Roma, viernes, 5 de enero de 1487
El cardenal se presentó vestido como un verdadero príncipe, pero no de la Iglesia. Sobre un jubón púrpura tejido con hilos de oro lucía el emblema de la Orden de Alcántara, un rombo de oro con una cruz verde con los extremos en forma de flor de lis, regalo de Fernando, rey de Aragón.
—Santidad, estoy al mismo tiempo asombrado y encantado de que me hayáis mandado llamar.
Rodrigo Borgia se quitó el bonete a la capitanesca, última moda en España, agitándolo en el aire con un amplio gesto de la mano. Llevaba un filete negro de piel de lobo, al igual que en la casaca, de tipo militar. Las calzas y los ricos botines eran de color púrpura cardenalicio. Sólo le faltaba la espada para que pareciera que el noble español se estuviera preparando para un desfile. Inocencio le sonrió, sin responderle. Aquello era lo que le gustaba de aquel hombre: la arrogancia disfrazada de respeto y un uso tan mesurado de las palabras que nada, ni siquiera la inflexión de la voz, parecía ser fruto de la casualidad. Mejor tenerlo como aliado que como enemigo.
—Venid, cardenal —dijo el Papa, levantándose después de presentarle el anillo para que lo besara: era importante dejar claro desde el principio quién dictaba las condiciones—. Vos siempre sois bienvenido. Es más, nos gustaría que os dejarais ver más a menudo en nuestra presencia.
El uso de la primera persona del plural no era en absoluto casual y le servía para mantener aún más las distancias. El cardenal Borgia siguió al Papa a su estudio, y vio cómo se encargaba personalmente de cerrar la puerta con llave. Inocencio lo miró de reojo y disfrutó con la evidente curiosidad de su invitado.
—Creía que estabais enfadado conmigo, que no os había gustado el regalo de la joven De Mila.
Un destello de avidez pasó por los ojos de Inocencio.
—En otra ocasión, será un placer. Desgraciadamente, no estaba del humor ideal para una… circunstancia tan placentera.
El Borgia abrió las manos y le sonrió.
—Pero sentaos, cardenal —dijo el Papa con un tono más confidencial, poniéndose cómodo en su butaca preferida, la que tenía unos grandes brazos torneados que lo situaba al menos un palmo más alto—, y tened la cortesía de escucharme. Eso sí, os recuerdo antes que todo lo que os diré es como una confesión. Sabéis bien, pues, que no os estará permitido, ni ante los hombres ni Dios, revelar a nadie lo que os voy a revelar yo, y conocéis bien las consecuencias de un eventual incumplimiento de vuestro compromiso.
—Tenéis la palabra del hombre y el deber del cardenal —respondió el Borgia con una leve inclinación de la cabeza—. De momento, más no puedo daros, Santidad.
—Tenemos la misma edad, Borgia, ¿lo sabéis?
—Pues sí, Santidad. Es más, yo tengo unos meses más que vos.
—Podríais ser papa vos en mi lugar…
El cardenal se alarmó: aquella frase no la había lanzado por casualidad y no le gustó en absoluto. Ambos eran hombres de poder que hasta aquel momento se habían respetado recíprocamente. Aquella declaración taxativa, sin rodeos, podía ser el prólogo del inicio de una guerra. Enseguida pensó que tendría que defenderse de una agresión inesperada y se preguntó si tendría tiempo de clavar en la garganta del Cybo el puñal que escondía bajo la manga derecha antes de caer víctima de algún esbirro enmascarado.
—¿Os he sorprendido, amigo mío? —prosiguió el Papa.
—Confieso que sí, pero la prudencia me impone callar.
—No tengáis miedo, no os he llamado aquí para haceros caer en una trampa o en una tentación. Lo que os diré os sorprenderá aún más, porque sellará una santa alianza entre vos y yo.
—Santidad, os ruego que no me tratéis de tonto. Sería una ofensa que no podría soportar.
—Si estáis aquí es precisamente porque no sólo no os considero un estúpido, sino porque os quiero a mi lado. Olvidemos lo que nos ha separado, olvidemos a Della Rovere: sé perfectamente que ocupo el trono papal en vuestro lugar gracias a él. Abandonemos toda diferencia entre nosotros y, si Dios quiere, sacaremos ambos un gran beneficio. Y, sobre todo, alejaremos de nosotros el más grave, el más devastador de los peligros.
