Roma, viernes, 23 de febrero de 1487

Heinrich Kramer caminaba con los brazos cruzados adelante y atrás por la antecámara del estudio del Papa. Llevaba puestas la túnica y el escapulario blanco de la orden de los dominicos. Era alto y delgado, con una prominente nariz aguileña que sobresalía de la capucha negra, y parecía un hurón dispuesto a olisquear el peligro o a atacar a su presa. Jacob Sprenger, en cambio, estaba sentado con aire compungido, y seguía en silencio las idas y venidas de su maestro. En las rodillas tenía apoyado un pesado volumen encuadernado en cuero amarillo con cuatro nervios en el lomo. De vez en cuando se rascaba el sayo, quitando alguna mota de polvo inexistente.

El cardenal camarlengo Riario Sansoni los observaba a los dos, sentado a una mesa cubierta de hojas, sellos, plumas y tinteros que le daban un aire de eficiencia y seriedad. En realidad el cardenal Borgia, que últimamente se había convertido en la compañía más asidua del Papa, le había ordenado que observara bien el comportamiento de los dos frailes y que le informara inmediatamente de cualquier actitud sospechosa. Aparte del hecho de que el español no tenía ninguna autoridad para darle ningún tipo de orden, ¿qué podían tener de sospechoso dos dominicos alemanes que habían hecho grandes esfuerzos para llegar lo antes posible a Roma? De todos modos, había asegurado al Borgia que no los perdería de vista ni un momento, y era precisamente lo que llevaba haciendo desde hacía más de dos horas.

Estaba llegando el mediodía y con él el hambre: curiosamente, la llegada de la Cuaresma, con la obligación del ayuno, despertaba más aún el apetito. La puerta del estudio del Papa se abrió y Heinrich Kramer se giró de golpe, mucho antes de que Sansoni oyera cómo le llamaban por su nombre. El camarlengo esbozó una sonrisa al alto fraile y se precipitó al interior del estudio, cerrando perfectamente la puerta a sus espaldas.

—¿Cuánto tiempo hace que esperan? —le preguntó el Borgia.

—Hace más de dos horas, Eminencia.

—¿Habéis notado algo raro?

—Kramer pasea, mientras que Sprenger está sentado todo el rato.

El español hizo un elocuente gesto con las manos, invitándole a que se fuera.

—Hacedles pasar, y cerrad bien la puerta. Nadie tiene permiso para entrar.

«Otra orden. Así será, cardenal, así será. Pero si un día necesitáis mi apoyo o mi voto, tendréis que aprender a respetarme», pensó el camarlengo.

Los dos dominicos entraron con la cabeza baja, Kramer con los brazos dentro de las mangas y Sprenger sosteniendo el gran libro como si estuviera entregando un cojín con las llaves de la ciudad. Ambos se arrodillaron ante el papa Inocencio VIII y el cardenal Borgia, sentado a su lado, en una posición ligeramente más baja.

—Hijos míos —dijo el Papa—, ¿qué noticias me traéis de Alemania?

—Santidad —dijo Heinrich Kramer—, Eminencia. Solicitamos vuestra bendición para que nuestras palabras reciban la inspiración de quien escucha y observa cada uno de nuestros actos.

—Bien pensado, hijo —respondió el Papa—. No es algo habitual poder contar con una doble bendición, del Papa y de un cardenal. Ego vos benedico in nomine Patris, Filii et Spiritus Sancti.

—También la absolución, Padre.

Ego vos absolvo et coetera. ¿Puedo pediros ahora noticias de Alemania o tenéis alguna otra petición?

Sin alterarse mínimamente, Heinrich Kramer se quitó la capucha y quedó con la cabeza al descubierto. El Borgia observó su testa puntiaguda y la minúscula tonsura en lo alto, que parecía el nido de un mirlo. «Merlo —pensó—. En italiano es merlo». Debía habituarse a hablar en la lengua de Roma.

Mala tempora currunt. El emperador Maximiliano no muestra el debido respeto por el cargo de Rey de los Romanos que ostenta gracias a Dios y a vos, Santidad. Desde que ha quedado viudo de la santa María, lleva una vida disoluta, y sus barones fomentan revueltas contra la Santa Iglesia Romana. La herejía se extiende y, como la peste, infecta con sus bubones hasta a las almas más cándidas. Haría falta la espada del arcángel Gabriel para que purificara con el fuego sagrado las tierras donde reina la lujuria, el vicio y donde cada día Cristo nuestro Señor es crucificado con pensamientos, palabras y obras sugeridas por el Maligno.

