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Maricona y Featherwood estaban discutiendo. Clara sólo las oía a medias, lo suficiente como para darse cuenta de si hablaban de ella. De vez en cuando lo hacían, aunque siempre era para preguntarse si habría llegado ya el momento de matarla o si debían esperar órdenes de Guilty Jen. Se suponía que debían rebanarle el cuello en el momento en el que Laura muriera. Aunque, naturalmente, no podían saber si Laura había muerto o no hasta que Guilty Jen subiera al centro de control, seguramente blandiendo algún trofeo de caza: la cabeza cortada de Laura, tal vez, o a lo mejor una oreja…

«¡Callaos, callaos de una vez!», gimió Clara dentro de su cabeza. Había logrado mantenerse inexpresiva, incluso había conseguido dejar de temblar, pero el miedo seguía apoderándose de ella. No podía dejar de pensar en el futuro, un futuro muy breve.

A las dos pandilleras ni siquiera se les pasó por la cabeza que pudiera ser Laura quien matara a Guilty Jen.

Clara puso toda su atención en lo que tenía ante ella. Si se concentraba en otra cosa, si se fijaba realmente en los detalles, tal vez iba a conseguir no ponerse a gritar de pánico. De hecho, era el mismo truco que había utilizado con la cámara cada vez que había empezado a marearse ante una de las carnicerías de Malvern. Si se concentraba en lo que realmente veían sus ojos, si se fijaba tan sólo en los colores y las formas, no tenía que pensar en lo que significaban realmente.

Así pues, se dedicó a estudiar el centro neurálgico de la prisión: el panel de control. Las instalaciones habían experimentado varias actualizaciones desde su construcción, hacía casi cincuenta años. Las tecnologías de almacenaje de seres humanos estaban a años luz de lo que habían sido. Sin embargo, en lugar de deshacerse de los aparatos desfasados y cambiarlos por otros nuevos, los responsables de la prisión habían preferido combinarlos, de modo que ahora los monitores de ordenador convivían con anacrónicos televisores en blanco y negro conectados a un circuito cerrado, y había manojos de cables tan gruesos como uno de los brazos de Clara metidos en viejas cajas de acero con tiradores de plástico. Todo estaba remendado con cinta adhesiva y trozos de alambre cubiertos de polvo, y todos los controles habían sido reetiquetados escribiendo con un rotulador permanente sobre cinta aislante. El panel de comunicaciones era una pesadilla de discos, interruptores y manivelas. El panel del control central que abría y cerraba las puertas de la prisión era más simple. Había grandes pulsadores de alarma, generalmente junto a carteles donde podía leerse con letras enormes: ¡no pulsar nunca!

Naturalmente, todo el instrumental estaba apagado y en silencio. Sin electricidad la prisión no podía respirar, ni funcionar. Por ello, cuando la electricidad regresó de repente, durante un segundo Clara no pudo más que contener la respiración mientras las lucecitas blancas y rojas volvían a la vida, mientras sirenas, timbres y alarmas se activaban en todo el panel y las pantallas de televisión y los monitores de ordenador que abarrotaban el espacio se encendían a la vez.

—…y qué importa, si va a morir de todos modos. Entonces sólo tendremos que preocuparnos de Marty. Tú y yo podríamos turnarnos durmiendo y…

—¡Oye! —exclamó Featherwood.

—…es sólo una idea, pero…

—¡Eh! —gritó de nuevo Featherwood—. ¡Tú, la novia! ¿Qué coño has hecho? —preguntó la mujer con la cara quemada, que se acercó al panel de control, donde Clara continuaba con la vista fija en las lucecitas, pasmada.

La pandillera pulsó varios interruptores en un intento desesperado por volver a desconectarlo todo.

—Yo no he hecho nada —replicó Clara—. Se ha encendido solo. Mira, ahí —añadió señalando uno de los televisores, en el que se podía ver la imagen monocroma de una sala claustrofóbica y llena de maquinaria. En una esquina de la pantalla había un tembloroso reloj digital en el que podía leerse: 12:00:00 ctr elec, cam 1—. Son imágenes del interior de la central eléctrica —explicó Clara—. Caxton había cortado la luz, pero la directora ha enviado a un puñado de engendros que, al parecer, han encontrado la forma de arreglarlo.

En la pantalla, dos siervos se chocaron de manos. Miraron a cámara y saludaron con alegría, orgullosos de lo que habían conseguido. En el suelo yacía un tercer engendro, con la cara renegrida y los dedos quemados y reducidos a muñones. Era evidente que habían tenido algún problema con la reparación.

Maricona eligió precisamente ese instante para mirar por la ventana.

—Justo a tiempo —dijo—. Dentro de poco ya no habríamos visto nada. Mira, el sol se ha puesto.

