Prato, miércoles, 27 de octubre de 1938
La voz de Benito Mussolini seguía graznando desde la radio.
«¡Camaradas! Es inútil que los diplomáticos sigan esforzándose por salvar Versalles. La Europa que se construyó en Versalles, en gran parte con una colosal ignorancia de la geografía y de la historia, esa Europa, agoniza. Su suerte se decide esta semana. Y esta semana puede surgir la nueva Europa: la Europa de la justicia para todos y de la reconciliación entre los pueblos. ¡Camisas Negras! Nosotros estamos a favor de esta nueva Europa».
El clamor de los aplausos parecía no acabar nunca, y Colmillo aprovechó para ir a buscar un vaso de vino. Cuando volvió al aparato, la ovación por el discurso aún continuaba. Por fin acabó y el pajarito de la radio indicó el cambio de programa.
«Escuchen ahora un gran éxito italiano, Tornerai, del maestro Dino Olivieri, cantado por Galliano Masini».
Colmillo bajó el volumen; no soportaba las canciones edulcoradas. Se rascó la cabeza y volvió a la cocina, donde Mordisco estaba dibujando. Aquel oso era incapaz de mantener una conversación, pero cuando apoyaba el lápiz sobre el papel era capaz de hacer dibujos de tal belleza que parecían fotografías.
—¿Qué estás haciendo?
Mordisco le sonrió como un niño orgulloso ante la maestra.
—Esta casa, con todos los árboles alrededor, el coche y la calle. Y aquí, tras la ventana, estás tú, mirando.
—Déjame ver.
Sí, era él mismo, aquella figura tras la ventana que parecía observar la mano que pintaba. Con su rostro afilado y la melena rubia, que había conseguido recrear de un modo increíble con apenas dos rayas de aquel lápiz negro.
—Eres un artista.
—Gracias —respondió Mordisco, retomando el dibujo.
Colmillo no sabía qué decir. Quería hablar, distraerse, pero con Mordisco era una ardua empresa.
—Ese discurso de Mussolini yo ya lo he oído. Yo creo que es de hace un tiempo.
—Mussolini es muy bueno, me ha permitido estudiar —dijo Mordisco, sin levantar la mirada de la hoja.
—Claro que es bueno; no le criticaba a él. Lo decía por decir. Sólo que me estoy cansando. Hace una semana que tenemos aquí a ese tipo, y no me gusta.
—Son seis días.
—Bueno sí, una semana, seis días, lo mismo da. ¿Por qué no se decide de una vez Zugel a decirnos qué tenemos que hacer con él?
—A lo mejor no lo sabe ni él.
—Desde luego, me eres de gran ayuda. Yo estoy a punto de echarlo a la calle.
—Como tú quieras. Si te hace falta, te echo una mano.
—Claro que tienes que ayudarme. ¿Qué te crees? ¿Que puedo hacerlo yo solo? ¡Calla! Vuelve a hablar el Duce.
Colmillo corrió de nuevo al salón y quiso subir el volumen, pero no pudo. Intentó sintonizar mejor, pero parecía que el problema dependía de la radio. Después de dos porrazos bien asestados en los lados, oyó por fin la voz del jefe del fascismo, pero ya estaba en las frases finales.
«Nosotros no tenemos que hacer una alianza puramente defensiva. Sería inútil, porque nadie piensa en atacar a los estados totalitarios. Lo que queremos hacer es una alianza para cambiar el mapa geográfico del mundo».
Más aplausos: esta vez apagó la radio.
—No entiendo nada: primero habla de paz y ahora de cambiar la geografía del mundo.
—A mí se me daba bien la geografía.
Colmillo miró a su compañero y sacudió la cabeza. Era fuerte como un caballo de tiro, pero razonaba exactamente como aquel mismo animal. Intentó provocarlo.
—Venga, Mordisco, dibújame una mujer desnuda.
Mordisco se ruborizó hasta la raíz de los pelos que no tenía.
—No, una mujer desnuda no.
—Entonces enséñame cómo mueves las orejas.
Unos meses atrás habían ido al cine a ver una película cómica del Gordo y el Flaco. Al salir, Mordisco le había enseñado que él también podía mover las orejas como el Flaco. Mordisco sonrió y movió las orejas de nuevo.
—Fenómeno —le dijo Colmillo.
Pero ya estaba aburrido y decidió ir a echar un vistazo al prisionero. Cogió la pistola y bajó al sótano. Volpe estaba atado, y no parecía un tipo que pudiera intentar atacar por sorpresa, pero la prudencia nunca estaba de más. Si quería hacer carrera en la OVRA debía demostrar su fiabilidad, y cometer un error con los camaradas alemanes habría acabado con cualquier posibilidad. Giró el interruptor y una bombilla colgada del techo por un cable emitió una débil luz.
—¡Eh, tú, ponte en pie!
Giovanni Volpe estaba encadenado a una barra de hierro de la pared. Las gruesas cadenas apenas le permitían estar tumbado en un viejo colchón comido por los ratones. No se movió.
—¡Eh, tú, te he dicho que te pongas en pie!
