Milán, miércoles, 21 de septiembre de 1938
—¡Elena, amor mío! ¡Cuánto te he echado de menos!
—¡Oh, volpino mío, yo también, yo también!
Giovanni Volpe nunca había conocido el amor de una mujer, aparte del comprado con unas pocas liras en el casino del Vicolo del Presto. Elena era guapa, más aún que las mujerzuelas dibujadas por aquel Boccasile en la revista Le Grandi Firme, que compraba a escondidas y con las que se masturbaba, llenando así sus noches solitarias. En cuanto llegó a Milán, tras casi seis horas de tren, se precipitó a su encuentro. Aún hacía calor y estaba cubierto de sudor, pero a Elena aquello no pareció molestarle. Lo abrazó, apretándose contra él de un modo tan sensual que le provocó inmediatamente una erección. Ella se dio cuenta, le sonrió y se le apretó aún más. Giovanni habría querido tomarla allí mismo, inmediatamente, sobre el sofá, pero no se atrevió. Aún no sabía bien cómo comportarse con ella, pero ya aprendería con el tiempo.
La había conocido por casualidad, en el Bar del Moro de Florencia, cerca de la librería, el día de San Ranieri. Sudaba, pero aquella vez no era por el calor, y no paraba de morderse las pieles de las uñas. Se arrepentía de haberle hecho aquella propuesta al cónsul alemán, de la que no sabía cómo librarse ahora. Había observado la presencia de una mujer rubia y hermosa, pero no podía imaginarse que se le acercaría a pedirle una información.
—Perdone, ¿usted es de Florencia?
Giovanni sólo había asentido, embelesado ante aquella visión y aquel tono de voz, olvidando de golpe su tormento.
—Estoy buscando la Officina di Santa Maria Novella. ¿Usted sabe decirme dónde está?
Después de tragar saliva aún no le salía la voz, así que tuvo que beberse de un trago todo el vaso de sidra. Tosiendo, se puso en pie y Elena se sentó.
—Gracias, pero me bastaba con que me lo explicara.
Recordaba que había farfullado algo, pero los recuerdos posteriores se perdían en sus ojos. Ella se había presentado, y al momento Giovanni sintió que no quería perderla.
—Elena Russo, encantada. ¿Sabe? Es la primera vez que vengo a Florencia. Trabajo en la Prefectura de Milán y me he tomado unos días de vacaciones. ¿Y usted? ¿A qué se dedica? Aparte de toser y dar informaciones a las señoras, quiero decir.
Elena se rio y no dejó de hacerlo en toda la tarde. Sonrió también cuando habló de sus padres, que habían muerto, y de sus sueños. Y no dejó de hacerle preguntas, parpadeando con aquellos grandes ojos mientras escuchaba cómo él le contaba su vida. A partir de aquel día volvieron a verse a menudo, hasta que, gracias a ella, Giovanni conoció por primera vez el amor. No el literario, no el de los poetas, el de los filósofos o el de los escritores, sino el amor verdadero, el que está hecho de besos, de cuerpos que se unen, de abandono completo. Con Elena había nacido de nuevo, pero esta vez no con la marca del huérfano, del rechazado, sino con la perspectiva de vivir con ella. Y no le había contado nada a De Mola, su maestro. Ni siquiera él mismo sabía por qué le había escondido aquella pasión. Quizá por miedo a que no le entendiera o porque, por primera vez, había encontrado algo suyo, personal, algo que había conquistado por sí mismo, que le pertenecía sólo a él.
—Cuéntaselo todo a tu volpina —le dijo, llevándolo al sofá para que se sentara a su lado, subiéndose ligeramente la falda—, cuéntaselo todo; si te has portado bien te sabrá recompensar.
Giovanni se aflojó la corbata.
—Todo está listo, amor mío, pero te confieso que tengo miedo. Si se pudiera encontrar otro modo…
—¿Cuál? —respondió ella, bajándose la falda hasta cubrirse las rodillas—. ¿Quieres probar suerte y pedirle a De Mola que te entregue el libro por las buenas? Seguro que lo haría de muy buena gana.
—Sí, ya lo sé, tienes razón, pero me siento culpable. Él me sacó del orfanato, me dio la posibilidad de estudiar y me acogió consigo en la librería.
—¿Y para qué? Para explotarte. Te ha educado como un criado y te ha llenado la cabeza con un montón de tonterías. ¡Ah, la misión! Como si fuerais los encargados de salvar el mundo. ¡El libro, el libro! Como si la vida se acabara con un libro.
