Roma, el mismo día, sábado, 30 de diciembre de 1486
Quien se había encargado de pegar las páginas de aquel extraño libro titulado Ultimae Conclusiones Sive Theses Arcanae IC sabía lo que se hacía. Cristoforo seguía dándole vueltas al libro entre las manos, observando al mismo tiempo la solidez y la delicadeza del trabajo, una magnífica unión de contrarios, característica propia del espíritu de la alquimia, como saber unir la fuerza y la ligereza, el espíritu y la materia, el Bien y el Mal. No en balde el conde Della Mirandola era considerado un gran iniciado en el ambiente del que él formaba parte. Todos lo admiraban y envidiaban su profundísimo ingenio, que le permitía hacer las cosas más difíciles con una sencillez pasmosa. Sin embargo, por lo que se sabía nunca se había adentrado en el estudio de la magia, en el que, de habérselo propuesto, habría podido superar a los más grandes maestros, como Hermes Trismegisto, cuyo Corpus Hermeticum, la obra más importante de toda la alquimia, había traducido recientemente al latín su amigo Ficino. O como Nicolas Flamel, el que había conseguido descubrir el misterio de la Piedra Filosofal y transformar el plomo en oro. Si, la Opus Alchemicus tenía bien pocos secretos que revelarle al tal Mirandola.
En la sala que había puesto a su disposición su padre, llena no sólo de textos mágicos y prohibidos, sino también de alambiques, colas, disolventes, polvos de todo tipo, piedras, ampollas, mecheros y todos los preparados químicos conocidos, Cristoforo reflexionaba sobre las misteriosas vías del destino, que en otro tiempo habría llamado de la Providencia. Siempre había esperado encontrarse, antes o después, con Giovanni Pico, al que consideraba un maestro, y ahora había sido llamado a desvelar un misterio que tenía que ver precisamente con él. Además, por el Papa en persona, del que era hijo mayor, aunque sólo fuera debido a un pecado de juventud, eso lo sabía bien. Sabía también que por los pasillos del Vaticano se le llamaba el bastardo secreto o, en el mejor de los casos, el sobrino lejano. Como si Franceschetto, Teodorina o sus otros hermanastros y hermanastras —¿cuántos eran? ¿Seis? ¿Siete? ¿Ocho? ¿Diez? ¿O más?— fueran hijos legítimos. Pero aquello ya no tenía mayor importancia. Ahora él tenía un enorme poder sobre ellos. Su padre le había escogido como depositario de un secreto de unas dimensiones aún desconocidas, pero sin duda grande. Y eso gracias a sus conocimientos de alquimia, a la Gran Obra, de la que estaba impregnado aquel laboratorio. Vituperada y condenada por la Iglesia, pero bendecida por el Santo Padre, su padre.
Cristoforo sonrió, pensando en el excelente trabajo del conde. Aquellos folios estaban hechos de una pasta especial, fuerte y delicada al mismo tiempo, compuesta de fibras de cáñamo y morera, y mezclada con alumbre y cola. Una vez secados, después de haber escrito en ellos, el conde había vuelto a humedecerlos, añadiendo de nuevo alumbre y cola. De aquel modo los había unido en un bloque compacto e impecable, creando un único volumen, una especie de ladrillo de papel, con un método conocido únicamente por los alquimistas árabes. Sin saber qué tipo de folios había usado y sin conocer el procedimiento preciso, cualquier intento de abrir las páginas sería vano, y el único resultado sería el de estropear para siempre el manuscrito. Así pues, para conseguir separar aquellas hojas, Cristoforo recurrió precisamente a la vía islámica, a la alquimia húmeda, la que permitía la creación de los elixires y las quintaesencias.
Todo aquello en la corte del Papa, en el centro de la cristiandad; qué ironía.
Usando alambiques y la técnica del baño de María, la hermana de Moisés, Cristoforo había buscado la esencia vaporosa del aceite de espliego, de la sandáraca y de la terpentina, obtenida con pieles de naranja. El primero era un potente disolvente, mientras que los otros tenían la función de proteger tanto las hojas como lo escrito en ellas. Ya estaba llegando al final, aplicando una ligerísima pátina de esencia de aloe vera sobre las hojas: su poder fijador y cicatrizante, conocido en los más antiguos textos herméticos desde el antiguo Egipto, dejaría aquellas páginas duras para la eternidad, vulnerables sólo a la espada y al fuego.
Pero su padre aún no sabía nada: para Cristoforo, disponer de unos días para poder leer aquellas páginas era una ocasión única para comprender mejor la manera de pensar de Giovanni Pico y, sobre todo, para comprender el motivo del interés y la atracción que ejercían sobre el Papa. Su única posibilidad era leerlas primero, porque no tendría tiempo de copiarlas y, en cualquier caso, si le encontraran con ellas, corría el riesgo de acabar colgando en una de las jaulas de Castel Sant’Angelo para que los cuervos le picotearan los ojos.
Durante un día y una noche, las hojas pasaron lentamente, una por una, ante sus ojos. Y a medida que procedía a su lectura, sentía crecer en él el inmenso poder de la sabiduría, hasta que tuvo la impresión de que se había materializado en sus manos la llave que abriría la puerta a todos sus sueños. Ya nadie podría pararle los pies. Ni reyes ni papas podrían detenerlo: lo que ahora sabía valía más que el tesoro de toda España. Realmente tenía razón Mirandola al llamarlas «tesis arcanas y secretas», y motivo para protegerlas. Cuando volviera a Génova y transcribiera los elementos fundamentales, aquellas páginas se convertirían en el salvoconducto para la empresa que lo consagraría en los siglos venideros. Pero hasta aquel momento su vida estaría en grave peligro; su padre sin duda mandaría que lo mataran. Él, en su lugar, habría hecho lo mismo.