Vincennes, Florencia, Roma, desde el miércoles, 3 de octubre de 1487

Ya hacía más de un mes que Giovanni Pico, señor Della Mirandola y conde de Concordia, era de hecho prisionero de Felipe de Saboya, duque de Bresse. Tenía, desde luego, un paje que se ocupaba de todas sus necesidades, y disponía de toda la penúltima planta del alto torreón de la fortaleza de Vincennes, pero no podía salir. Desde las ventanas veía a los soldados y a los sirvientes ocupándose de sus labores diarias, la vigilancia, el transporte de víveres y aperos, las ceremonias militares y, ocasionalmente, alguna fiesta, cuya música oía a lo lejos, en ocasiones reducida a simples vibraciones. Los días más claros recorría con la mirada los techos de París, a lo lejos. Sólo en alguna ocasión especial se le permitía caminar por la terraza descubierta, desde la que gozaba de una panorámica inmensa y variada. El verde y el amarillo de los bosques, el gris confuso de las casas, el rojo del sol al atardecer, el azul de la noche, el blanco de los muros a su alrededor.

Su noble carcelero, el duque Felipe, aún no se había dejado ver ni le había enviado ningún mensaje. Giovanni, en cambio, había escrito dos cartas, pensando que podrían ser interceptadas: una, destinada a Ferruccio y Leonora, en su villa de Fiésole, y otra al banquero Pitti, rival de los Medici. En la primera daba noticias de su paradero, con un tono absolutamente sereno, pero Ferruccio entendería su situación por algunas frases convenidas entre ambos. En la segunda pedía un anticipo en metálico sobre la próxima cosecha de sus campos de frutales, para hacer frente a los gastos que debería sostener durante su permanencia —eso decía— en el castillo de Vincennes. Pitti seguro que habría ido por ahí presumiendo de la operación, y Lorenzo de Medici comprendería que había algo raro en todo aquello.

De Franceschetto no había vuelto a saber nada, salvo que había realizado todo el viaje atado y que había sido objeto de mofa y befa repetidamente, sin que se rebelara ni protestara en absoluto. Tras pasar las dos primeras semanas en un estado de angustiosa espera, Giovanni había vuelto a escribir. Echaba de menos sus textos, sus queridos libros, pero, como siempre, le ayudó su prodigiosa memoria. Volvió con la mente al inicio de sus estudios, a los preliminares de sus Tesis, intentó ver dónde podía llevarle el camino de la magia, diferente del camino de la sabiduría, que lo había llevado hasta allí, entre luchas y tragedias. Sin traicionar su pensamiento, imaginó, en aquella inactividad forzada, la figura de un mago que pudiera llegar a conocer las leyes que rigen la naturaleza y que lograra aprender al mismo tiempo a sacarles partido. No consiguió, sin embargo, engañar al tiempo, que sentía transcurrir lentamente.

Al día siguiente, al amanecer, que observaba de lejos mientras un fuerte temporal sacudía los muros del torreón, vio llegar a un mensajero imperial, anunciado por un coro de trompetas. De todas las ventanas, incluso de las suyas, colgaban las insignias de Carlos VIII, con las flores de lis sobre campo azul. Era la hora en la que los criados solían traerle la cena, acompañada de vino y agua en abundancia. Le entregaban las bandejas con la comida caliente al paje que tenía asignado y éste se encargaba de preparar la mesa. Pero esta vez el criado se inclinó, postrándose casi hasta el suelo, y un hombre alto vestido con una túnica azul de ricos bordados le indicó con un gesto que saliera. Una ancha frente hacía más evidente aún la incipiente calvicie. Tenía los labios gruesos y carnosos, apretados, y los ojos claros, ligeramente bovinos. Se situó frente a Giovanni, como si esperara algún saludo. Su pose era tan noble como su aspecto.

—Espero que un día podáis perdonarme, conde. Y espero también que en este período no os haya faltado nada.

—La libertad es el bien más precioso. Por lo demás, imagino que vuestros espías ya os lo habrán contado todo. Del mismo modo que imagino que me encuentro ante Felipe de Bresse.

