Pistoia, a partir del miércoles, 13 de abril de 1939
Elena acababa de romper aguas y sufría terriblemente. Durante el embarazo había luchado constantemente contra el miedo de que la criatura que llevaba en su seno fuera hija de Zugel. En aquellos momentos había llegado a golpearse el vientre violentamente, pero luego se arrepentía un momento después. La primera vez que había sentido el movimiento en su interior, en cambio, había estallado en lágrimas. Aquél era un mundo horrible y ella había contribuido a que lo fuera. Y ahora estaba llevando a aquel ser inocente hacia un horrendo estercolero. Tendida en la cama, le daba la impresión de que la criatura estaba agarrada con las manos a los ovarios y que le gritaba que no la hiciera salir. Lo que sentía, según la hermana Camilla, eran los dolores de parto y era algo normal; todas las mujeres los sufrían. El médico estaba en camino, así que no tenía nada de lo que preocuparse.
—Camilla —hacía tiempo que se tenían tanta confianza que la llamaba por su nombre—, no lo entiendes. No quiere salir. Tiene miedo, y con razón. Y yo no me merezco ser madre.
—Deja ya eso. Todo porque no tienes un maridito impaciente esperando en la habitación de al lado. Piensa en la Virgen, lo que debió pasar, en su tiempo, con un marido que sabía que el niño no era fruto de su semilla.
¿Qué era aquello que se revolvía en su vientre, que no dejaba de moverse? No era normal. Quizá fuera el hijo del Diablo y estuviera divirtiéndose atormentándola con sus cuernecitos, lacerándole el útero.
—¡Tengo miedo, tengo miedo, siento el demonio dentro de mí!
—¡Ahora no me salgas con ésas! Piensa en el niño.
Elena soltó un grito y la novicia que asistía de pie junto a la puerta para evitar que entrara nadie se persignó y se quedó pálida. Habían empezado las contracciones. Elena gritó de nuevo. El médico, un hombre regordete con manos pequeñas como las de un niño, llegó al poco y, sin saludarla, la destapó. La novicia hizo ademán de salir.
—¿Adónde va? Tráigame enseguida dos baldes con agua caliente y unas toallas. ¡Y dese prisa!
Elena sintió unas manos gélidas que la tocaban.
—Primero se lo pasan bien y luego se lamentan —gruñó—. Escúchame bien, señorita —dijo, dirigiéndose a Elena—. Tú concéntrate en respirar y nada más, ¿entendido?
Elena asintió.
El médico se quitó la chaqueta y, al no saber dónde dejarla, se quedó esperando hasta que sor Camilla se la cogió y la apoyó en una silla tras ella, con mucho cuidado de no arrugarla. Luego le dedicó una sonrisa tan falsa que inmediatamente murmuró un ave María por aquel pecaducho y por Elena. Pero no debía distraerse; tenía que actuar. Ya se ocuparía después de rezar.
—Es podálico —dijo el médico, sin ninguna inflexión particular.
Sor Camilla se quedó rígida; sabía qué quería decir. Elena estaba retorciéndose de dolor y no lo entendió.
—Está saliendo —prosiguió el médico, con voz fría.
—¡No, por Dios! ¡El cordón!
Sor Camilla miró y vio asomar por entre las piernas de Elena una especie de serpiente roja retorcida sobre sí misma. Inmediatamente le vino a la mente la imagen del demonio que Elena había evocado antes, pero se esforzó por mantener la calma.
—¿Qué sucede, doctor?
—Un prolapso del cordón umbilical. El niño no puede salir. Póngase estos guantes y écheme una mano, rápido.
En aquel momento entró la novicia con un balde y unas toallas. Tuvo las fuerzas necesarias para apoyarlo en el suelo y salió de la habitación, tapándose la boca con una mano.
—Ahora tire, lentamente.
Sor Camilla tenía en la mano el cordón, y empezó a tirar despacio. El médico metió la mano en la vagina e intentó hacer girar al niño para que saliera boca abajo. Junto a otro fragmento de cordón salieron los pies. Después salió el trasero y por fin la cabeza, que tenía la forma innatural de un membrillo visto desde abajo. El rostro contraído de Elena por fin se relajó. Enseguida le cortaron el cordón.