Featherwood dio un brinco.

—¡Oh, no! ¡Mierda! No me había dado cuenta de que estábamos tardando tanto. Me cago en Dios. Ya sé que a Jen la pone muy cachonda lo de pegarle una tunda a Caxton, pero no podemos seguir aquí cuando los vampiros despierten. Oye, ¿cómo funciona este teléfono? —preguntó mirando a Clara. Había descolgado un auricular del panel de comunicaciones—. ¿Tengo que marcar el nueve o algo así?

Pero Clara se encogió de hombros.

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Tú eres muy inútil, ¿no? —le espetó Featherwood con una mueca, y marcó un número.

—Pero ¿qué haces, loca? —dijo Maricona—. ¿En serio crees que quiere que la interrumpan justo ahora?

—Yo paso de morirme sólo porque ella haya perdido la noción del tiempo.

Al decir eso, Featherwood giró la cabeza, como si temiera que Guilty Jen pudiera estar allí. Por lo que Clara había visto de la banda y su funcionamiento, se trataba de una precaución bastante razonable.

—Eh, tú —le dijo a Clara al tiempo que le soltaba un mamporro en la espalda—. Enséñame lo que está pasando ahí abajo. Quiero ver si Caxton está muerta o no.

Todas esperaron y Featherwood clavó la mirada en el techo, presumiblemente escuchando el timbre del teléfono al que había llamado.

—¿Jen? —preguntó finalmente Featherwood—. Jen, ¿qué ha pasado? ¿Jen? ¿Has matado ya a Caxton? ¿Me oyes, Jen? Ha descolgado —añadió entonces, mirando a Maricona—, o sea, que tiene que estar bien, ¿no? Eh, tú, ¡te he dicho que me enseñes lo que está pasando ahí abajo! —le gritó a Clara, y le pegó un doloroso puñetazo en la oreja.

Clara estudió los controles del panel de vídeo e intentó descubrir qué cámara mostraba imágenes de esa parte de la cárcel.

—¿Cómo dices? Jen, escucha, hay algo que debes saber, el…

—Pregúntale si podemos cargarnos ya a esta cerda —gruñó Maricona.

—Perdona, Jen, pero es que se acaba de poner el sol. Me ha parecido que querrías saberlo. Fuera está ya bastante oscuro, o sea, que los vampiros van a despertar en cualquier momento. Aún no los he visto en ninguno de los monitores, pero he pensado que… Oye, ¿quieres que matemos a la novia ya?

Featherwood apartó el teléfono de su oído.

—Pero ¿qué coño…? Se ha oído un zumbido y ahora comunica. ¿Qué ha pasado, estúpida? —exclamó, y golpeó a Clara con el teléfono.

Ésta se encogió, pero no protestó.

—Creo que he encontrado la imagen que me pedías. Aquí pone «núcleo».

Accionó un interruptor y una pantalla encima de sus cabezas parpadeó. Cuando la imagen se hizo nítida, vieron una amplia sala con varias salidas. El suelo estaba cubierto de balas usadas y había también una escopeta abandonada y varios agujeros en las baldosas provocados por las balas de la ametralladora. En el centro de la sala, tendida en medio de un charco de sangre, estaba Queenie. No cabía duda de que estaba muerta.

Durante un instante las tres mujeres contemplaron la imagen sin mediar palabra.

—La madre que me parió —dijo Maricona—. ¿Qué coño ha pasado ahí abajo?

Featherwood soltó un gruñido.

—Jen ha dicho que tenía a Caxton controlada. ¡Sé lo mismo que tú, o sea, que cierra el pico y déjame pensar, joder!

—Esto… no quiero interrumpiros, pero… —dijo Marty.

Era la primera vez que Clara le oía la voz desde hacía varias horas. Las tres mujeres se volvieron de golpe y se quedaron mirando al hombre, que estaba sentadito en una silla de escritorio, en el centro de la sala. Aún tenía las manos atadas, de modo que Featherwood y Maricona habían imaginado que era inofensivo. Ahora tenía los ojos como platos y la frente empapada de sudor. Estaba intentando cruzar la sala, empujando la silla con los pies, pero una de las ruedas había quedado bloqueada, de modo que el tipo daba vueltas sobre sí mismo de forma bastante patética.

Clara levantó la mirada y vio que uno de los paneles de las ventanas del centro de control había desaparecido. No es que estuviera roto, ni arrancado del marco. Simplemente había desaparecido. El frío aire del atardecer penetró en la sala, le levantó el flequillo y se le metió en los ojos.

Entonces las sombras de la sala se movieron. Cinco figuras blancas salieron de la penumbra y en apenas veinte segundos, todos los presentes, a excepción de Clara, estaban muertos.