—Un cuadro reconfortante —dijo, entre dientes, el cardenal Borgia.

—Interesante. Cuéntame más, hijo mío —prosiguió el Papa—. ¿Es cierto, pues, que en Alemania muchas mujeres se entregan al congreso carnal con el demonio?

Al dominico se le iluminaron los ojos, y sin solicitar autorización ninguna se puso en pie, ante la mirada preocupada de su hermano de congregación. Alzó el brazo derecho al cielo, con el índice apuntando hacia arriba, mientras con el izquierdo señalaba el libro que fray Sprenger había apoyado en el suelo.

—¡Ignominioso refugio de Satanás, caldero putrefacto de toda maldad, carne fétida y compañía mortífera! Ésta es la mujer, cuya propia lujuria la convierte en fácil presa de demonios y espíritus malvados. Aparte nuestras castas santas y la santísima Virgen, naturalmente.

—Naturalmente —ratificó el Borgia.

—Dame el libro, Jacob —prosiguió Kramer, cogiendo el pesado tomo de manos de su compañero, que seguía en silencio—. Aquí tenéis, Santidad, el remedio con el que intentamos hacer frente al apocalipsis de la depravación, el Malleus Maleficarum, el libro que me ha inspirado vuestra santa bula Summis desiderantes affectibus. Es pesado, como el mazo que debería abatirse sobre todas las brujas, que no tienen miedo ni a las llamas del Infierno, porque en sus aquelarres bailan en el fuego y en el…

—Sí, sí, está bien, hermano, hemos comprendido —le interrumpió el Borgia, que no conseguía imaginarse las suaves gracias de su Giulia como tentáculos de Satanás.

—¿Puedo añadir una última consideración? —añadió, vehemente, Heinrich Kramer, mientras Jacob le tiraba en vano de la túnica.

—Se te concede —suspiró el Papa.

—Dios ha tenido a bien hacerme una revelación que, junto a vuestra Santa Bula, hemos incluido en el libro. Me ha desvelado el significado de la palabra «fémina». Procede de fe y de minus. ¿Comprendéis? ¡Las mujeres tienen menos fe! Y con su inferior intelecto es más fácil que cedan a las tentaciones de Satanás.

—Muy bien, querido hermano. Y todo eso está escrito en vuestro Malleus Maleficorum, ¿no es cierto?

Maleficarum, Santidad, Maleficarum. Porque el maleficio es femenino.

—Así sea. Ahora escuchadme bien. En el nombre de Dios, vos haréis imprimir el libro y lo distribuiréis por toda Alemania a vuestros hermanos de cofradía. Nosotros queremos que las brujas de Satanás sean aniquiladas, allá donde se escondan, entre las viejas y las jóvenes, entre las esposas y las monjas, no importa. ¿Nos hemos explicado?

El Papa se los quedó mirando fijamente, esperando una respuesta de ambos.

—Sí, padre nuestro —dijo Heinrich Kramer con los ojos desorbitados.

—Sí, Santidad —balbució Jacob Sprenger.

—Ambos —profirió el cardenal Borgia— sois nombrados en este momento inquisidores generales para todos los territorios de lengua alemana, y ejerceréis vuestra autoridad en nombre del Papa. Ningún obispo, ningún príncipe tendrá el poder de poneros obstáculos. Reclutad a otros hermanos vuestros, instruidles en lo necesario, pero queremos resultados, queremos que en cada ciudad y en cada pueblo no quede una mujer que no tema la persecución. Sed caritativos, pero inflexibles. Mostraos justos, pero decididos a extirpar el demonio de sus almas. ¡Sólo así podrán salvarse! Y otra cosa, hermano Kramer.

—Eminencia —dijo éste, inclinándose.

—Procurad que no os pillen más con las manos en la masa.

—¿Cómo, Eminencia?

Jacob Sprenger se tapó la cara con una mano, mientras su hermano empezaba a sudar.

—En Alemania os conocen como el institor, el vendedor ambulante de indulgencias. Dejad esas tonterías. Si hacéis bien vuestro trabajo, os donaremos a cada uno una abadía de las ricas, pero que no oigamos más una acusación de ese tipo. O seréis vosotros los que ardáis en la hoguera junto a las brujas.

—Calumnias de los enemigos de Cristo, seres abyectos que besan el lomo a Satanás.

—Idos ahora, idos —dijo Inocencio—, y empezad vuestro trabajo. No, esperad: ¿quién os imprimirá el libro?