—Soy un hombre de armas, conde, no un intelectual como vos. —En sus palabras Giovanni advirtió un leve tono de desprecio—. En mi vida he conquistado todo lo que tengo pagándolo caro. Conozco la vida en prisión y, creedme, no se parece en absoluto a esta de la que os lamentáis.

Giovanni le hizo una leve reverencia; no tenía sentido proseguir el debate.

—He hecho que prepararan una modesta cena para nosotros dos, pero por motivos de privacidad la tomaremos aquí arriba, si no os molesta. Una vez sentados a la mesa podré explicaros algunas cosas y responderé a vuestras preguntas, si está en mi mano.

En pocos minutos estuvo lista la cena, que no se diferenciaba mucho de lo que solía comer Felipe: el duque tampoco era de los que se abandonaban a los placeres de la comida y la bebida, algo que resultó evidente al ver cómo daba cuenta de su plato en pocos minutos; los criados quitaron la mesa tan rápidamente como la habían puesto. Sólo quedó una garrafa con un vino agresivo, licoroso, del que el conde de Bresse se sirvió generosamente.

—Sois un hombre muy buscado, conde Della Mirandola, y debo deciros sin medias tintas que tenéis muchos enemigos y muchos amigos.

—Creo que los primeros son más numerosos que los segundos. ¿Y vos? ¿A qué categoría pertenecéis?

—Ni a la una ni a la otra. Me sois indiferente, si es eso lo que queréis saber. No obstante, lo que he hecho, de momento, es en vuestro interés.

Giovanni no comprendía, pero decidió mostrar una actitud más conciliadora. El conde de Bresse era el único que podía darle las explicaciones que necesitaba.

—El hombre que hemos apresado durante aquella breve escaramuza en el Bosque de Dios es efectivamente el hijo de Inocencio VIII, pero eso lo sabíais ya. Su intento por capturaros me ha costado algunos hombres.

—Y considero que debo agradecéroslo.

—Me debéis mucho más, pero cada cosa a su tiempo. El Papa nos ha pagado un sustancioso rescate por su hijo, pero nos ha ofrecido el doble si, junto a Franceschetto, os entregábamos a vos al brazo de la Iglesia. Me han llegado ruegos, consejos y amenazas.

—Sin embargo sigo aquí, como… vuestro huésped. Habrá un motivo.

—Exactamente. Por eso os haré una pregunta, conde, a la que tenéis que responder sobre vuestro honor. ¿Por qué motivo os dirigíais a París?

—Para discutir sobre mis Tesis en la universidad. Lo que no he podido hacer en Roma.

—Y si fuerais libre de iros mañana mismo, ¿iríais a París?

—Es el objetivo de mi vida, mi misión. No tengo otro. —Giovanni se puso en pie—. He dedicado toda mi vida al estudio. Por el estudio lo he perdido todo, el amor y la juventud. Mi camino a la sabiduría se ha visto salpicado de muerte, y yo estoy dispuesto a afrontar la mía.

—Me temía una respuesta de ese tipo y, por lo que me han dicho de vos, debo decir que me la esperaba. Sentaos, conde, por favor, y escuchadme. La regente Ana de Francia está atrapada entre dos fuegos. Por un lado el Papa la acosa pidiéndole vuestra cabeza; por otra parte Lorenzo de Medici le hace chantaje porque sin sus préstamos el reino se iría a la ruina. Por ello, han llegado a un compromiso, como imponen las leyes de la diplomacia. Vos no hablaréis nunca en París y volveréis sano y salvo a Florencia, donde seréis completamente libre, pero no podréis volver a intentar divulgar vuestras Tesis que, según me dicen, ponen en peligro los equilibrios de los reinos, tanto en la Tierra como en el Cielo. No sé de qué hablan, pero parece ser que ni el Anticristo se ha atrevido a pensar lo que vos habéis escrito.

Giovanni se sintió de pronto viejo, cerró los ojos y notó que la esfera de fuego le gritaba su agonía desde el interior. Después, tal como ocurre cuando el alma está lista para abandonar el cuerpo y éste se reanima por poco tiempo y parece quedar libre de todo mal, el peso y el cansancio desaparecieron, y la nada se instaló en su interior.

