Roma, jueves, 7 de diciembre de 1486
El conde Giovanni Pico della Mirandola y de Concordia acarició, distraído, el dorso de una pila de libros que el impresor Eucharius Silber, Franck había dispuesto cuidadosamente en unos cajones.
Cogió uno y, tras su nombre, leyó con orgullo la portada:
JOHANNES PICO MI.
CONCLUSIONES SIVE THESES DCCCC
PUBLICE DISPUTANDAE, SED NON ADMISSAE
Después empezó a hojear las páginas, impresas con caracteres góticos pero de ángulos suaves, que se acercaban a la escritura redonda de los monjes amanuenses y que facilitaban la lectura.
—Es un trabajo precioso, Eucharius. Creo que ambos tenemos que estar orgullosos.
—La forma es bien poca cosa, como dice Platón, y en este caso no es más que la sombra de su contenido.
—¿Lo has leído?
—No, excelencia, tenía que elegir: o imprimir, o leer. Y sabía que, de momento, habríais preferido que me dedicara a lo primero. No obstante, lo haré, si me dais permiso; tengo una gran curiosidad.
—Te lo agradeceré —respondió Giovanni Pico— y espero que en la próxima edición decidas quitar ese alias entre tus apellidos, que no te hace justicia.
—¡Pobre de mí! Lo podré hacer cuando los asnos vuelen y la luna caliente más que el sol. Como sabéis, señor, ese alias para mí es como un escudo, que en parte oculta y en parte protege mis orígenes.
—Tú sabes que yo sigo los ritos de la Iglesia, Eucharius.
—Como yo, excelencia —se apresuró a precisar el impresor.
—Sí, pero ante el Dios cristiano tengo mucho menos mérito que tú —respondió con una ligera sonrisa Giovanni Pico. Eucharius lo miró, escéptico—. Sí —prosiguió Giovanni—, tú tienes una gran ventaja sobre mí, a ojos del Omnipotente.
—No entiendo. Os lo ruego, explicaos.
—Tú eres de la misma raza hebrea que su hijo, para mayor gloria tuya.
—Ah, señor, parece que juguéis conmigo. Al contrario, se me ve como el que lo ha crucificado, no como hermano suyo. Y de cara al mundo no hago más que purgar ese pecado, escuchando cada día la Santa Misa, confesándome públicamente y haciendo generosas ofrendas.
—Yo te entiendo, pero recuerda que Cristo era judío. Vivió, estudió y predicó como un judío, y como un judío murió. Fue Saulo de Tarso, el Pablo de las Escrituras, quien dio a Cristo una imagen diferente a la suya. Y lo hizo por razones políticas, amigo mío.
—Señor conde, os lo ruego, preferiría no escucharos. ¿Cómo podéis profesaros cristiano si decís esas cosas?
—Yo soy cristiano porque la palabra de Cristo era y es maravillosa.
—No os entiendo, conde, o quizá no quiero entenderos.
—Eucharius, Eucharius, no cierres las orejas al sonido de la verdad. Tú sabes perfectamente que Pablo era ciudadano romano, que los judíos representaban un peligro para Roma y que el judío más peligroso era precisamente Jesús de Nazaret. Su misión como funcionario romano era la de robar aquel hombre al judaísmo y a su pueblo, y así lo hizo. ¿Sabes que Pablo fue acusado de magia por parte de los jefes de las comunidades judías y que fueron los romanos quienes lo salvaron? ¿Sabes que defendió al cruel Nerón definiéndolo como autoridad instituida por Dios?
—¡Pero fue mártir de la Iglesia! —dijo Eucharius con convicción.
—¿De qué Iglesia, Eucharius? ¿De la gran fornicadora? ¿Saulo de Tarso, mártir? ¿Y quién lo dice? Su martirio está rodeado de misterio porque nunca tuvo lugar. Nadie, recuerda, sabe exactamente dónde ni cómo, y sobre todo si fue martirizado. Probablemente desapareció y reapareció vestido de civis romanus en alguna provincia lejana del Imperio, para disfrutar de una respetable vejez, entre libaciones y visiones dictadas por su epilepsia.
