56

—¿Habéis tomado una decisión? —preguntó Malvern—. ¿Y ha sido una decisión unánime?

Caxton levantó la escopeta y giró a un lado y otro, apuntando alternativamente a las dos vampiras. Pensó en cómo había engañado a Hauser, pero no tenía ni el tiempo ni la imaginación necesarias para idear otro plan parecido. Además, conocía a Malvern y sabía que ésta habría elegido a la vampira más estúpida de su nueva estirpe para que montara guardia. Las dos que tenía ahora delante iban a ser más listas.

Ambas vampiras continuaban acercándose inexorablemente, aunque era obvio que se estaban recreando en el momento. Una de ellas, la que llevaba un chaleco antipunzón y pantys, se relamió los labios. La otra, vestida con un mono sin mangas, movía los dedos de la mano sin parar, como si estuviera poniendo a prueba unas garras nuevas. Las uñas de los vampiros se parecían a las de los humanos (si bien eran más pálidas), pero podían atravesar el metal sin romperse. Naturalmente, podían destrozar un cuerpo humano.

—Forbin, por favor, sujeta a la señorita Caxton. —A pesar del miedo que sentía, Caxton se dijo que era extraño: anteriormente, Malvern siempre se había referido a ella por su nombre de pila. ¿A qué jugaba ahora?—. Creo que podemos ahorrarnos las formalidades. Ha rechazado mi oferta, ella se lo pierde. Querida, podríamos haber hecho grandes cosas juntas…

Forbin era la del mono sin mangas. La otra fue a por Gert sin que se lo ordenaran. Caxton se dijo que a lo mejor podía ofrecerle a Gert una oportunidad de huir corriendo. No iba a poder correr más que la vampira, pero…

Forbin se lanzó a por Caxton. Intentó agarrarla por los hombros, pero Caxton adivinó sus intenciones y se agachó justo a tiempo. Entonces dio media vuelta y colocó el cañón de la escopeta encima del chaleco antipunzón de la otra vampira. Sin dudarlo ni un instante, disparó su único cartucho.

Por desgracia, Forbin era más rápida de lo que Caxton había imaginado. La vampira le pegó un codazo a Caxton en los riñones… y echó al traste su puntería.

La escopeta se disparó con un estruendo y el proyectil impactó en el cuerpo de la vampira, aunque muy a la izquierda de su corazón. El chaleco se incendió y, durante un segundo, el brazo de la vampira colgó inerte del hombro, prácticamente separado del torso. La vampira bajó la mirada con un respingo y acercó un dedo al borde de la herida.

Caxton rodó por el suelo y su brazo roto osciló dolorosamente a un lado.

—¡Gert, sal de aquí! —gritó.

Pero Gert no necesitaba que la animaran a hacerlo y ya había empezado a correr hacia la puerta que tenía a sus espaldas. La vampira herida no intentó detenerla. Estaba demasiado fascinada por la herida que le había desgarrado el pecho. Ésta ya había empezado a cauterizarse: una bruma blanquecina llenaba la brecha y la piel nueva había empezado a cubrir ya los músculos y los huesos. Cuando el proceso de regeneración hubo terminado, la vampira levantó el brazo y cerró el puño, para comprobar si aún podía utilizarlo.

Sólo entonces decidió perseguir a Gert. Se plantó ante la puerta antes de que la compañera de celda de Caxton hubiera recorrido siquiera la mitad del camino. Gert dejó de correr y empezó a retroceder.

Entre tanto, Forbin se colocó encima de Caxton, con un pie a cada lado. Extendió el dedo índice y empezó a doblarlo una y otra vez, retando a Caxton a levantarse. Aun sabiendo que era inútil, Caxton sujetó la escopeta por el cañón humeante y le propinó a Forbin un culatazo en el estómago con todas sus fuerzas.

Fue como golpear una roca con un martillo de goma. La escopeta salió rebotada.

Forbin le quitó la escopeta a Caxton. Sería exagerado decir que se la arrebató, no hubo ningún tira y afloja. Acto seguido, la vampira levantó una rodilla y partió la escopeta por la mitad con el muslo. Una lluvia de muelles y fragmentos de metal cayó sobre la cara y el pecho de Caxton. Finalmente, la vampira arrojó las dos mitades del arma al suelo. Y repitió el gesto con el dedo índice.