—Mañana partiréis hacia Florencia —prosiguió el Saboya—. Iréis protegido por una escolta que ni el ejército inglés tendría valor de atacar. Adiós, conde. Si vuelvo a oír vuestro nombre, mucho me temo que sólo podrá ser en anuncio de vuestra muerte, si es que llega antes que la mía.

Hacía frío en Florencia y llevaba lloviendo semanas. Hasta aquel momento no había empezado a aclarar, y ya era San Martín. El Arno estaba crecido y muchas barcas habían perdido las amarras y habían sido arrastradas río abajo, hasta la confluencia con el Ombrone, donde habían quedado amontonadas, junto a la aglomeración de árboles que había arrastrado el río de Pistoia, formando una especie de dique. Las llanuras habían quedado inundadas y la furia de las aguas legamosas había destruido granjas y vaquerías, arrastrando consigo a miles de animales. Con el fin de las lluvias fueron apareciendo lentamente las carcasas, hinchadas y ya atacadas por inmensas colonias de ratas. La gente sabía que cuando las ratas aparecían en gran cantidad, los vapores de la peste se extendían con rapidez entre las casas. Pistoia sería la primera; después le tocaría el turno a las ciudades vecinas. En Florencia el bargello ya había dispuesto todas las medidas de seguridad posibles, cerrando las puertas de la ciudad. En su interior se vivía un clima de terror: quien tosía o se encontraba mal, aunque sólo fuera por el frío, corría el riesgo de ser denunciado y trasladado al lazareto, donde hasta los sanos enfermaban.

La compañía francesa se dirigió directamente a la población de Fiésole, hasta la villa de donde, lleno de esperanza, Giovanni Pico conde Della Mirandola había partido a principios de primavera. Ferruccio y Leonora estaban esperándolo.

Dos días más tarde, el 14 de noviembre, en Roma, Inocencio VIII puso su sello junto al del emperador Maximiliano para poner fin a la guerra entre la República de Venecia y el poderoso conde del Tirol. Su prestigio había quedado reforzado, al tiempo que el morbo gálico que sufría parecía haber remitido. Ninguna de las dos cosas satisfacían a Rodrigo Borgia, a quien no le gustaba la nueva alianza entre el Habsburgo y el Papa, y mucho menos las buenas noticias sobre su salud. Aquel sifilítico había pagado la vida del inepto de Franceschetto con la libertad del conde Della Mirandola. Lorenzo de Medici le había engañado como a un crío.

Su único consuelo eran las brujas, comadronas y hechiceras. No sólo de Italia, sino también de España y de Alemania llegaban reconfortantes informes. Cuantas más procesaban, torturaban y mandaban a la hoguera, más aparecían. En Alemania, las imprentas no perdían el tiempo y ya habían impreso más de treinta mil ejemplares del Malleus Maleficarum. En cada convento, magistrados e inquisidores competían por detectar y extirpar al Maligno, que aprovechaba cualquier fisura de las mujeres para esconderse dentro. Sólo en el Val di Fiemme, el fuego había redimido a más de trescientas almas. En aquel lugar incluso se había descubierto la existencia de una misteriosa Señora del Bon Fogo, que según se decía era la mujer del Demonio y que, junto a su esposo, había conseguido engatusar y corromper incluso a algunas monjas de clausura. En dos conventos no bastó con las habituales ejecuciones, sino que fue necesario destruirlos con el fuego hasta los cimientos.

El cardenal veía con buenos ojos tanto celo: la Señora del Bon Fogo, tan poderosa, recordaba mucho a la Gran Madre, aunque aquél era un nombre que nunca debía pronunciarse. Así que podía considerarse satisfecho: en menos de un año, con su política se habían multiplicado por diez las condenas a muerte y las correspondientes quemas. Sabía perfectamente que muchos de los reverendos padres habían ido mucho más allá de las necesarias inspecciones y torturas, y que de unas y otras habían obtenido los más prohibidos placeres. Pero para poder combatir el Mal es necesario conocerlo hasta el fondo.

Mientras se chupaba los dedos miró a su señora, que con el apetito de la juventud estaba sorbiendo una sopa de carne. En breve sentiría aquel sabor sobre sus labios. Al diablo Inocencio, la Madre, Giovanni Pico y todo lo demás. Ya pensaría en ello al día siguiente.