—Realmente no lo sabemos. Pero hay varios impresores en Alemania.

—Ya nos ocuparemos nosotros. Dejadlo aquí y os avisaremos cuando tengamos listos suficientes ejemplares para vuestro trabajo. Ahora idos.

Los dos frailes se fueron con la cabeza gacha y no se giraron hasta que llegaron a la puerta. Jacob intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave.

—¡Sansoni! —gritó el Papa.

—Puedo hacer que me los impriman gratis et amore dei.

—No me habías hablado de este privilegio papal.

—No bromeo. Hay un impresor que me estará agradecido por no haberle metido en el calabozo, a él y a toda su familia.

—Una deuda considerable. ¿Y de quién se trata?

—De un judío.

El cardenal Borgia miró a Inocencio con el ceño fruncido.

—Ningún problema, es un convertido, o al menos así se profesa. Es Eucharius Silber Franck, y es él quien ha impreso las Tesis de Mirandola sin mi aprobación.

—Con tal de ahorrar serías capaz de hacerle imprimir el Malleus Maleficarum a una bruja y su demonio.

—¡Rodrigo! Venga, hombre, es un gesto de buena voluntad por mi parte. Con esta oferta espontánea se lavará el alma de todo pecado. También es un buen negocio para él, y a nosotros la impresión de cien ejemplares no nos habría costado menos de quinientos ducados.

—Pero él se arruinará.

—No, pedirá un préstamo a sus amigos judíos. Son todos ricos; algunos más incluso que tú.

—Ya pensaremos en ellos más tarde. Ahora es importante seguir con lo nuestro.

—Muy hábil, Rodrigo.

—No es más que el inicio, Giovanni. Y ahora permíteme que te deje. Se ha hablado demasiado de mujeres, y tengo ganas de ver a mi querida Giulia.

—Ve, ve, te lo mereces, cardenal. Y recuerda no faltar a la fiesta que se celebrará en honor de Franceschetto y Magdalena, pasado mañana.

—Cybo y Medici unidos por siempre: tu habilidad no es inferior a la mía —dijo, mientras se preguntaba cuál de los dos cónyuges moriría antes, seguramente ni de vejez ni de enfermedad.

El mismo día, más tarde, en el Palazzo Borgia

Rodrigo Borgia salió del Vaticano, atravesó el Tíber y se dirigió hacia su nuevo palacio, acompañado de una escolta ligera de hombres de su confianza, armados con cortas alabardas y espadones. Su uniforme militar contrastaba con la túnica blanca y la capa púrpura del cardenal, que combinaba con el solideo cardenalicio que llevaba de buen grado para esconder la calvicie. Pero era insólito verlo moverse equipado con todos los indumentos de su rango eclesiástico, porque la mayoría de las veces iba armado con un fino estoque y un puñal de mango corto. Los hombres de la guardia abrieron el pesado portalón e hicieron una reverencia a su señor: el Borgia pasó bajo la galería y llegó al patio. Allí levantó los ojos hacia la ventana donde esperaba ver la imagen de su Giulia, la bellísima Farnese de la que se sentía sinceramente enamorado. ¿O sería lo suyo un simple frenesí sexual? Subió las escaleras casi corriendo, despojándose de las armas, que los criados se apresuraron a recoger antes de que cayeran y se estropearan. Giulia no estaba, pero la habitación estaba caliente; un solo brasero bastaba con la precoz primavera romana. Dos pajes le ayudaron a desnudarse y a ponerse una túnica blanca de lana ligera, decorada con bordados en seda, procedente de una fábrica de tejidos de Alicante. Un día u otro la compraría, en vistas de que había acabado fabricando únicamente para su familia. Un criado llegó con una garrafa de vino fortificado, procedente de la ciudad de Oporto. Roma era bella, como sus mujeres, pero la tierra española seguía siendo su favorita.

La tarde avanzaba, trayendo consigo el piar de las primeras golondrinas. Rodrigo Borgia, apoyado de lado en una luminosa ventana bífora, casi como si quisiera esconderse, se puso a observar la basílica de San Pedro. En los últimos tiempos lo hacía a menudo, imaginándose a sí mismo en su trono. Los inicios eran prometedores, aunque el camino se presentaba aún muy largo y lleno de obstáculos.