—Basta, conde, os lo ruego. ¡Habláis como un hereje!
El conde suspiró y sacudió la cabeza.
—Herejía: bajo este nombre se llevan a cabo las más terribles iniquidades. Sabes que «herejía» quiere decir elección, y yo he hecho la mía. Pero no pretendo asustarte. Ten fe, nuestro Dios es un único Ser, y eso será reconocido muy pronto.
—¿Pero qué habéis escrito en vuestras Tesis? —preguntó Eucharius, que ya no ocultaba su preocupación.
—Nada de lo que te he dicho, no te preocupes. Son tesis honestas y… cristianas, tal como tú lo entiendes. No obstante, cuando se debatan públicamente y sean admitidas como ciertas por la mayor comunidad de estudiosos de todo el mundo…
—¿De qué debate habláis? ¿Qué pensáis hacer con estos libros? Yo creía que…
—Siéntate, Eucharius. Quiero anticiparte mi proyecto, antes de que se haga público. Te lo mereces.
Silber Franck se sentó frente a él, y a medida que escuchaba las explicaciones de su noble cliente, el temor inicial se fue transformando cada vez más en inquietud y angustia.
—Pero el Papa no sabe nada de esta intención que tenéis —dijo, interrumpiéndolo—. ¡Tendríais que haberle avisado antes! Y el libro no ha sido autorizado siquiera. ¡Dios mío! Os confieso, conde, que si lo hubiera sabido antes, no sé si habría aceptado imprimirlo.
—¿Cuál es tu temor, Eucharius? Ninguna de mis tesis va contra la voluntad de… ese que llamas Dios. Es más, son la prueba demostrada de Su existencia, aunque no es precisamente lo que siglos de ignorancia nos han inducido a creer. Debatir sobre Su palabra no es blasfemar, sino acercarse a Su voluntad, que es la de reunir a todos los hombres para que vivan en paz, como hermanos, en la misma casa.
—¡Incluso los hijos de Mahoma!
—Por supuesto, ellos también. ¿Tú crees que no son dignos? Ellos también creen que el Evangelio, los Salmos y la misma Torah son libros de inspiración divina. ¿Cuál es, pues, la diferencia entre nosotros?
Eucharius hizo rápidamente la señal de la cruz, gesto que, siendo judío, se había impuesto con esfuerzo, pero que con el paso de los años se había convertido en una costumbre. Miró a los ojos al hombre que con tanta serenidad le estaba hablando de cosas terribles y peligrosas. Quizá fuera su noble origen el que lo ponía por encima de las leyes, o quizá fuera su joven edad la que le hacía hablar así, a pesar de la sabiduría que le reconocía. Parecía un hombre dócil, de una gracia casi femenina, con aquellos largos tirabuzones rubios que le caían hasta los hombros, pero sus palabras eran como saetas que resquebrajaban el cielo.
—No estoy en situación de discutir con vos, ni osaría nunca daros consejo, pero os ruego que escuchéis mi súplica: ¡sed prudente!
—Lo seré, buen amigo.
Giovanni Pico se puso en pie y le apoyó una mano en el hombro. Después fue a coger una alforja, de la que sacó tres manuscritos.
—¿También tienes esos tres ejemplares en cuero que te había pedido? —le preguntó amablemente al impresor.
—Sí, excelencia. Tal como me pedisteis, de ésos me he ocupado personalmente. Decidme si os gustan.
El noble admiró el excelente y refinado trabajo de Silber Franck. Una encuadernación a la italiana, de cuero rojo, grueso y brillante, sin una imperfección, decorado con un fino marco de oro impreso en seco. El lomo tenía seis nervios, para hacer el libro más robusto, ya que tenía que soportar a ambos lados una cerradura de hierro incrustada. Cada llave era por sí sola una pequeña obra maestra, con empuñadura de anillo, un disco perforado que mostraba en ambos lados la alfa y la omega; mientras el corto cañón, historiado, acababa en un peine de dientes, curvados y aparentemente irregulares. Sin su llave, era imposible abrir el libro. Todo había sido ejecutado siguiendo sus órdenes, incluido el cajoncito vacío en el interior del verso para introducir manuscritos en su interior.
