De camino a París, desde el lunes, 13 de agosto de 1487
El conde Della Mirandola no tardó en darse cuenta de la valía de Valdo y Dado Centesi, los dos hermanos boloñeses que Ferruccio había contratado para que le acompañaran a París. En Sarzana, primera posta del camino, insistieron amablemente en que cambiara su corcel por un palafrén más robusto. Aunque no fuera tan rápido, su contoneo le permitía un trote más cómodo y continuo, con lo que podían recorrer mayores distancias. Utilizando caminos y senderos secundarios, llegaron al valle de Fontana Buona al caer la tarde. Tomaron una comida frugal en una posada y, antes de dormir, a la luz de una antorcha, se ejercitaron durante más de media hora en el arte de la espada.
—Somos alumnos de Filippo Vadi —dijeron con orgullo— y nuestro maestro siempre nos decía que no dejáramos pasar un día sin entrenarnos.
Dejaron atrás Génova por las montañas por petición de Giovanni, que quería evitar las tierras de los Cybo, y se dirigieron hacia Albenga. Desde allí irían hacia Cuneo, en territorio de los Saboya. Era la ruta más segura, que ellos dos ya habían recorrido otras veces al servicio de nobles y comerciantes. El conde tenía con ellos un trato amable y reservado, pero el segundo día, impulsado por la curiosidad, quiso preguntarle por el origen de sus nombres al que parecía el mayor.
—Nuestro padre ordeñaba vacas en Bolonia y era religioso, a su modo. Me llamó a mí Valdo por un monje que, según decía en secreto, era santo. Pero cuando nuestra madre murió de parto un año después, quiso llamar a mi hermano Dado en recuerdo de la mala fortuna. Decía que con el tiempo la suerte cambiaría, como en el juego de los dados.
—Era más filósofo que ordeñador de vacas —observó el conde.
—Si hubiera sido filósofo —intervino Dado espoleando a su caballo y pasando al frente— no habría muerto ahorcado.
Pasaron la noche en la Cartuja de Casotto, donde los frailes se mostraron encantados de dar cobijo a unos caballeros que pudieran pagarlo. Durante el sueño, que le invadió enseguida, Giovanni vio, por primera vez tras mucho tiempo, su esfera de fuego. Pero esta vez se mantuvo en silencio, y al despertarse tuvo un triste presentimiento. París aún estaba lejos, y rogó a la Madre para que protegiera a Ferruccio y Leonora y para que acogiera a Margherita en su seno.
A mediodía atravesaron las murallas de Cuneo, y en el Campo di Marte se encontraron con una gran feria. Había puestos de jarras y de telas, de armas y de jaeces para caballos y bueyes, y todo tipo de apero para trabajar la tierra. Montones de niños se divertían agarrándose a unos barriles y haciéndolos rodar, mientras otros jugaban con aros y bastones. En cada esquina, panaderos y pasteleros declamaban en voz alta la calidad de sus productos, así como los vinateros, que ofrecían catas gratuitas. Saltimbanquis y malabaristas mostraban sus habilidades caminando sobre caballetes de madera o haciendo juegos de habilidad con bolas de madera y bolos que lanzaban al aire.
Giovanni y los dos escuderos bajaron de los caballos y los ataron junto a los otros: un enano todo vestido de rojo y con un sombrero emplumado se ofreció a vigilarlos. A un lado de la catedral, una compañía ambulante había preparado un espectáculo, y a su alrededor se había formado un denso corrillo. Atraídos por las risas, se acercaron y comprendieron el motivo de tanta diversión. Los dos actores principales representaban, respectivamente, al joven rey de Francia y al papa Inocencio. Otro comediante, vestido de mujer, entraba y salía del escenario improvisado corriendo entre los dos, que intentaban en vano atraparlo. Al final, el que iba vestido de Papa consiguió echarle la mano y, después de darle una patada al rey, le levantó el vestido, le bajó los calzones y se puso a darle por culo ante la vista de todos. A Giovanni, más asombrado que divertido, se le acercó un hombre.
—No sois de por aquí, ¿no es cierto?
Giovanni se puso inmediatamente a la defensiva.
—No, señor, venimos de Florencia.
—¡Entonces es por eso que ponéis esa cara! En Florencia vuestro querido fraile Savonarola ya habría llevado a estos bufones a la horca.
—Puede ser, aunque desde tiempos de Carlomagno los juglares pueden permitirse reírse de los soberanos sin temer por su vida.
—Estoy de acuerdo con vos; así tendría que ser. Y además se celebra la Dormición de María, cuando su alma encontró la paz, y vos sabéis que, cuando el gato duerme, los ratones, tal como se ve por aquí, bailan y se divierten a lo grande.
—Es un placer conoceros, señor —dijo el conde Della Mirandola, que empezaba a disfrutar de aquella conversación—. Soy Giovanni Leone, al servicio de los señores de Florencia.