El primero era su edad. A pesar de que Giulia le hacía sentir aún como un joven hidalgo, tenía cincuenta y seis años, una edad a la que muchos no llegaban. El propio Inocencio, pese a no estar demasiado bien de salud, era un año más joven. Luego estaba Della Rovere, al que ya le había sentado bastante mal su reciente nombramiento como vicecanciller de la Curia romana, idea de Inocencio para justificar sus frecuentes reuniones. En su momento tendría que buscar preciosas alianzas para contrarrestar el poder que ejercían los Della Rovere sobre Roma y sobre toda la Iglesia. A fin de cuentas, hasta tres años antes habían ocupado casi durante tres lustros el trono de Pedro con Sixto IV, y ahora el sobrino tramaba recuperar el trono. Por último estaba la «cuestión Mirandola». Si no hubiera leído con sus propios ojos las páginas del Sello, no habría dado demasiado peso a las Tesis secretas de Pico, porque bastarían aquellas otras, probablemente, para condenarlo a muerte, o por lo menos al exilio en algún reino lejano.

Pero lo que contenían, sumado a la situación actual de la Iglesia, podía bastar para asestarle un golpe del que difícilmente se recuperaría: el poder de Roma estaba amenazado desde Oriente, desde Alemania, desde Inglaterra, desde Turquía, desde todas partes. Hasta los monarcas más fieles se aprovecharían del clima de incertidumbre teológica alimentado por las Tesis. Sin la autoridad divina el Papa no era más que un bufón con una corona en la cabeza, el monarca de un pequeño reino sin un ejército digno de llamarse así. Hasta los aragoneses de Nápoles habrían reclamado sus derechos sobre un Estado rico y sin un ejército capaz de defenderlo.

¡Si Mirandola hubiera sabido de la existencia del Sello! Cualquier otra persona que hubiera llegado a realizar aquellos descubrimientos se habría echado atrás, o quizás habría intentado obtener un beneficio personal. Pero él no; él era un alma pura, un estudioso. Y por tanto un fanático peligroso, que habría que quitar del medio lo antes posible.

Mientras tanto había empezado su campaña, recordando a Inocencio que si vis pacem para bellum: si quieres la paz, prepárate para la guerra. Si, Dios no lo quisiera (Dios o quienquiera que se dignara a observar desde lo alto las vicisitudes de los hombres), las conclusiones del conde llegaran a ser de dominio público, habría que hacer tierra quemada en torno a aquellas Tesis y propugnar desde todos los rincones y por todos los medios que la Mujer es inferior y que el ser femenino es el Demonio. Cuanto más incidieran en aquellas consideraciones y cuanto más se difundieran entre el pueblo, más absurdas, blasfemas y hasta idiotas parecerían sus conclusiones. Y el secreto del Sello permanecería a buen recaudo.

El azul claro del cielo estaba ya cediendo al añil del anochecer, cuando observó la primera estrella, sobre la vertical de la basílica de San Pedro. ¿Cuántas veces, incluso buscándola con la mirada, no había conseguido verla? ¿Sería Dios, o quien pusiera las estrellas en el cielo, que quería darle una señal de su existencia? Seguramente alguien había inspirado la débil mente de Inocencio para impulsarle a hacerle aquel maravilloso regalo. Sin embargo él, en su lugar, quizás hubiera hecho lo mismo, aunque desde luego no habría elegido a Inocencio. Suerte para él que existían los Borgia. El Sello era un secreto precioso, casi una señal divina que apuntaba a él como próximo papa. Ahora tenía que encargarse de llegar a serlo a toda costa. Porque cualquier otra persona que llegara a ser papa sabría del Sello y él, entonces, ¿qué debía hacer? ¿Decírselo? ¿Por qué motivo? ¿Para poner aún más en peligro su vida? ¿O no decírselo y guardarse el secreto para sí? Pero ¿con qué fin? ¿Qué poder le daría? Ninguno, a menos que se aliara con Mirandola y se pusiera a la cabeza de una rebelión. ¿Para obtener qué? ¿Un reino? ¿El agradecimiento de la posteridad?

No. Eso no era para él. Claro que, llegados a aquel punto, Inocencio ya podía tener la gentileza de enfermar más gravemente. El morbo gálico duraba años y era peligroso. El impacto sobre el cerebro era devastador y quizá podría llegar a revelar el secreto del Sello a alguna otra persona, o cambiar de idea sobre su sucesión. Quizás habría podido acelerar el proceso con alguna puta gravemente infectada. Pero aún no había llegado el momento.

Apretó la copa, ya vacía de vino. En aquel momento un rayo de sol rojo le golpeó en los ojos, obligándole a girarse. Entonces la vio.