—Es un varón —dijo sor Camilla, bañada en sudor, cansada pero contenta.
—Sí —dijo el médico, apoyándolo en la cama—. Pero no respira.
Sor Camilla miró aquel cuerpecillo inerte, estirado sobre un prematuro sudario, se giró contra el médico y empezó a golpearle en la cabeza.
—¡Haga algo! ¡Por amor de Dios, haga algo!
Al oír los gritos, Elena abrió los ojos, sin entender, mientras el médico intentaba zafarse de los golpes de la monja.
—¡Está bien, está bien! —gritó—. ¡Déjeme intentarlo!
Lo cogió con ambas manos, se lo puso sobre un brazo y, superando la repugnancia de la sangre y del líquido que aún le cubrían, apoyó los labios sobre los suyos e intentó soplarle dentro.
—¡La nariz! —gritó sor Camilla—. ¡Tápele la nariz!
El médico obedeció y volvió a soplar.
—Es inútil —dijo—. Está muerto.
La monja prácticamente se lo arrancó de los brazos y repitió la operación. Le sopló tres veces en la boca abierta, pero el neonato no daba ninguna señal de reacción. Probó con toda la fuerza de la desesperación y recitó mentalmente la oración al ángel de la guarda. Estaba a punto de volver a dejarlo en la cama cuando el niño movió la cabeza hacia atrás.
—¡Démelo! —le ordenó el médico.
Lo cogió por las piernas y, sosteniéndolo un momento cabeza abajo, le dio unos golpecitos en la espalda. El niño lloró.
—¡Está vivo! ¡Está vivo! —exclamó sor Camilla y, fuera de sí de alegría, abrazó al médico y le dio un beso en una mejilla.
—Ahora déselo a su madre.
—Primero lavémoslo; nos ha dejado bien sucios. Mire aquí. —Tenía la camisa toda sucia de sangre—. ¡Bueno doctor, es lo que tiene! Quítesela, que se la llevo enseguida a lavar. Es lo mínimo que puedo hacer y… perdóneme por lo de antes.
—Déjelo estar. No puedo decir que esté acostumbrado, pero forma parte de los gajes del oficio.
El niño fue lavado y envuelto en una suave toalla. Luego lo apoyaron delicadamente sobre el pecho de Elena, aunque casi daba la impresión de que no se daba cuenta. El médico le tomó el pulso: lo tenía acelerado e irregular, mientras en el rostro y en las manos se observaban indicios de cianosis. Lo tapó delicadamente con una manta.
—Yo no puedo hacer mucho por ella —dijo—. Será mejor que llamen a un médico. A otro, quiero decir. Yo sé de niños, pero esta mujer no me gusta nada.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que la placenta es demasiado oscura; puede que haya sufrido fuertes pérdidas de sangre. Esta mujer ha sufrido mucho y podría tener una hemorragia interna. Mire qué mala cara.
—¡Pero es que acaba de parir!
—Lo sé. Gracias, hermana. Pero lo digo precisamente por eso. Necesita un hematólogo, un especialista; no pierdan tiempo.
El niño mamó por primera vez una hora después; Elena resistió hasta que se desmayó. Estaba pálida y sor Camilla hizo que le trajeran un caldo de gallina, que apenas probó. A la mañana siguiente llegó el médico del convento. Saludó enfáticamente a las monjas, que corrieron a su encuentro como cluecas, hasta que sor Camilla lo arrastró hasta la habitación de Elena. La auscultó, le observó la esclerótica, le tomó el pulso, leve y acelerado, y también la temperatura, muy por encima de lo normal, a pesar de que Elena no había dejado de sudar toda la noche y la mañana. No tenía hambre, según decía la monja, pero pedía agua constantemente.
—¿Cómo ha ido el parto?
—El niño era podálico y Elena ha sufrido mucho. Después ha habido un… problema. Vamos, que el cordón ha salido antes que el niño. Una cosa terrible.
—Será mejor reconocerla. ¿Puede levantar las sábanas, hermana?
Sor Camilla obedeció, pero cuando levantó la sábana apareció una enorme mancha de sangre entre los muslos.
—Vuelva a taparla; ya he visto suficiente.