El cardenal Borgia miró durante un largo rato a los ojos a su rival, el hombre que, años atrás, le había privado de la cátedra de Pedro, a pesar de todas sus maniobras. Buscó en la mirada de Inocencio VIII el brillo de un engaño, pero éste no mostró ningún punto débil.
—¿Entonces, estamos de acuerdo?
—Estoy dispuesto a escucharos.
—Deo gratias! —exclamó el Papa—. Por un momento he temido vuestra negativa, pero somos demasiado parecidos, vos y yo, y contaba con que me escucharíais. Empecemos desde lejos. Vos lo sabéis todo sobre el Concilio de Éfeso, supongo. ¿No es cierto?
—Sé lo que he estudiado. Se que se debatió la naturaleza de María. Que se le atribuyó la calificación de Theotokos, madre de Dios, contra la tesis de Nestorio, que quería que fuera Christotokos, madre de Cristo.
—Nestorio se equivocaba, pero ni él mismo sabía cuánto. Sabed que durante el concilio se registraron graves altercados.
—Giovanni —dijo el Borgia con un tono confidencial que nunca había osado utilizar—, ¡espero no estar aquí para someterme a un examen sobre la historia de la Iglesia!
El Papa sonrió al oír que le llamaba por su nombre; la última persona que lo había hecho había sido su madre, muchas décadas antes. Pero no le desagradó especialmente, porque estaba a punto de compartir con el Borgia el secreto que desde hacía más de mil años pasaba de papa en papa, y que no se les comunicaba hasta que eran elegidos. O al menos así tenía que ser.
—No, yo tampoco sé mucho, pero Éfeso es importante. Y lo será también para vos, dentro de poco. Aquel concilio fue escenario de ásperas e irreparables disputas, de intrigas y de sanguinarios enfrentamientos. Pero no a causa de Nestorio ni de otras herejías presentadas. Allí se debatió sobre la Iglesia que Pablo había reformado, sobre su poder, aún incierto y con dificultades para afirmarse. Roma estaba en decadencia, mientras Constantinopla era cada vez más rica. El plan de su emperador era el de llevarse la Iglesia a Roma y destruir así el último baluarte de Occidente. Para hacerlo tenía que demostrar que la Iglesia de Pedro estaba fundada en la mentira y el engaño y que sólo la verdad procedente de Oriente podría salvarla. Una nueva Iglesia, ¿comprendéis, Rodrigo? ¡Un nuevo orden, basado en el hecho de que el Dios que hasta aquel momento habían adorado y sobre el que se había fundado la Iglesia de Pedro era falso!
Rodrigo Borgia se acarició la curva de la prominente nariz: sentirla le dio seguridad, aunque habría preferido encontrarse en una de sus pesadillas nocturnas que sólo los grandes ojos negros de la bellísima Giulia le ayudaban a superar.
—¿Habéis oído bien lo que os he dicho?
—Tenemos enemigos en todas partes y siempre los hemos tenido, pero aquí estamos, desde hace mil quinientos años.
—No lo entendéis. Pero aún no podéis hacerlo. Imaginad que por un instante toda la nobleza y la riqueza de vuestra familia se basaran en un engaño y en la mistificación. Y que estáis en posesión de un documento que atesta ese hecho con pruebas ciertas y demostradas. ¿Qué haríais?
—Lo destruiría.
—Exactamente. Pero si ese secreto también estuviera al alcance de otros, si las pruebas que tenéis os permitieran defenderos en un futuro de las acusaciones y utilizarlas en vuestro favor, a vos o a los hijos de vuestros hijos, ¿qué haríais?
—Lo guardaría como el más importante de los secretos, y me encargaría de que sólo mi heredero designado pudiera tener conocimiento de él.
—Exacta también esa respuesta. Pues bien, la nuestra es una familia, Rodrigo, y yo soy el ducentésimo decimotercer hijo. Y soy el custodio del secreto de nuestro poder y de nuestra ruina.
El Borgia se quedó rígido y mientras pasión y reflexión, características de su sangre, luchaban entre sí, buscó una vez más, en las palabras y en la mirada del Papa, dónde estaba la trampa. Pero por Dios, Inocencio parecía sincero.
—Ahora os propongo un pacto, Rodrigo. Podéis salir de esta sala, libre como siempre habéis sido, y olvidar lo que os he dicho. Pero si os quedáis, abriré los sellos del legado que cada pontífice deja a su sucesor, y con él todos sus secretos. Si me sobrevivís, juro por mis hijos y por mi salvación eterna que seréis el próximo Papa.