—¡Giulia!

Había entrado silenciosamente en su habitación y ahora estaba allí, con un suave vestido de terciopelo rojo oscuro que daba un brillo aún mayor a su blanca piel. El corsé le apretaba la cintura y le marcaba la cadera, y en el cuello sólo llevaba el collar de oro con un rubí que él le había regalado. La dorada melena le caía sobre los hombros desnudos y tenía una expresión altiva, casi severa, a pesar de su jovencísima edad. Pero en cuanto sus ojos se encontraron, le sonrió y fue hacia él con los brazos abiertos. El latido del corazón de Rodrigo se aceleró; aquél era el verdadero paraíso que querría para la eternidad. Ningún poder, ningún honor, ninguna riqueza sería nunca comparable con el amor que sentía por su Giulia.

—Giulia, estás guapísima.

—Me han avisado de que habíais vuelto, pero cuando he subido os he visto tan inmerso en vuestros pensamientos que no he osado molestaros.

Su voz penetró en la habitación como un soplo de aire fresco y perfumado. En sus ojos, negros como cristales de obsidiana, pupila e iris se confundían entre sí. Desde el primer día que los había admirado, Rodrigo Borgia había quedado prendado de ellos. Y el que aquellos ojos pertenecieran a un cuerpo aún adolescente no le había turbado ni un momento; Giulia tenía que ser suya. El cardenal se le acercó y la besó con sincera pasión, torciéndole el brazo tras la espalda. Ella gimió y eso no hizo más que aumentar el deseo de él: le dio la vuelta y le desató furiosamente el corsé, mientras ella se desabotonaba las estrechas mangas.

El vestido cayó al suelo y se quedó en camiseta. Rodrigo se quitó la suya, mostrando, bajo los calzones de lino, una vistosa erección. Luego se arrodilló, casi en un gesto de adoración, le quitó los calzones y la acercó hacia él. Cogiéndola por la mano la acompañó hasta el centro de la sala y la tendió sobre la cama monumental que, como un altar, estaba decorada con columnas en espiral. Ella cerró los ojos y abrió las piernas a su señor. Rodrigo desfalleció un momento y la erección se resintió por un momento, a pesar de que estaba a punto de penetrarla. Giulia fingió que no se daba cuenta y abrazó aquellos grandes hombros con sus brazos aún de niña. Rodrigo sintió poco a poco que las fuerzas le volvían y en cuanto pudo, entró en ella con fuerza. La muchacha cerró los ojos, pero el grasiento ungüento de caléndula con que se había untado la vagina previamente hizo que no sintiera ningún dolor.

Giulia parecía dormir, con la cabeza apoyada sobre el hombro y un brazo sobre su pecho. Rodrigo respiraba profundamente, observando la escena de caza y de amor pintada en el techo. En el centro aparecía una Diana triunfante sobre presas y cazadores, levantando en el aire el arco y el carcaj, mientras un seno juvenil le asomaba sobre el corpiño de cuero. A su alrededor había una serie de muchachas en actitud informal, con una expresión que parecía anticipar la inminente fiesta. Los rostros de los hombres, en cambio, estaban todos orientados hacia la diosa, como a la espera de una señal. Rodrigo miró la cara de Giulia, perfecta.

—Pequeña mujer, gran madre —murmuró—, ¿eres tú realmente el inicio de todo? Si existe de verdad, es imposible que no tenga tu rostro, tus rasgos. Yo he renacido contigo, dentro de ti. Y tú eres mía, sólo mía, para siempre.

—¿Decíais algo, Rodrigo?

—No, sigue durmiendo, amor mío.

El sueño empezaba a envolverle también a él, y con los ojos ya casi cerrados echó una última mirada al fresco. Había una mujer, completamente desnuda, que se refrescaba en un pequeño estanque. Reconoció aquel rostro, o al menos se lo pareció. Era el de Vannozza, su amante antes que Giulia. ¿Sería una broma de mal gusto del pintor o sólo su imaginación? Quizás una advertencia de la Gran Madre: «Yo soy Giulia —quería decirle—, y recuerda, no tendrás a más mujer que a mí». La abrazó despacio, para no despertarla, y se sintió como una araña gigantesca que hubiera empezado a tejer su tela. Giulia no tendría nada que temer, pero sería sólo ella. El Malleus Maleficarum no era más que el primer paso, al que se sumarían otros en breve. Todo estaba claro; todo tenía un solo fin: destruir a la Madre, destruir a Pico, ser elegido papa.