Florencia y Roma, domingo, 7 y lunes, 8 de agosto de 1938

Giacomo de Mola se asomó a un triforio en lo alto del campanario de Giotto. Los más de cuatrocientos escalones le habían dejado sin aliento, pero se sentía bien y en paz consigo mismo. Se limpió unas gotas de sudor de las gafas y dejó que una brisa ligera le penetrase en los pulmones. No miró abajo, para evitar la molesta sensación de vértigo de siempre, y dejó posar la mirada en los depósitos de los tejados, hasta llegar a la torre del Palazzo Vecchio. Sólo algún ladrido de perro y alguna voz aislada llenaban el silencio de una Florencia desierta. De Mola sacó el cuaderno negro en el que apuntaba cada domingo los hechos destacados de la semana; nada que fuera especialmente personal ni demasiado peligroso si se lo robaban. Y junto a los acontecimientos, observaciones y mementos varios, una sola nota curiosa: un número ascendente cada domingo. El de ese día era el 23.503. Giacomo sonrió pensando que ya habían pasado veintitrés mil quinientos tres domingos desde que su familia entrara en posesión del libro. Para protegerlo, los De Mola habían viajado mucho durante generaciones, pero habían vuelto siempre que había sido posible a Florencia. Durante siglos, el círculo Omega nunca había fallado a su función de puerto seguro, de refugio y de protección, durante todos aquellos miles de domingos y durante cada uno de los días intermedios desde 1487. Sí, Florencia siempre había sido una madre amantísima, justo como…

Una paloma se posó en la cornisa y De Mola dudó si dejarla en paz o ahuyentarla. Los excrementos de aquellos pájaros ya habían corroído parte de las volutas de mármol del triforio. Dejó de escribir y sonrió pensando en cuántas generaciones de palomas y de De Mola podían haberse encontrado en aquellas circunstancias, y no ahuyentó al pájaro. No sabía cuánto vivía una paloma, pero sabía que, desde Ferruccio, él era el vigésimo segundo De Mola a cargo de la protección del libro. Habría querido ser el último, pero los tiempos no eran los ideales, como no lo habían sido los siglos anteriores. No lo había sido el Renacimiento, con las continuas luchas entre las familias más poderosas de Italia y de Europa; habría podido serlo el Siglo de las Luces, pero en aquella ocasión quienes libraban batallas eran países enteros. Desde luego no lo eran aquellos últimos años, en los que la Gran Guerra, en lugar de haber servido como ejemplo de los horrores bélicos, había sembrado la semilla de una locura aún más peligrosa. Era lo que más le asustaba: ver cómo en España y en Italia el culto a la personalidad de un jefe supremo, del hombre de la providencia, se estaba insinuando en las conciencias, aunque aún se limitaba a aspectos propagandísticos, entre desfiles y asambleas. En Alemania, en cambio, se estaba convirtiendo en una religión con todas las de la ley, en la que Hitler no era el sacerdote supremo, sino el Dios. Dar a conocer el libro habría servido para obtener el resultado contrario al fin para el que se había escrito: habría destruido sin construir. Pero entonces, ¿cuántos guardianes, cuántos De Mola pasarían tras él? Giovanni, que en breve cambiaría el apellido Volpe por el de De Mola, proseguiría con la tradición, pero él también pasaría. Quizás en el nuevo milenio…

Las tres campanas empezaron a redoblar, anunciando que en un cuarto de hora empezaría la misa de la tarde. La paloma salió volando y también De Mola pensó que sería mejor alejarse antes de que la Piazza del Duomo se llenara de gente. A aquella hora Giovanni ya debía de haber llegado al hotel en Roma. Estaba contento de que por una vez hubiera sido él quien encontrara un comprador, dispuesto a gastar mil quinientas liras por un diccionario de latín germánico, aunque fuera del siglo XVI. Giovanni se estaba volviendo cada vez más autónomo y aquello era muy positivo, porque en unos años tendría que afrontar nuevas responsabilidades, y mucho más pesadas que las propias de la gestión de una tienda de libros antiguos.

Por el parque de Villa Wolkonsky, embajada alemana en Roma, no paraban de pasar uniformes grises de los oficiales de la Wehrmacht y los negros de las SS, mientras que los que iban de paisano eran todos miembros de la policía secreta, la Gestapo. Giovanni Volpe reconoció la villa de lejos, decorada con decenas de banderas rojas con la cruz gamada.