—No hables así, te lo ruego.
—¿Y yo qué? ¿No cuento para nada? Yo te he dado todo de mí, he renunciado a casarme con un conde, ¡un conde! Y lo he hecho por ti. ¡Qué tonta soy! Pensaba que tú me querías, que querías vivir conmigo, lejos de todos y de todo. Eres un monstruo, eso es lo que eres. Oh, Dios, qué ingrato. ¡Mira, me has hecho llorar!
Ya la había visto llorar y no podía soportarlo. ¿Por qué tenía que ser tan complicada la vida? Giovanni se maldijo, en aquel momento, mientras intentaba consolarla, pese a que ella parecía rechazar todas sus caricias. Quizá lo único que debía maldecir era su conciencia. Dios, cómo envidiaba a los que conseguían seguir una línea recta de la que no se apartaban, cualquiera que fuera el precio que tenían que pagar. Él no, nunca lo había conseguido. Siempre se dejaba dominar por las vacilaciones, las dudas. Incluso después de tomar una decisión, cuando ya no podía volver atrás, algo en su interior lo impulsaba a un nuevo compromiso, una vía intermedia que justificara su comportamiento. Entre el Bien y el Mal. Maldijo a De Mola mientras veía a Elena, que seguía sollozando. Giovanni sabía perfectamente que, si había llegado a ser algo, se lo debía solamente a su maestro, pero puede que aquélla fuera precisamente la cuestión: se había transformado en lo que no quería ser. Habría querido dejarse llevar por el viento, confundirse entre los millones de personas que vivían una existencia anónima, disfrutar de los pequeños privilegios que su intelecto y su capacidad le hubieran podido dar, nada más. Y vivir su amor con Elena.
¿Por qué no había entendido aquello De Mola? ¿Por qué no le había dejado que se fuera por su cuenta, después de la Sorbona, o incluso antes, después de conseguir aquel diploma laude cum maxima en los jesuitas de Livorno? Le habría bastado con un puesto de funcionario en algún ministerio, o de bibliotecario en alguna universidad. Pero no, De Mola había confiado en él, en sus capacidades intelectuales y en un corazón limpio, honesto y sincero que Giovanni no tenía. No había sido capaz de llevarle la contraria, de negarse, y siempre lo había dejado para más adelante. Así había pasado el tiempo, fingiendo ser lo que no era, pero sólo para que De Mola lo viera como él quería que fuera. Y cuando, día tras día, Giacomo le había ido haciendo partícipe de sus secretos, de por qué lo había elegido, de la misión, se había encontrado con que ya no podía dar marcha atrás.
—¡Vete! —le gritó Elena—. ¡No quiero volver a verte!
—No, amor mío, no te pongas así. Todo irá bien. Le he pedido a Zugel, ese alemán, que espere unos días más para ver si consigo encontrar el modo de… bueno, ya me entiendes. Pero si no lo consigo, te prometo por mi vida que haremos lo que habíamos decidido. Y luego nos iremos a América, tú y yo, ricos y felices, y tendremos un montón de niños, como tú quieres.
Elena se sorbió la nariz y dio la impresión de que dejaba de llorar. Él le acarició prolongadamente la rubia melena, que tenía atada con una cinta azul.
—Está bien, te perdono —le dijo—, pero no lo hagas más. Y haz lo que te mande ese alemán, que parece que sabe lo que dice. Si no…
—¿Si no?
—Si no, esta volpina tendrá que buscarse otro volpino. Mira cómo te espera…
Elena le cogió la mano y se la metió bajo la falda. Giovanni se sintió en el paraíso. Al diablo De Mola, Pico y su libro; en unos días todo habría acabado.
Ella siempre reía cuando hacían el amor, y a Giovanni sus risas le extasiaban. Pero luego se vio obligado a marcharse: ya eran más de las cinco de la tarde y debía darse prisa. La excusa para ir a ver a Elena a Milán era la entrega de dos obras a la librería Mediolanum, el De architectura de Vitrubio, en una rarísima edición del siglo XVI, y un libro sobre la caza de mediados del XVII de Cesare Solatio. Precisamente sobre la caza, qué coincidencia: sí, la caza había comenzado y De Mola era la presa. Nada ni nadie podrían separarlo de su felicidad: Elena, América y doscientos mil dólares.