El cardenal español apretó los ojos hasta reducirlos a dos fisuras. O Inocencio se había vuelto loco o sus sueños se estaban volviendo realidad. O quizás ambas cosas. Juntó las manos, pero no para rezar. Sus pensamientos eran caballos lanzados al ataque, y no era fácil dominarlos.
—Tengo dos preguntas que haceros, Giovanni, y en vuestras respuestas basaré mi decisión. Apenas intuyo vagamente la silueta de vuestro proyecto, y debo preguntaros: ¿Por qué queréis compartirlo con alguien? ¿Y por qué precisamente conmigo? ¿Por qué no con vuestro elector, Della Rovere, que probablemente en este momento estará sufriendo como un condenado, sabiendo de este coloquio en privado entre nosotros dos?
Inocencio sonrió pensando en los tormentos que en aquel momento estaría sufriendo realmente Della Rovere. Seguramente alguien le habría puesto ya al corriente, y él no lo habría entendido. Pero sonrió aún más porque ahora ya sabía que el Borgia había tomado su decisión.
—Hacéis bien en sospechar. Pero espero que comprendáis mis motivos. El secreto ya no es tal secreto, pero quien lo ha sacado a la luz no conoce el inmenso valor de su descubrimiento y, más importante aún, quizá la noticia no haya sido difundida aún. Comprenderéis lo que os digo. Tened, si no ya fe, paciencia.
Borgia cruzó los brazos a la altura del pecho.
—Y todo esto —sonrió Inocencio—, gracias… a un judío. Quién lo iba a decir. Mirad, yo estoy enfermo desde hace tiempo. Creo que sufro una forma leve del morbo gálico. Pero si la enfermedad se acentuara, no podría defenderme ni a mí mismo ni a la Iglesia. Sabéis los efectos que tiene esta enfermedad sobre la mente, ¿no es cierto? Provoca alucinaciones, locura, visiones. Sería muy peligroso en este momento, no sólo para mí, sino para toda la Cristiandad. Por eso necesito un aliado. Me habéis preguntado por qué ha recaído mi elección sobre vos, y es justo y honesto que os responda. Pero esta respuesta la tenéis ante vuestros ojos. Ninguno de mis hijos tiene vuestras cualidades, Della Rovere ya es bastante poderoso, y además sus costumbres lo hacen poco digno de confianza y víctima de la curiosidad y los chantajes de todos esos novicios de los que se rodea. Vos, en cambio, que tenéis mucho que ganar y nada que perder, sois lo que necesitamos la Iglesia y yo. Si conserváis la salud, sabréis cómo comportaros cuando tengáis en la mano las llaves de san Pedro. Decidme pues: ¿os quedáis?
Rodrigo Borgia se levantó y se puso a caminar con las manos a la espalda. Ya había tomado su decisión, pero quería empezar a comportarse como papa. Después se apoyó en la gran mesa de roble, dejando una pierna colgando, como hacían los caballeros españoles.
—Me estáis llamando a combatir. Bueno, si vivo más que vos, mi nombre será Alejandro, en honor a Alejandro Magno, que fue el primero en conquistar el mundo. ¿Qué os parece?
—Los astros desaconsejan este nombre a los poderosos. Pero debe gustaros a vos. Entonces está decidido, seréis el sexto, siempre que viváis más que yo, claro. Y ahora vamos a lo nuestro… querido Alejandro.
Inocencio se acercó a un banco de poco valor que contenía una pesada caja fuerte de hierro. Sacó una serie de llaves y abrió unas cerraduras. A cada resorte que saltaba, el Borgia sentía un escalofrío nuevo que le partía de la ingle y le llegaba al cerebro, y cuando Inocencio le presentó un montón de hojas y un pliego precintado con cinco sellos de cera, sintió un placer equivalente al de un orgasmo. Con un gesto de la cabeza, aquel que él ya veía como su predecesor le invitó a romperlos y a leer las páginas que custodiaban.
—Éste es el Sello Sacro de la Santa Iglesia Romana, que sólo el Papa conoce y que puede romper o preservar durante siglos. Éste es nuestro secreto, ésta es la vida y la muerte de Dios.
Era la primera vez que el contenido del Sello, el Sacrum Sagillum, de diez siglos de antigüedad, iba a ser compartido por dos personas en vida a la vez.