Caxton sabía que en cuanto se levantara, Forbin se lanzaría de nuevo contra ella. Naturalmente, si no se levantaba, la vampira iba a matarla a patadas.

Sin embargo, ninguna de las vampiras había contado con Clara.

La vampira medio desnuda se dispuso a perseguir a Gert por el pabellón, y Malvern se acercó para disfrutar del espectáculo. Fue la primera en levantar la cabeza, como si hubiera oído algo inaudible para Caxton. Medio segundo más tarde, por todo el pabellón resonó un zumbido electrónico muy agudo. Entonces se encendió una luz estroboscópica junto a la salida principal, a la que siguieron una hilera de luces rojas situadas encima de las celdas de ambos pisos.

Finalmente, todas las puertas del pabellón se abrieron de forma simultánea sobre los rieles. Todas las puertas. Al otro lado del pabellón, en el extremo opuesto al que comunicaba con el hub, se iluminó un letrero en el que podía leerse: salida de incendios.

Caxton se volvió hacia la celda que le quedaba más cerca. En el interior había ocho mujeres de distintas edades y razas. En el momento en el que se habían abierto las puertas, la mayoría de ellas tenían los brazos entre los barrotes y las mangas subidas, y tuvieron que sacarlos para que la puerta no se los arrancara al abrirse. De repente habían dejado de estar entre rejas y estaban ahí, a menos de tres metros, con los ojos fijos en las vampiras, en Caxton y en Gert.

Pasaron tan sólo unos segundos antes de que una de las internas se lanzara hacia la salida. Una mujer blanca con gafas que no tendría más de veinte años salió corriendo de su celda y, mirando una y otra vez atrás, se dirigió hacia la salida de incendios. Al ver que nadie intentaba detenerla, una negra de mediana edad empezó a bajar las escaleras del piso superior. Y entonces, de repente, se produjo la estampida.

Todas las mujeres abandonaron sus celdas de golpe y tomaron el pasillo del pabellón. Sin guardias que se lo impidieran y con las vampiras distraídas, la labor de detenerlas recayó sobre los siervos. La verdad es que no se les dio muy bien. Tres mujeres de la misma celda del primer piso agarraron a uno de los engendros y lo tiraron por encima de la barandilla. Su cráneo se estrelló contra el suelo con un sonoro crujido. Otro siervo intentó escapar, pero terminó atropellado por la marea que se precipitaba hacia la salida.

La mayoría de las mujeres intentaban huir o, por lo menos, alejarse de las vampiras, pero algunas de las mas jóvenes, pandilleras con tatuajes carcelarios, prefirieron emprenderla contra los engendros.

Había tantas mujeres que pronto Caxton no fue capaz de distinguirlas individualmente; sólo veía una marea sin rostro, en movimiento constante. Tuvo que hacerse a un lado y refugiarse en una celda vacía para no terminar aplastada. Forbin quiso perseguirla, pero incluso una vampira tenía problemas para resistir aquella marea humana formada por doscientas mujeres que se movían en la misma dirección. Intentó apartarlas de su camino, pero sólo consiguió que el desespero de la multitud aumentara, por lo que aún le resultó más difícil abrirse paso. De la otra vampira, a la que había disparado en el pecho, no había ni rastro. Caxton vio que Gert se había subido a uno de los carritos sanitarios y que intentaba mantener el equilibrio a pesar de las embestidas. El estruendo era ensordecedor, un feroz rugido oceánico de gritos de excitación y pánico, de cientos de pasos resonando sobre las pasarelas superiores, y de maldiciones y gritos suplicantes ante la salida de incendios, obstruida por la avalancha de cuerpos. Al parecer, algunas de las mujeres pensaron que tendrían más fortuna si se dirigían hacia el hub, y pronto se formaron dos corrientes opuestas. Los cuerpos de las reclusas llenaban todo el espacio disponible fuera de las celdas, y de pronto Caxton perdió de vista a Forbin.

Pero entonces se le heló el espinazo: tampoco veía a Malvern.