El médico se alejó y le indicó con un gesto a sor Camilla que le siguiera.
—Me temo que se trata precisamente de una gran hemorragia interna.
—¿Es grave?
—Mucho; ha perdido sangre, pero no es eso. Es probable que se produzca una septicemia. Le prescribo Prontosil, es un nuevo fármaco, pero no sé si bastará. ¿Tienen una vía? De momento le administraré una solución fisiológica.
—Sí, voy a prepararla.
Sor Camilla tenía lágrimas en los ojos.
—¿Se salvará?
El médico sacudió la cabeza.
—Rece, hermana, y por una vez también lo haré yo. Cada uno con su Dios, quizá consigamos el milagro.
Hasta aquel momento sor Camilla no se acordó de que Carlo Milano era judío y que, precisamente por aquel motivo, hacía meses que sólo ejercía en privado, ya que lo habían despedido del hospital.
—Está bien —dijo, esforzándose en sonreír—: a lo mejor entre los dos lo conseguimos. Y, por favor, esta vez no se vaya sin cobrar.
Elena recuperó ligeramente la conciencia y por primera vez vio realmente a su niño, que mamaba de su pecho con energía. En aquel momento, dio gracias a Dios y supo lo que tenía que hacer. Sentía que se estaba muriendo.
—Camilla, ven aquí, por favor.
Su voz era exigua como un hilo de seda. Su mirada iba de la cabeza del niño a la gran planta de mimosa cuyas ramas agitadas por el viento parecían llamar delicadamente a la ventana con sus suaves flores amarillas.
—Un día u otro tendré que podarla —dijo sor Camilla.
—Escúchame bien, Camilla, yo estoy mal. No, por favor, no digas nada. No creo que consiga vivir mucho más. Lo siento, pero créeme que mi único dolor es dejar a este niño. Y a ti también, tontita… Te pido un favor, no estoy segura de que salga bien, pero si lo consigo podré morir en paz.
Las tropas italianas y franquistas acababan de hacer su entrada triunfal en Madrid e Italia había ocupado militarmente Albania. Menos de cinco horas tras el desembarco, en Tirana ya ondeaba la bandera tricolor con el escudo de los Saboya. Giacomo de Mola estaba leyendo que el rey Víctor Manuel había aceptado graciosamente la corona de Albania. Qué hombre tan magnánimo. Hacía meses que Giacomo, encerrado en su retiro de Camaldoli, se había impuesto no leer ningún periódico ni escuchar la radio. Aquel día, para combatir el aburrimiento del viaje, había hecho una excepción a la regla. Pero por lo que leía, tal como estaban escritos los artículos, no parecía que hubiera pasado mucho tiempo. Sólo algún ligero cambio, para peor, aunque ahora ya también el viejo Corriere usaba el tono pomposo del Giornale d’Italia.
Había conseguido una celda individual, cerca de la del Padre General, que había puesto a su disposición también su biblioteca. Camaldoli existía desde hacía más de mil años y le había parecido el lugar más idóneo para esconder el libro de Giovanni Pico de los ojos del mundo. Además, aquel lugar tenía como antiguo símbolo dos pájaros que bebían de un cáliz. Pelícanos, o quizás aves fénix, o pavos reales, y el Grial. Todo ello un claro símbolo de una antigua presencia templaria que, en memoria de su lejanísimo antepasado, le inspiraba serenidad y protección.
El tren se detuvo en la estación de Pistoia. A pie, inició la lenta ascensión hacia el convento donde por fin encontraría a Elena. Aquella llamada lo había turbado profundamente. ¿Qué querría aquella mujer de él? La monja que le había hablado al teléfono había sido muy parca en palabras, y muy prudente, casi evasiva. Una mujer inteligente, le había parecido, de las que saben y prefieren callar. Pero el resorte que le había hecho alejarse de Camaldoli era sobre todo la posibilidad de tener noticias de Giovanni. Quizá por Elena sabría algo. A lo mejor no era cierto que estaba tan mal.