La voz que le respondió era del todo indiferente a sus amenazas.
—Y si no, ¿qué haces? ¿Me matas?
Colmillo mantuvo la distancia de rigor.
—Sólo vengo a comprobar que aún estás vivo. No me toca a mí decidir.
—Claro. Tú eres el ejecutor, el lacayo del gran camarada. ¿Cómo le saludabas? Ah, sí, «¡a sus órdenes, herr Zugel!».
Giovanni extendió el brazo derecho imitando el saludo nazi y haciendo que la cadena tintineara. Colmillo sintió que se encendía de la rabia y apretó la pistola con la mano. En aquel momento sucedió algo totalmente imprevisto. Giovanni se levantó de golpe y se lanzó contra él, aun sabiendo que estaba demasiado lejos para llegar a golpearlo. Colmillo, asustado, disparó, dándole en pleno pecho. Giovanni gritó, pero no de dolor. El suyo era un grito de victoria, como si hubiera ganado su última batalla. Después la cabeza se le vino abajo y el cuerpo se le estremeció. Colmillo volvió a disparar, esta vez dándole en la cabeza. Entre el cabello pelirrojo apareció una mancha de color granate. La pequeña calibre 22 le había perforado el cráneo, pero sin reventarlo. Colmillo dio un paso atrás, se giró y subió corriendo las escaleras. Le faltaba el aliento y estaba temblando.
Mordisco lo vio, pero no dijo nada y siguió dibujando.
—Mordisco, escucha —dijo, hablando a trompicones—, he hecho una gilipollez. He matado a Volpe, pero no lo he hecho aposta.
—Has hecho mal. Tenías que esperar la orden de Zugel. Luego lo habríamos hecho juntos.
Le respondió sin levantar la cabeza del dibujo, como si la cosa no fuera con él.
—¡Por Dios, Mordisco! ¡Eso ya lo sé yo! Ahora tenemos que desembarazarnos del cadáver. Tenemos que arreglárnoslas para que nadie lo encuentre.
—¿Qué le diremos a Zugel?
—¡No lo sé! ¡Sólo sé que nadie debe encontrarlo, nunca!
—¿Estás seguro de que está muerto?
Colmillo volvió a ver la mancha oscura entre el cabello.
—¡Estoy seguro, maldición! ¿Dónde podemos llevarlo?
—¿Por qué hay que llevárselo? Podemos enterrarlo en el sótano.
En todo aquel tiempo Mordisco no había dejado de dibujar. Pero aquel cerebro equino suyo había acertado de pleno.
—Eres un genio, Mordisco.
—Sólo quiero ayudarte. Total, ya casi he acabado el dibujo. Mira, he dibujado también el sótano con ese tipo dentro. ¿Te gusta?
Colmillo miró, horrorizado, la precisión con la que había dibujado a Volpe encadenado. Con el claroscuro había conseguido incluso reproducir el rojo de su cabello. Le arrancó la hoja de las manos y la rompió en pedazos.
—Mi dibujo…
Mordisco miró los trocitos de papel desperdigados sobre la mesa y por el suelo y cambió de expresión. Su mirada perdida pasó de una profunda tristeza a un odio igual de intenso.
—Eso no tenías que haberlo hecho —dijo, con una voz átona.
—¡Animal estúpido! ¡Piensa qué habría pasado si alguien llega a encontrar tu dibujo! ¡Deja eso y ven a echarme una mano!
—Eso no tenías que haberlo hecho —repitió Mordisco, levantándose de la silla y acercándosele con aire amenazador.
—Pero ¿qué haces, bestia sin cerebro? ¡Baja las manos!
Era demasiado tarde: como dos tenazas, las manos de Mordisco le rodearon la garganta. Colmillo intentó gritar, pero la presión lo dejó sin respiración. Vio la mirada extraviada en los ojos de Mordisco y comprendió que no tenía elección. Apoyó el cañón de la Beretta sobre la barriga de su compañero y le descargó las últimas balas. Aún tenía los dedos apretados en torno al cuello y sintió que estaba a punto de perder el sentido. Después la presión disminuyó y Mordisco cayó de espaldas con una expresión de estupor en el rostro.
Colmillo se recuperó y, tosiendo y trastabillando, salió de la casa. Miró alrededor, pero no vio a nadie. Entró en el coche, giró la llave y tiró de la palanca de arranque. El motor respondió enseguida y el Balilla se puso en marcha por la calle de tierra, levantando una nube de polvo. Una curva sin visibilidad le obligó a reducir la marcha y así evitó acabar estampado en un carro tirado por un buey. El campesino recogió la paja seca caída por el suelo. Colmillo hizo sonar repetidamente el claxon, pero el otro hizo caso omiso. Entonces abrió la ventanilla y le apuntó con la pistola, obligándole a apartar el carro a un lado de la calle. El coche salió de allí como un cohete, pero el campesino tuvo tiempo de reconocer en la matrícula la palabra Roma y leyó los cinco números siguientes. Los conocía bien, le servían para hacer cuentas. Siguió el coche con la mirada hasta que desapareció tras una curva; luego se giró y escupió al suelo.