Las manos de Rodrigo Borgia temblaron ligeramente cuando abrió las primeras páginas, escritas en un latín clásico que para él no tenía secretos, y en las que se explicaban los motivos por los que se había convocado el concilio en Éfeso en la época en que nació el Sello. ¿Qué ciudad mejor, sede del culto de Artemisa-Diana, la Gran Madre anatólica, podía escogerse para proclamar la falsedad de los viejos cultos? Precisamente cerca de la basílica conciliar se colocó una antigua estatua de la diosa polimasta, es decir, de numerosas mamas, con la que se quería señalar que ella, la Gran Madre, alimentaba con su leche a toda la humanidad. Una acción solapada, mientras que otra advertencia había sido mucho más clara. El emperador Teodosio abrió el concilio con la frase de Cristo extraída del Evangelio de Tomás: «Quien insulte al Padre será perdonado, y quien insulte al Hijo será perdonado, pero quien insulte a la Madre no será perdonado, ni en la Tierra ni en el Cielo». Este segundo aviso, bajo la premisa teológica, ocultaba una amenaza con todas las de la ley a quien osara «insultar» a la Madre.
—¿Quién escribió estas páginas? —preguntó, levantando por primera vez los ojos del papel.
—Está su firma, en el fondo, con su sello. Celestino I, el papa del concilio, no se atrevió a poner nada por escrito, pero Sixto III, su sucesor, quiso alertar a sus sucesores contando lo que había sucedido realmente durante el Concilio y vaticinando la ruina de la Iglesia si alguien cedía a las lisonjas o a las amenazas procedentes de Oriente.
—¿Y si alguien hubiera querido aliarse precisamente con los emperadores de Oriente?
—No le convenía a nadie. En Roma, quiero decir. El Imperio de Occidente estaba en sus últimos estertores, y cualquier alianza con Oriente enseguida habría privado de poder a la Iglesia romana. La única posibilidad de supervivencia era mantener el culto en Roma y, llegado el caso, buscar alianzas con los nuevos invasores. Por eso se creó también el mito de la donación de Constantino.
Rodrigo Borgia se giró de golpe hacia él, con los ojos como platos.
—¿Qué queréis decir?
Inocencio VIII suspiró y abrió los brazos.
—Que la donación de Constantino en la que se basa nuestra posición, el poder de Roma, es una mentira.
La respiración del Borgia se volvió más afanosa.
—No es posible: el emperador donó hasta sus palacios al papa Silvestre para agradecerle el haberle curado de la lepra. ¡Lo saben todos, hasta nuestros enemigos!
—¡Ah, Rodrigo! Este libro tiene más secretos que nuestras amantes. Lee lo que escribe Esteban II, que tuvo incluso escrúpulos de conciencia. La Iglesia estaba agonizante y él, que Dios lo tenga en su gloria eterna, se inventó la donación que justificó el nacimiento de nuestro Estado. Sin ella, no existiríamos, Rodrigo. La Iglesia no tendría ni riquezas ni territorios, ni ningún poder sobre reyes y emperadores. Hoy en día probablemente yo sería un banquero como tantos otros, y tú cabalgarías a la cabeza de tus hombres entre las suaves colinas de España.
—Empiezo a entender muchas de las cosas que me habéis insinuado antes —dijo en voz baja el cardenal.
—Sigue adelante; sabrás muchas más. Y luego, cuando leas lo que ha escrito el conde Della Mirandola, lo entenderás aún mejor.
—¿Qué tiene que ver Mirandola con todo esto? No os referiréis a las Novecientas Tesis.
Inocencio sonrió. Efectivamente, Borgia no podía saber, pero su sonrisa se hizo aún más grande cuando se lo imaginó inmerso en la lectura de las otras. Después bajó los ojos y unió las manos en forma de copa.
—Ten fe; luego lo verás todo claro.
Rodrigo retomó la lectura, deteniéndose de vez en cuando en alguna nota que dejaba al descubierto las preocupaciones de los papas que habían precedido al hombre que estaba en silencio ante él. Había saltos temporales de hasta más de un siglo; luego un papa más prolijo que los otros añadía algún comentario, u otro relataba cómo, a veces, la verdad asomaba peligrosamente por culpa de un hombre o de una idea. Leyó un apunte del papa Zacarías, que hizo que depusieran al rey merovingio Childerico III por temor a que la veneración de este último por la figura de la Magdalena —vista como esposa real de Cristo— pudiera difundirse demasiado. En su lugar coronó a Pipino como rey de los francos, dando así inicio a la dinastía carolingia y rompiendo la cadena que parecía unir a los merovingios con Cristo.