—Me has servido de un modo espléndido, Eucharius, y siempre te estaré agradecido.
Giovanni Pico hizo cargar las cajas con los libros en un carrito y se quedó los manuscritos, que introdujo en el interior de los tres libros de tafilete rojo. En aquel momento, Eucharius observó con estupor que las páginas estaban pegadas entre sí, pero no dijo nada. Ya había visto y oído bastante. Con alivio lo vio alejarse, acompañado del seco traqueteo de las ruedas del carro sobre los adoquines. Antes de volver a entrar en el taller observó, a cierta distancia, a un grupo de niños que jugaban a la zara con grandes dados, y por un momento se quedó escuchando, complacido, sus risas apagadas. No obstante, cuando por fin echó la cadena a la puerta se vio sumido en los más inquietantes pensamientos.
Uno de aquellos niños recogió los dados a toda prisa, entre las protestas de los demás, y se los metió en una bolsita colgada del cuello, dentro de la camisa. Otro intentó cogerlo de la capa, pero él desenvainó un puñal e hizo ademán de pasárselo por la cara. Entonces se alejó caracoleando sobre las cortas piernas que le había dado la naturaleza. No había recorrido más que unos metros cuando un tercero le lanzó un terrón arrancado del suelo que le dio en la espalda, tras lo cual salió corriendo junto a toda la pandilla. Niños. Había conseguido hacerles trampas con los dados trucados, pero apenas había podido hacerse con unos baiocchi, que no le darían más que para un par de bocales de vino. Sin embargo tenía la impresión de que aquella noche no se iría de vacío. Aquel caballero que había seguido en un principio para robarle seguro que tenía algo que esconder, o no se habría presentado en plena noche en el taller de un impresor, judío para más señas. Un buen chivatazo a la persona indicada podría suponerle unos cuantos florines, o quizás hasta un buen grossone de plata: más de lo que podía ganar en un mes con la compañía de bufones que amenizaba las veladas de la nobleza española de Roma. Por otra parte, ¿qué otra cosa podía esperarse de un enano? Se dirigió lo más rápidamente posible hacia el Panteón, lo rodeó y llegó a la iglesia de Santa Maria sopra Minerva, sede de los poderosos dominicos. Un guardia de la puerta lo reconoció y se echó a reír en su cara.
—¡Juanito de mis calzones! ¿Qué haces por la calle a estas horas? ¿Aún no has acabado tu ronda por los burdeles?
—No, aún me falta ir a ver a tu madre.
El soldado le lanzó una patada pero el enano fue más rápido que él y lo evitó, aunque acabó en el suelo.
—Ya está bien, Ramón —dijo el otro guardia—. Si Juanito está aquí, tendrá sus motivos.
—Tengo que hablar con don Diego de Deza —respondió el enano, levantándose del suelo—. Es urgente.
—Sube, Juanito, aún tiene la luz encendida; monseñor está rezando.
El enano subió con esfuerzo los dos tramos de escaleras que lo separaban del estudio del prelado. Bajo la pesada puerta se filtraba una débil luz, llamó y esperó. Poco después se abrió una mirilla y una sombra bajó la mirada. Juanito no tuvo que inclinarse para besar la mano del obispo.
—¿Cómo estáis, monseñor?
—Bien, porque por fin estoy a punto de volver a mi España querida.
Juanito frunció las tupidas cejas; aquélla no era una buena noticia. Don Diego de Deza era su principal fuente de ingresos, aparte de los ocasionales hurtos. A él le contaba regularmente todo lo que veía y oía en las casas de los nobles y del clero romano, y sospechaba que sus confidencias llegaban hasta los oídos del cardenal don Rodrigo de Borja, protector de don Diego.
—Has interrumpido mi rosario —prosiguió el obispo—. Espero que tengas un buen motivo.