Sintió que aquella larga caminata le tranquilizaba: pese a estar ya habituado a la naturaleza silvestre de los alrededores de Camaldoli, había disfrutado con la visión de la llanura a sus pies, de los pequeños conglomerados de casas, de los laboriosos hombres y mujeres que se había encontrado y que trabajaban casi con alegría. ¿Llegaría a dejarse arrastrar aquella gente tan dinámica, irónica y distante por los símbolos y la llamada de la guerra y de la muerte? El caso era que hasta el pacífico Corriere había puesto en primera página una fotografía gigantesca con cientos de miles de personas aclamando al Duce que proclamaba la victoria sobre Albania. Albania. La mayor parte ni siquiera sabía dónde estaba. La guerra sólo había costado doce muertos, decía el periódico triunfalmente. Uno solo ya habría sido demasiado. Una monja le abrió la verja.
—¿Usted es…?
—Soy el dottor De Mola, hermana. Me han llamado para una consulta.
—Déjese estar, soy yo quien le ha llamado. Venga. Elena le espera. Puede ser —añadió en voz baja— que esté esperándole a usted para morir.
De Mola entró en silencio en la habitación: la ventana estaba entrecerrada, pero dentro flotaba un extraño olor, de vida y de muerte a la vez. Vio a una mujer echada en la cama, con los ojos cerrados. Sus rasgos, en otro tiempo bellos, se habían desfigurado, como si hubiera sufrido una larga enfermedad. Pero lo que le impresionó fue la cuna junto a la cama. Se acercó, curioso, y vio un niño que se agitaba, con los ojos aún acuosos pero ya expresivos.
—Cójalo en brazos, si quiere, le gusta que le arrullen —dijo la mujer desde la cama.
Giacomo hizo lo que le decía aquella voz que la enfermedad había transformado casi en infantil. No estaba acostumbrado a sostener a un bebé en brazos y se sentía torpe y violento. Tenía la impresión de que el niño casi no pesaba nada.
—Levántele el gorrito, haga el favor, y mire.
Obedeció de nuevo, con la máxima delicadeza, y un escalofrío le recorrió la espalda. Se llevó el niño al pecho y cerró los ojos.
—Sí —dijo Elena con un hilo de voz—. Sabía que lo reconocería. Cuando le he visto ese mechón pelirrojo he comprendido quién era el padre. Sabía que le gustaría conocer al hijo de Giovanni. Sé cuánto lo quería y…
Elena tuvo un ataque de tos que le impidió acabar la frase. Giacomo besó delicadamente la frente del niño y volvió a meterlo en la cuna; luego se acercó a la cama.
—¿Sabe dónde está ahora?
Hablaba con una voz baja, suave, que no reflejaba ningún rencor.
—No, yo también querría saber dónde se encuentra, si está vivo y si aún me odia por todo lo que le he hecho. Y no sólo a él. —Elena le cogió la mano—. Quiero que me haga una promesa. Sé que es un hombre bueno y justo. Y sé también que no me merezco nada, pero ya estoy pagando. El niño me ha dado un motivo para vivir, y él mismo ahora me lo quita. Es justo.
—Haré todo lo posible.
—¡No me basta! —dijo, intentando erguirse, sin conseguirlo—. No es para mí, es para él.
—Lo prometo, sea lo que sea.
—Tiene que encontrar a Giovanni y, si está vivo, quiero que le dé a mi hijo, nuestro hijo. —Giacomo le cogió la mano y asintió—. Y si no estuviera vivo o no consiguiera encontrarlo, prométame que se ocupará de él. Esta mañana ha sido bautizado y se llama Giacomo, como usted.
¿Cuánto tiempo hacía que no lloraba? Pero mientras notaba cómo le corrían las lágrimas por las mejillas, sintió una nueva fuerza y una nueva esperanza que crecían en su interior.
—Giacomo —dijo, con la voz rota, pero lentamente— no crecerá sin un padre.
De Mola acercó el rostro al de ella: al apoyar delicadamente sus labios, notó que la frente de Elena estaba ardiendo. La mujer sonrió y pidió que le acercara el niño. Se lo apoyó delicadamente sobre el pecho y, mientras se acercaba, echó una última mirada a la madre y al neonato. Una esfera de fuego, quizás un meteoro, se reflejó en el cristal de la ventana. La Madre, la otra, estaba presente en aquella habitación.