Borgia subrayaba atentamente con un dedo las apasionadas anotaciones de Silvestre II, el Papa que conocía y practicaba la magia más que ningún otro y que sobrevivió al año mil. No era el fin del mundo lo que le preocupaba, sino la delegación que le había enviado el emperador de la China Zhen Zong precisamente en el año mil, que para ellos era el 3697. Los delegados querían debatir tranquilamente sobre el Uróboros, el primer ciclo cósmico representado por la serpiente-mujer, creadora de todo el universo. Sus sabios habían estudiado interesantes afinidades con la tradición bíblica de Eva, de la serpiente y del Árbol de la Sabiduría con el que la mujer había querido emular a su Creadora. De aquello querían discutir con los sabios de la Iglesia romana para elaborar la primera enciclopedia sobre ciencias religiosas, según decían. Pero Silvestre consiguió hacerles esperar más de cinco años, hasta que, decepcionados, se volvieron a Catay.
Y quedó estupefacto ante el número de estudiosos judíos que se habían dirigido a Roma con la esperanza de encontrar respaldo a sus Tesis sobre el culto a la Diosa Madre, en la que encontraban grandes afinidades con María, la madre de Dios. Toda la cultura popular judía y los testimonios de los más antiguos hallazgos proclamaban la existencia y la supremacía de la Diosa Madre, que además era negra, y poco importaba si se llamaba Lilit o Ishtar. Pero aquellos hombres habían acabado siendo perseguidos por sus propios maestros, los mismos que les habían impulsado a estudiar y que desde siempre demonizaban la idea de la Gran Madre, aun sin negarla. Se habían anotado puntualmente las fechas de su desaparición, acordada con las máximas autoridades hebraicas, con una oración por sus almas al margen.
Las últimas notas de interés hacían referencia a la lucha secreta contra el poder de la Orden de los Caballeros de Jerusalén, los Templarios, por parte de Clemente V: la revelación de la verdadera esencia del Grial, la conciencia de que todo tenía un principio femenino. A lo largo de los años, los Caballeros habían recopilado pruebas, llegando a desafiar al predecesor de Clemente, Benedicto XI, para que tuviera el valor de revelar la verdad a la cristiandad y a todo el mundo. Pero a pesar de la derrota y la repentina disolución de la Orden, las pruebas que habían declarado que poseían nunca se encontraron. El propio Clemente V había escrito sobre el Sello sus dudas sobre la existencia o no de estos documentos templarios.
—¿Realmente tenían esas pruebas los Caballeros Templarios?
—Quizá sí, o quizá no. Puede ser que lo intuyeran y quizás intentaban precisamente apropiarse del Sello Sagrado para encontrar una confirmación a sus hipótesis. Nadie lo sabe, pero tienes que entender a Clemente. Vivía aterrorizado, odiado por los italianos, por los franceses y por el propio Felipe, que había hecho que lo eligieran. Cuando alguien te amenaza en la oscuridad, da igual si empuña una espada o una fusta: primero córtale la cabeza, y luego ya podrás ver con calma qué es lo que llevaba en la mano.
—Sabia conducta.
—Sabía que la apreciarías. También es cierto que, cuando llegues, si tienes ganas, a los secretos sobre el proceso contra los Caballeros del Templo, descubrirás que las acusaciones de sodomía y todo lo demás eran completamente falsas.
—Pero fueron condenados.
—Sí, pero en aquella época, si lo recuerdas, estábamos al servicio del rey francés, que tenía demasiadas deudas con ellos. Digamos que nuestros intereses coincidieron. De eso, no obstante, no encontrarás ningún rastro en los libros oficiales. Sólo en este libro, Rodrigo, sólo a través de la lectura del Sello y de algunos de los documentos adjuntos podrás llegar a la Verdad.
El cardenal bostezó y se pasó las manos por la tonsura.
—¿Estás cansado? ¿Quieres un poco de vino? —preguntó, premuroso, Inocencio.
—Sí, con mucho gusto. Si bebéis conmigo no me hará daño.
Inocencio sacudió la cabeza y miró al cardenal como se mira a un niño que esconde tras la espalda los dedos pringados de miel.
—Rodrigo, Rodrigo… Eres tú el experto en pociones y venenos. No creerás que no me he dado cuenta todo este tiempo. Y no creas siempre que los demás van a hacerte a ti lo que tú les haces a ellos.
—Entonces lo beberé con mucho gusto, pero no estoy cansado. Dejadme ver el Mirandola. Quiero ver por qué lo teméis tanto. No será que conoce algo del…
—Él no conoce el Sello, pero ha estudiado demasiado. Ésa ha sido su ruina.
