respuesta ante una situación de violencia por parte de las internas requería el uso de una fuerza mortífera, los guardias iban a tener que armarse rápidamente en un lugar céntrico. El arsenal sólo podía estar en la planta baja de la torre central.

Y aquél, naturalmente, era el lugar donde estaban todos los engendros. Caxton estaba segura de que sería el lugar más protegido de toda la prisión.

Iba a ser su siguiente parada.

Dejó el bolígrafo y se levantó. Ahora sólo tenía que descubrir cómo llegar hasta allí. Sabía que la torre central estaba en el extremo opuesto de la enfermería. De hecho, la torre quedaba a apenas doscientos metros. Además, Caxton ya había echado un vistazo al ala médica de la prisión. Primero estaba la enfermería, donde ella y Gert se habían refugiado, y más allá había tan sólo una larga sala llena de camas. Camas vacías. Algunas de esas camas debían de haber estado ocupadas por pacientes antes de que tomaran la prisión, pero ahora habían desaparecido. Probablemente las habían trasladado a algún pabellón donde podían vigilarlas mejor. Detrás de la habitación de las camas había un portalón cerrado que no iba a lograr atravesar jamás sin una maquinaria industrial de corte de la que no disponía.

Se desperezó y se frotó el puente de la nariz, intentando despertarse un poco. A lo mejor podría bordear uno de los pabellones hasta llegar al…

De pronto se quedó muy quieta.

—¿Qué pasa? —preguntó Gert, que cogió el cuchillo de caza de debajo de la litera, donde lo había dejado Caxton.

—Shh —silbó Caxton. Había oído algo, un grito. Sonaba como si procediera del otro lado del portalón. Y no parecía un siervo, sino un ser humano en una situación desesperada.

Fuera quien fuese, se dijo Caxton no podía hacer nada por ayudar. Aun así, siguió escuchando.