Cuando en la puerta principal presentó sus documentos, el policía, vestido de uniforme negro con la banda roja en el brazo, se lo quedó mirando con un aire de superioridad. Giovanni se sintió ofendido y le desafió, sin temor. Con la identificación de visitante perfectamente a la vista, tomó el pasaje de acceso que llevaba a la monumental entrada doselada, con cuatro columnas de mármol blanco. La fachada del edificio de dos plantas se erigía imponente, y Giovanni se sintió como un bárbaro visitando al emperador de Roma. En cuanto rebasó el umbral de la puerta principal, un empleado de la embajada, que evidentemente ya había sido avisado por el guardia de la entrada, le hizo subir enseguida al piso superior, donde le dijeron que esperara en un amplio salón decorado con muebles de estilo italiano de finales del siglo XVIII. Estaba admirando una cómoda cuando sintió la presencia de una persona tras él; se volvió y vio la gran silueta del embajador Von Mackensen que se le acercaba con una sonrisa en el rostro y la mano tendida.

—Herr Volpe, qué placer. ¿Ha tenido buen viaje?

—Excelente, embajador.

—Muy bien. Veo que estaba admirando mi última adquisición.

—Sí, es realmente bonita.

—Usted entiende, herr Volpe. Es obra de un gran ebanista italiano, Giuseppe Maggiolini. Una obra única, irrepetible, firmada por el propio artista.

—Le felicito, embajador —dijo Volpe, obsequioso.

—Ja, ja, pero ahora venga conmigo, hágame el favor; vamos a mi estudio.

En cuanto entraron en la sala, Giovanni se quedó rígido: frente a la amplia ventana había un hombre de pie esperándolos. Fumaba sin ningún respeto, pero golpeó los tacones entre sí en cuanto vio al embajador, señal de que pese a su aspecto civil era militar.

—Herr Volpe, le presento a herr Zugel. A partir de ahora será nuestro contacto. No se deje engañar por su edad; en Berlín este joven ya tiene una gran reputación y es de confianza. Como yo —añadió, con una sonrisa siniestra.

Zugel apagó el cigarrillo y le ofreció la mano derecha, escondiendo la izquierda tras la espalda. Volpe sabía que aquel gesto, desde tiempos del asesinato de César, significaba ofrecer lealtad con una mano y esconder el cuchillo en la otra, y sintió una inmediata antipatía por él. Además, Zugel llevaba el pelo engominado con brillantina y peinado hacia atrás, estilo que detestaba pero que estaba muy en boga.

—¿Puedo entonces hablar libremente, embajador? —dijo, encendiéndose un cigarrillo.

—Claro que sí, mi buen amigo —respondió el diplomático, apoyándose en el respaldo del gran sillón dorado y cruzando los brazos sobre el prominente estómago.

—Iré al grano. Desgraciadamente aún no cuento con la confianza plena de mi maestro, pero sé dónde está el libro, o al menos sé cómo llegar hasta él, porque tengo instrucciones precisas sobre cómo actuar en caso de que muera.

Von Mackensen y Zugel intercambiaron una mirada.

—No obstante —prosiguió Volpe— creo que es cuestión de meses. De Mola está cada vez más preocupado por la situación política en Italia y tiene cada vez más necesidad de fiarse de mí. También la cuestión de los judíos le…

—¿De Mola es judío? —lo interrumpió Zugel.

—No, es italiano, de lejano origen francés.

—Lástima —añadió Zugel sonriendo.

—La cuestión, herr Volpe —dijo Von Mackensen poniéndose en pie—, es que no nos queda mucho tiempo. Nosotros estamos aquí en Roma, en su bella Italia, y aquí todo parece mitigado por su dulce clima. Pero la situación en Berlín es muy diferente y allí no conocen la palabra «calma», la palabra «espera». Le haré una pequeña confidencia: nuestro Reichsführer, Heinrich Himmler, está interesado personalmente en usted. Con su oferta ha abierto, ¿cómo lo diría?, una brecha en su corazón. Como todos los grandes líderes, está dotado de muchas virtudes, pero la paciencia no es una de ellas. Desde que ha sabido de la existencia de ese libro no deja de pedirlo y nos lo exige a nosotros. ¿Entiende?