Juanito le contó con todo lujo de detalles lo que había visto, añadiendo, con vehemencia, otros detalles de fantasía. Don Diego no dio mucho peso a sus palabras, pero cuando había por medio un judío, las órdenes que había recibido eran tajantes: no había que pasar nada por alto. Despachó a su informador con una bendición y un grossone de oro y se despidió de él para siempre. Mientras Juanito se alejaba hacia Campo de’ Fiori, donde compartiría parte de sus ganancias con alguna joven ramera, el obispo despertó a su secretario y le dio precisas disposiciones que debía cumplir aquella misma noche.
Eucharius ya no esperaba a nadie. Después de mandar a casa a sus dos últimos trabajadores, cerró el taller. Ya estaba en la cama cuando oyó unos golpes violentos en la puerta. Corrió escaleras abajo, la abrió y se inclinó repetidamente. Rogó, lloró, presentó excusas por su salud y por fin aceptó con supina resignación la invitación perentoria a presentarse el mismo día, que ya anunciaba el color añil del cielo, nada menos que en la basílica de San Pedro, donde le interrogaría el cardenal camarlengo. Y el emisario papal le había exhortado a que llevara las pruebas de su inocencia o de su culpabilidad. Era como decirle a un condenado a muerte que no olvidara llevarse la cuerda con la que debían ahorcarlo. Volvió, pues, a la cama, pero sólo para tranquilizar a su mujer. Cuando la oyó respirar profundamente, se levantó de nuevo y bajó al taller.
De debajo de una pila de hojas cogió un ejemplar de su último trabajo. De costumbre hacía siempre aquello: se guardaba una copia, en parte por orgullo del trabajo realizado y en parte por prudencia, puesto que se había dado el caso alguna vez de que no le hubieran pagado. Pero esta vez era diferente; las manos le temblaban mientras sostenía el libro. ¡Oh, el conde y su locura: organizar un concilio de sabios de todas las religiones, y precisamente en Roma, sin autorización del Papa! ¡Ni siquiera el último emperador de Bizancio había sido tan osado! Y naturalmente en Roma ya se sabía todo, antes incluso que hubieran empezado a circular los ejemplares, y obviamente al primero al que habían ido a buscar era precisamente a él, Silber Franck, el impresor judío.
Ya se lo imaginaba: le obligarían a cerrar el taller, se lo llevarían a la prisión de Castel Sant’Angelo y allí lo torturarían y acusarían de las peores maldades. Y él confesaría todo lo que quisieran: que había profanado la hostia, que había escupido sobre el crucifijo o que durante la Pascua había derramado la sangre de niños inocentes. En breve acabaría como su hermano, o peor aún: lo quemarían vivo. O quizá desapareciera en alguna cloaca, sin que se le concediera siquiera la gracia de una sepultura.
Pobre Eucharius: todo lo habría perdido, y su mujer y sus hijos serían expulsados y morirían de hambre. Porque no dejarían nada suyo: todo lo que no quemaran, quedaría secuestrado. ¿Qué malvado designio divino dictaba robar y matar en nombre de Dios? Sin embargo, era así como se adquirían la gloria y la salvación eternas, mientras que los pobres como él estaban destinados al Infierno en la Tierra y en el cielo.
«¿Por qué, conde? ¿Por qué debo pagar? ¿Por mi devoción hacia vos? ¿Por mi habilidad como impresor? Adonai, oh Adonai, me has abandonado y es justo, porque te he traicionado. ¡Perdóname, Adonai! Salva a este humilde siervo tuyo. ¡Y tú, conde, que con tanta familiaridad lo tratas, háblale de mí!».
Las lágrimas empezaron a caerle, copiosas, por las flacas mejillas, hasta que la desesperación fue dando paso lentamente a la rabia. Cogió el libro en la mano, lo tiró con fuerza al suelo y le escupió encima. Después lo recogió, abrió con violencia la puertecilla de la estufa y se quedó inmóvil, mirando el fuego. Pero quemarlo no habría servido de nada. Es más, habría sido peor. De modo que, cuando se le secaron las lágrimas, supo que su futuro estaba marcado. Y se sintió como Judas, destinado a traicionar a su Señor para que Él pudiera ser sacrificado y glorificado. Le deseó al conde el mismo destino de Jesucristo, mientras las primeras luces del alba penetraban por entre las fisuras de los postigos.