Usó el nombre falso que había usado la primera vez que había huido de Roma porque le pareció de buen auspicio.
—Moses Albo. Ha sido un placer conoceros.
Giovanni se quedó perplejo un momento, y el hombre se dio cuenta.
—Sí —dijo—, soy judío. ¿La cosa os incomoda?
—En absoluto, tengo muchos amigos entre vuestra gente.
—Yo espero hacer amigos nuevos en esta tierra. Mi padre, que era rabino, decidió abandonar España cuando yo era un niño. Le odié por ello, pero actualmente creo que le debo la vida.
—Esperemos que la cosa siga así.
—Los Saboya son muy tolerantes en cuanto a religión y raza, y también sus aliados franceses.
Valdo se acercó a los dos y susurró algo muy bajo.
—Tenemos que seguir; nos espera un duro camino.
Giovanni le tendió la mano al hombre que se había presentado con su verdadero nombre.
—Sois un hombre recto —le dijo—. Shalom, Moses.
—Shalom, messer Leone. Estoy seguro que vos también.
Entraron en territorio de los marqueses de Saluzzo sin ningún problema; tras unos años de guerra, entre éstos y los duques de Saboya reinaba una paz tensa, preparada y orquestada por Francia, que los quería a ambos como aliados. Aunque de momento la regente Ana —que gobernaba en nombre del rey de Francia sin haber alcanzado aún la mayoría de edad— no mostraba ningún interés por Italia, aquellos territorios eran la puerta por la que podrían pasar los franceses, si las circunstancias lo permitían.
A media tarde, tras una larga ascensión que puso a prueba a los palafrenes, llegaron a un pueblecito atravesado por el río Po. El valle, rodeado de antiguos montes de perfil suavizado por el tiempo, se cerraba en una escarpadura. Pasaron junto a una cantera de mármol blanquísimo y encontraron hospitalidad en la posta de Ghisola.
—Ése es nuestro objetivo —dijo Valdo, señalando una montaña de rocas grises—. Hay un túnel, poco conocido, que nos permitirá ganar mucho tiempo y evitar encuentros desagradables. Circulan por la zona los soldados desperdigados que dejaron las guerras del marquesado. Ahora que ya no tienen paga, asaltan a cualquiera que pase la frontera. Pero nosotros pasaremos por allí, por el Hoyo de Viso.
—A ver si no acabamos en el otro hoyo —dijo Dado.
Valdo le echó una mirada de reojo y Dado se alejó, pero con una amplia sonrisa en el rostro.
—Perdónelo, conde; es un poco más joven que yo, pero a veces me da la impresión de que le hago de padre.
—No tengo nada que perdonarle; al contrario, tengo que darle las gracias si a veces, con sus bromas, consigue incluso elevarme el ánimo. ¡Dado, espérame! —le gritó—; tengo que contarte algo a propósito de ese hoyo del que hablas tú. Son los versos de un poeta toscano.
Dado se detuvo, sorprendido ante aquella confianza, y volvió sobre sus pasos.
—Se trata de los diablos del Infierno que saludan a su maestro. Escucha: «Por el lado izquierdo dieron vuelta; pero antes cada uno había apretado la lengua con los dientes, como seña a su duca; y éste había hecho del culo una trompeta». ¿Conoces estos versos?
Dado prorrumpió en una franca carcajada.
—No, conde, no conozco esos versos, pero quien los haya escrito realmente es un poeta. ¿Sabéis? —dijo, sin dejar de reír—, esos diablos me recuerdan a mis compañeros de armas. Cuando descansábamos en los barracones había alguno que se tiraba unos pedos tan fuertes que parecían tiros de bombarda. Y si se les ponía detrás una antorcha, por mi alma que lanzaban unas llamas del Infierno por ese agujero. Con su permiso, conde.
Valdo sacudió la cabeza y llevó los caballos al establo, para ocuparse personalmente de que descansaran. El día siguiente sería largo y lleno de dificultades y peligros. El hombre podía llegar a perdonar, pero la montaña no.
Maldita borrachera y maldita sidra de Livorno. Franceschetto no despertó hasta la tarde siguiente, y fue a causa de lo que, en el sueño, interpretó como el bufido de un caballo. Pero se trataba de un ronquido más fuerte que el resto, obra de una mujer, gorda como una cerda, que dormía en su cama. Se alejó en silencio, bajó las escaleras y se encontró en un tugurio asqueroso que apestaba a vómito y excrementos, más aún que la habitación de la que salía. Allí encontró a alguno de los suyos, los despertó a bofetones y les ordenó partir inmediatamente.
Entonces cayó en la cuenta de que había pasado un día entero en un estado de total inconsciencia. Su rabia aumentó aún más y decidió partir de todos modos. Ya dormirían más adelante, en alguna posta por el camino a París. Ahora el conde les llevaba más de un día de ventaja.