Giovanni Volpe estaba nervioso, pero intentaba por todos los medios que no se le notara. Quería jugar aquel partido en igualdad de condiciones, entre otras cosas porque era el único modo de no acabar destrozado.

—Tiene que saber —prosiguió el embajador en tono confidencial— que herr Himmler está convencido, aún más que nuestro Führer, si cabe, de la gran misión del Reich milenario. Considera que ese alto objetivo ha sido profetizado desde siempre, pero también que hace falta contar con alguna señal, digámoslo así, que lo demuestre de un modo irrefutable. No le habrá pasado por alto que precisamente este año la Lanza de Longino, la que atravesó a Cristo, ha sido trasladada con grandes honores desde Viena a Núremberg. Lo que quizá no sepa es que estamos muy cerca de entrar en posesión del Santo Grial, que sabemos que está en España. Son señales muy importantes. Es más, diría que son instrumentos que el Reich debe poseer para llevar a cabo su proyecto histórico, ¡el fin último! Así que no podemos esperar más para conseguir su libro y lo que debería contener: su divulgación será una bomba que deflagrará, barriendo las últimas resistencias a lo que nuestro Reichsführer llama «la religión del Reich». Y digo debería, porque ese libro suyo aún no lo ha visto nadie. Si es bueno para el Reich, lo será también para usted. Me entiende, ¿verdad, herr Volpe?

Aquellas últimas palabras las había pronunciado con un tono decidido y amenazante. Volpe apagó el cigarrillo, que aún estaba a la mitad, con una calma estudiada.

—¿Sería entonces oportuno que De Mola muriera lo antes posible?

Ja —respondió Von Mackensen, sonriendo y abriendo los brazos—, muy oportuno.

—Tomo nota —dijo Volpe fríamente—, pero yo no estoy dispuesto a…

Nein, nein —le interrumpió Zugel, cogiéndolo por un brazo con un gesto que no tenía nada de amistoso.

Volpe miró con repugnancia la mano de Zugel, cubierta de manchas de un marrón rojizo, como escamas.

Nein —prosiguió el alemán—, usted es un estudioso. De estas menudencias nos ocuparemos nosotros. A usted sólo le avisaremos de cuándo y cómo será.

—El cómo me da igual, pero recuerden que si la muerte de mi maestro no parece natural, la caja permanecerá sellada otros veinte años —dijo Volpe, liberando el brazo—. Yo sólo quiero… que se respete nuestro acuerdo.

—Quédese tranquilo —dijo Von Mackensen—, el doctor Himmler ya ha dispuesto el pago. A decir verdad, se ha mostrado algo sorprendido e irritado de que haya pedido dólares en lugar de marcos: América está sobrevalorada. Pero todo se hará siguiendo los pactos: en cuanto De Mola esté muerto y usted nos entregue el libro, en su cuenta suiza habrá doscientos mil dólares más. Espero por usted que el libro los valga, herr Volpe, o no disfrutará ni de un solo céntimo.

—Los vale; vale cada céntimo y mucho más, creo.

—¿Y qué hará con todo ese dinero?

—Si no le importa, me iré precisamente a Estados Unidos; por eso he pedido dólares.

—Muy bien, herr Volpe, es libre de ir donde le parezca. Pero recuerde que si el doctor Himmler no queda contento, ya puede cambiar de nombre y de aspecto, que le encontraremos. Tenemos muchos amigos incluso en ese país capitalista.

—¿Cuándo tienen intención de proceder?

—¿Tanta prisa tiene? —preguntó Zugel con una sonrisa.

—No, no. Es sólo que me parecía que ustedes sí la tenían —respondió Volpe, mirándolo a los ojos.

—Pronto, muy pronto —dijo el embajador, tendiéndole la mano y dándole a entender que la conversación había acabado.

Giovanni Volpe abrió entonces la bolsa, sacó un libro de tafilete rojo con un marco noble en oro y lo apoyó en la mesa. El embajador se quedó perplejo por un momento, pero al instante se tocó la frente con la mano y sonrió.

—El blasón del príncipe de Condé —dijo, acariciando la cubierta.

Luego cogió un sobre del cajón del escritorio y se lo entregó. Giovanni se lo metió en el bolsillo interior de la chaqueta.

—¿No quiere contarlo? —le preguntó Von Mackensen—. Mil quinientas liras no son pocas.

—No —respondió Volpe, serio—. Me fío de usted.