Roma, viernes, 2 de marzo de 1487
Del gran portalón de madera del Palazzo Savelli salió un soldado a caballo y, tras él, un carro tirado por un par de bueyes acompañado de cuatro alabarderos con las insignias papales. La visera abierta, sobre la barbera de malla en abanico que les cubría hasta la nariz, les confería un aspecto severo. Una coraza de hierro les tapaba hasta la mitad de las piernas, protegidas por grebas de cuero. Tras el carro, dos tamborileros repicaban cada cuatro pasos, dándole a la marcha una cadencia fúnebre. Toda la Via di Mont Serrat por la que pasaban los papas para llegar a Letrán, resonaba al triste ritmo con el que solían desfilar los condenados a muerte que salían de los calabozos de Corte Savella.
Algunos niños se unieron al desfile, bailando y saltando, mientras la gente se asomaba a las ventanas de los edificios para ver el rostro al prisionero, que seguramente sería ahorcado en Campo de’ Fiori, tal como marcaba la costumbre. Pero el carro parecía vacío, a menos que bajo la lona se escondiera un hombre ya muerto que fueran a colgar igualmente en señal de extremo desprecio por su terrible delito. A los niños se les unieron muchos otros, entre ellos mujeres, nobles y comerciantes, intrigados por aquella extraña procesión sin el condenado de pie en el carro. Incluso varias prostitutas que ejercían su oficio se atrevieron a acercarse al cortejo, intentando que sus llamativos vestidos se confundieran entre la multitud.
Una vez en Campo de’ Fiori, el cortejo se detuvo frente a un grupo de soldados. Estos últimos estaban de guardia frente a una pila de leña más ancha que alta. La gente empezó a rodearla como la marea que avanza cubriendo una roca. No se trataba de una condena a la horca porque faltaba el palo del que colgar al condenado. Algunos, que se proclamaban expertos en las condenas de la Iglesia, sentenciaron con suficiencia que sin duda se trataba de una ordalía, y más precisamente del juicio del fuego, una pena mucho menor que el auto de fe. En este caso se verían troncos o medias cruces, sobre las que podrían confesar sus culpas y arrepentirse los acusados. Pero la ordalía, al ser un Juicio de Dios, no admitía posibilidad de redención. Si el condenado conseguía caminar sobre las brasas ardiendo sin quemarse, quería decir que Dios le protegía y, por tanto, que era inocente. Aunque en ocasiones esa protección podía proceder del demonio, motivo por el que era más prudente quemarlo igualmente en la pira. Más valía mandar un alma inocente de más al Paraíso que dejar que un hijo del demonio pudiera campar impunemente entre la gente de bien.
Los soldados prendieron fuego por fin a los rastrojos, que ardieron al instante, crepitando y prendiendo a su vez la fajina de madera seca, que poco a poco empezó a carbonizar los pesados troncos de madera. En aquel momento levantaron la lona que cubría el carro. Todos se pusieron de puntillas para ver mejor: era la ocasión que estaban esperando los carteristas para meter la mano bajo las prendas de los señores presentes. Algunos, con un rápido movimiento de cuchillo, cortaban la tira de cuero que sostenía la bolsa con el dinero, mientras sus cómplices, casi tirados por el suelo, esperaban que cayera para cogerla al vuelo y huir. Los cortadores eran jóvenes de movimientos ágiles, mientras que los recogedores, que así se les llamaba, solían ser sus hermanos menores, niños que, tras el golpe, iban a esconderse bajo las amplias faldas de colores de sus hermanas meretrices: eran verdaderas organizaciones familiares contra las que la policía pontificia poco podía hacer, a menos que los pillara con las manos en la masa.
No obstante, aquel día sucedió algo imprevisto: quizá fuera una llamarada especialmente alta, o el movimiento de la multitud intrigada, pero un joven, en lugar de cortar la bolsa del dinero, le propinó un corte en la barriga a un gordo comerciante de cerdos. Éste cayó al suelo y aplastó al hermano pequeño de su agresor, que tenía entre las piernas, quien soltó un grito inhumano, parecido al de sus animales al degollarlos. Pero la multitud tenía los ojos puestos en el carro y no hizo caso, porque lo que estaba sucediendo era realmente raro. En lugar de cristianos, los soldados llevaban a la hoguera una enorme cantidad de libros, que yacían escondidos bajo la lona. Aquello produjo una gran decepción, en parte compensada por la novedad. Los expertos en condenas sentenciaron esta vez que probablemente se tratara de libros heréticos, y que al no poder quemar en la pira a su autor, se quemaban en su lugar los libros que había escrito. Y tenían razón.
Inocencio VIII y Rodrigo Borgia, vestidos como simples nobles, seguían la quema de los libros desde una ventana del segundo piso del Palazzo Condulmer.
—No es más que el principio, Giovanni.
—Sí, más adelante quemaremos también al conde Della Mirandola.
El cardenal se giró hacia él.
—No, Giovanni, sólo sus libros, para dar ejemplo. Él desaparecerá, simplemente. Un libro no puede convertirse en mártir, pero un hombre sí. No hace falta hacerlo todo evidente, y nosotros tenemos que ser prudentes.
—¿Qué tienes pensado para él? —dijo el Papa frotándose las manos enfundadas en guantes, mientras los ojos le brillaban a la luz de las llamas.
—El perdón.
—¿Qué dices? ¿Pero estás loco? ¿Le quemamos los libros y después lo perdonamos?
—Precisamente. Cuando lo sepa se asustará, y cuando la comisión decrete la impiedad y la herejía de sus escritos, comprenderá que está condenado. Entonces le comunicarás tu perdón y lo invitarás a Roma. Quien está desesperado se agarra a todo, y tu benevolencia le parecerá la última tabla de salvación. Vendrá y se pondrá en nuestras manos. Entonces, misteriosamente, desaparecerá para siempre, sin hacer ningún ruido. La Gran Madre será benévola con él, ¿no crees?
Giovanni Battista Cybo sonrió, mientras las llamas empezaban a consumirse y la multitud a dispersarse. Entre las últimas personas que se fueron había una joven rodeada por los soldados, que se divertían tirándole del vestido verde chillón y rompiéndoselo. La expresión de ella debería disuadirlos, pero una prostituta no podía permitirse rechazar sus atenciones. Hasta que no sacó un cuchillo y amenazó con cortarles el adminículo que les sobresalía de los calzones, no abandonaron su acoso, y aun así lo hicieron a regañadientes.
Leonora ya sabía de quién eran los libros convertidos en cenizas y decidió que, de algún modo, aunque fuera a costa de su propia vida, advertiría al joven conde o a su amigo protector, aquel hombre de buen porte y perilla negra a quien se había confiado anteriormente. En cuanto al vendedor de cerdos destripado, no lo encontraron hasta unas horas más tarde, tras la vieja torre Arpacata, junto a la Posada de la Vaca. Estaba boca abajo, completamente desnudo, con el rostro hundido en el fango con el grasiento culo de un color ya amarillento. Muerto por desangramiento, tal como decretó el médico, y despojado posteriormente de toda su ropa. Nadie sabía quién era, así que, metido en un saco, lo echaron a la fosa de los pobres de la iglesia de San Paolo.