—Es lo que siempre les he dicho a mis hijos.
—Ahora lee esto —respondió Inocencio, sin más.
Una tela blanca de Damasco cubría la mesa sobre la que el Papa apoyó delicadamente un manuscrito de tafilete rojo. A Rodrigo le pareció una mancha de sangre, y se acercó con avidez. Lo cogió entre las manos, se sentó en el trono papal y empezó. Dos libros, dos secretos en un solo día y la perspectiva de que aquel trono un día sería suyo. Devoró el libro y el tiempo se le pasó rapidísimo. No así a Inocencio, que siguió dándoles vueltas a sus vistosos anillos. Cuando hubo acabado, Rodrigo Borgia levantó la mirada hacia el Papa, con el puño cerrado frente al pecho.
—¿Pero qué tiene de especial este hombre? ¿Qué es? ¿Un genio, un ángel? ¿Un demonio?
—No lo sé —respondió Inocencio, sacudiendo la cabeza—. Sólo sé que parece tener algo mágico, Rodrigo. Algo que te confieso que me da miedo. Dicen que, cuando nació, sobre la cabeza le apareció una esfera de fuego; es cierto, fueron muchos los que la vieron. Y es un hecho reconocido que siempre ha tenido una inteligencia temible, acompañada de una memoria prodigiosa, que espanta. Le lees dos páginas en cualquier idioma y es capaz de recitártelas enteras un momento después.
—Sería un espía perfecto.
—Ojalá fuera así; he intentado ponerlo de mi parte, pero como todos los hombres con enormes ideales, no ha cedido. Además es terriblemente rico, y ha invertido un patrimonio en comprar documentos, cartas y textos antiguos escritos en las lenguas más remotas. Estoy convencido de que habría encontrado el sistema para embaucarnos a todos si Dios o el azar no hubieran intervenido.
—¿Os refierís al judío que habéis mencionado antes?
—Sí, Eucharius Silber Franck, el impresor, que se ha cagado encima cuando ha sabido que no sólo Mirandola había impreso sus Novecientas Tesis sin mi permiso, sino también que pretendía debatirlas en un concilio de sabios de todas las religiones del mundo que iba a celebrarse aquí, en Roma, a mis… a nuestras espaldas.
El cardenal volvió a tocarse la prominencia de la nariz y apretó los ojos, que se hicieron pequeños.
—Sí, ahora me queda claro su proyecto. En realidad aprovecharía el debate sobre las Novecientas Tesis para divulgar las otras, las secretas. Y llegados a ese punto quizá sería demasiado tarde: el clamor, el escándalo… ¿Pero cómo habéis conseguido apropiaros de ellas?
—Yo también tengo mis espías y mis métodos. Permíteme que guarde sólo este pequeño secreto, Rodrigo.
Inocencio prefirió callar sobre los medios usados por su hijo Franceschetto para sustraerlas de la casa del cardenal De’ Rossi, anfitrión del conde Della Mirandola. Había explicaciones que no eran necesarias para su alianza. El Borgia no insistió, pero no podía por menos que tener alguna duda sobre su autenticidad.
—¿No serán una falsificación creada ex profeso por algún enemigo nuestro?
—Son tan verdad como que Cristo… No, mejor dejémoslo fuera de esto. Como que tú y yo estamos aquí hablando. El plan de Mirandola era perfecto, casi como su inteligencia superior, que tiene algo de demoniaco, créeme.
—No hay duda. Poco importa que provengan de un ángel o de un demonio: estas ideas se habrían extendido como una mancha de aceite, entre otras cosas porque también les habrían resultado cómodas a muchos de los nuestros. Y cualquier intento por refutarlas para defender a nuestro Dios parecería la defensa desesperada de un condenado a muerte.
—Además encontrarían muchos adeptos en toda Europa dispuestos a creer lo que fuera, hasta que Dios padece gota, con tal de hundir a la Iglesia romana.
—Sobre todo en Alemania. Pensad en cuántos nobles hay interesados en contestar nuestra autoridad. Si el Sacro Imperio Romano no existiera, hasta los príncipes electores se verían liberados de su voto de obediencia al emperador. Y para evitar su deposición se posicionarían en nuestra contra. Pero ahora sigue con la lectura, y luego ya hablaremos de cómo impedir todo esto.
—Ya me he hecho una idea, Giovanni. Estad tranquilo: sólo una vez en la historia David ha conseguido derrotar a Goliat.