De camino a Suiza, sábado, 16 de octubre de 1938
La locomotora Fiat blanca y roja había salido a las 14.53 de la estación de Milán, cumpliendo el horario a rajatabla. La absoluta sincronía entre llegadas y salidas era uno de los mayores orgullos del régimen. Poco les importaba a los viajeros que el personal de a bordo y los maquinistas respondieran personalmente de eventuales retrasos con multas y sanciones que llegaban hasta el despido. Giacomo de Mola, en cambio, lo sabía bien, y disculpó de buen grado las prisas con las que el revisor le pidió que le enseñara el billete. Era un hijo del pueblo, no mayor que él, que ejercía su autoridad sobre los afortunados pasajeros de primera clase sin obtener ninguna satisfacción por ello. Pero la cartuchera que llevaba al costado del viejo uniforme ferroviario sólo iba llena de monedas con las que daba cambio y que mostraba, como él, los implacables rastros del tiempo.
El tren, que se dirigía a Lugano, traqueteaba entre los matojos secos y los árboles que perdían las hojas a su paso, en un remolino de colores y movimientos. Frenaba ligeramente en las largas curvas, para luego recuperar la velocidad con decisión en las rectas.
En la estación de Chiasso se detuvo: Giacomo sabía que se trataría de una pausa larga. Los controles fronterizos se habían vuelto cada vez más intensos. Suiza era, junto con Francia, el país más acogedor para los perseguidos por razones políticas, pero ya estaba cediendo a las presiones alemanas. Las autoridades suizas de fronteras estampaban una J de Jude, judío, en los documentos de viaje de cualquier sospechoso de pertenecer a la raza hebrea, para que fuera devuelto a su país de origen. Para los que venían de Austria o de Alemania, aquella marca significaba una condena a muerte.
Giacomo preparó su pasaporte y el documento de identidad, no sin aprensión, auque no tenía dudas sobre la perfección de los documentos y la absoluta respetabilidad de su nombre. En Milán había tenido varios días para preparar su nueva personalidad: Giacomo de Martini, de profesión industrial, como decían los nuevos documentos. Su traje cruzado de vicuña denotaba su riqueza, al igual que los zapatos negros de cuero con hebilla, los calcetines de seda del mismo color y la clásica corbata de Eugenio Marinella, una profusión de color y de anticonformismo a la inglesa. De hecho, Marinella era el proveedor oficial de corbatas de la odiada realeza de la Pérfida Albión, como llamaban cada vez con más frecuencia a Inglaterra en la EIAR. Es más, aquella corbata, que ningún jerarca —pero tampoco ningún industrial fiel al régimen— se habría puesto, confería a su disfraz un toque de realismo, como una nota levemente desafinada en un concierto en directo. La perfección, para serlo, requiere alguna impureza, o corre el riesgo de demostrar su falsedad.
La locomotora roja de las Líneas Férreas Suizas ya había enganchado los vagones italianos, pero los controles iban para largo. De Mola vio una pareja con un niño a los que hicieron bajar: unos tipos de paisano metieron a la fuerza al hombre en un Lancia Augusta negro, mientras la mujer gritaba. El sombrero del hombre cayó rodando a través de la puerta aún abierta, mientras el coche ya estaba en marcha, levantando una nube de polvo. Con el niño en brazos, la mujer fue a recoger el sombrero y se lo metió bajo el abrigo. Los militares uniformados no intervinieron; la policía secreta ya había hecho bastante.
El pasaporte de Giacomo de Martini fue controlado escrupulosamente por un hombrecito bajo, con el pelo peinado de un extremo al otro del cráneo, para tapar una calva cubierta de unas manchas de color fresa. Los ojos se le veían enormes tras las gruesas gafas, y con sus labios carnosos sonreía sin cesar. Quizá fuera una técnica que usaba con todos, para dejar claro que a él no se la podían colar. Giacomo le sostuvo la mirada serenamente, casi con indiferencia.
—¿Dottor De Martini? —dijo el hombrecillo.
—Dígame —respondió De Mola sin inmutarse, haciendo gala de una falsa cortesía.
—¿Puede decirme adónde se dirige?
—A Lugano.
—¿Por negocios o por placer?
—Espero que ambos —dijo, con aire de hombre de mundo.
—¿Podemos echar un vistazo a su equipaje, por favor?
Su tono de voz era amable, pero no era una pregunta que admitiera una negativa.
—Por supuesto.
De Mola siguió leyendo con aire aburrido, mientras repasaba mentalmente a toda velocidad lo que llevaba en la maleta, valorando la posibilidad de que hubiera algo que hubiera podido hacer sospechar al diligente funcionario. Pero todo era legítimo y coherente con su nueva identidad: camisas de recambio con las iniciales bordadas, ropa interior elegante, la cartilla de un banco suizo. Desde luego no lo importunarían por tráfico ilegal de divisas. Para un industrial italiano poseer bienes en el extranjero era casi una obligación. Hasta el rey de Italia custodiaba sus tesoros en el Banco de Inglaterra, en sólidas libras esterlinas. El soldado que acompañaba al hombrecillo se interpuso entre él y la maleta. De Mola sólo pudo ver las pequeñas manos del hombre de gafas, sudadas y nerviosas, introduciéndose entre sus cosas íntimas y privadas. Antes de volver a ponerse aquella ropa la lavaría toda.
Volvieron a cerrar la maleta y el hombrecillo le hizo una ligera reverencia, haciendo sonar ridículamente los tacones.
—Le deseo una feliz estancia —dijo, y a De Mola le pareció casi como si simulara un saludo romano. Pero quizá la palma levantada de la mano derecha no era más que un gesto para pedir excusas.
En cuanto pasó la lengua de tierra que divide el lago en dos entre Bissone y Melide, Giacomo se preparó para bajar. Llevaba consigo únicamente una bolsa negra de napa y una maleta de piel clara, ese toque de elegancia que un industrial podía y debía permitirse. Pero en aquel escaso equipaje llevaba los últimos treinta años de su vida.
Lugano parecía desierta y no le costó encontrar un taxi que le llevara a Villa Principe Leopoldo. No había reservado por prudencia pero, en aquella temporada y con aquellos precios prohibitivos, no tuvo ningún problema para alquilar una habitación para todo el mes. Salió a la terraza, desde donde se veía el brazo oriental del lago, hacia Italia. Respiró unos minutos el aire cargado de humedad y luego volvió a entrar en la habitación y pidió a la operadora que le pusiera con un número de Italia. Tras una breve pausa el teléfono sonó. Esperó a que la llamada fuera desviada.
—Omega en la base —dijo, y colgó. Luego puso unos papeles en la caja fuerte, junto a la cartilla del banco y el efectivo, y se tendió en la cama, agotado. Ahora sólo quedaba esperar al lunes por la mañana; si no había nuevos obstáculos iría a buscar el libro a la Società di Banca Svizzera.