Roma, sábado, 21 de julio de 1487

Rodrigo Borgia estaba disfrutando ya su próximo triunfo. Los reyes Fernando de Aragón e Isabel de Castilla estaban entrando en la basílica de San Pedro, rodeados de un séquito de caballeros y damas suntuosamente vestidos. En otro tiempo el Borgia estaría entre ellos, pero aquel día estaba allí, a la derecha de Inocencio VIII, a la espera de recibirles. El protocolo mandaba que los reyes se inclinaran ante el Papa, que les ofrecería el anillo para que lo besaran. Y dado que Rodrigo Borgia estaba junto al Papa, aquella genuflexión frente al primer siervo de Dios parecería, a los ojos de todo el mundo, también una consideración a su púrpura cardenalicia. Tras los soberanos vio a Tomás de Torquemada. Con un hacha a las espaldas sería la perfecta representación de un verdugo, con su corpulencia, los ojos hundidos y los labios apretados, sin ninguna expresión en el rostro. Sólo la tonsura típica de los monjes de Santo Domingo le identificaba como hombre de Dios.

Lo conocía desde joven y nunca había podido soportar su celo religioso; idéntico al de su tío Juan, que le había precedido en el cargo de abad de Subiaco. Del mismo modo que había castigado al tío, ya muerto y enterrado, antes o después se ocuparía del sobrino. Pero ahora Tomás podía resultarle útil sólo con que reorientara su sacro furor un poco menos contra los judíos y un poco más contra las mujeres. Estaba obsesionado con ellos, como si fuera una cuestión personal, y sin embargo no le hacían ningún daño. Eran hábiles banqueros, excelentes médicos y profundos filósofos, e incluso habrían podido convertirse en buenos aliados. ¿Acaso no decían en su primera oración de la mañana: «Te doy gracias, Señor mío Dios, por no haberme hecho nacer mujer»? Los soberanos se arrodillaron y Rodrigo hizo lo propio.

El Borgia lo había organizado todo, poniendo en apuros con sus pretensiones al cardenal camarlengo Riario, a quien le correspondía el papel de gran oficiador de la ceremonia. Sobre todo por la situación en la mesa. Pidió —y consiguió— sentarse a la izquierda de Fernando, convenciendo al Papa de que el puesto de honor era a la derecha de la reina Isabel. Pero se quedó asombrado cuando vio a un humilde caballero, Cristoforo, el bastardo del Papa, sentado frente a la reina, junto al nuevo condestable de España, el duque de Coímbra. Incluso vio cómo le entregaba a la reina una hoja, que ella tomó sin sorprenderse. Más tarde ya se enteraría de qué maniobras le habían ocultado.

La comida duró mucho, repartida entre platos de tradición romana y otros de sabor español. Focacce al queso y macarrones con salsa de oca se alternaron con codornices y faraonas bañadas en aceite y con jamón serrano. Al final de la comida salieron a pasear por los jardines tras la basílica. Mientras miraba asqueado a Della Rovere, que conversaba con su última conquista, que no se sabía si era un hombre vestido de mujer o viceversa, Inocencio llamó a Rodrigo con un gesto del brazo. Éste besó con elegancia la mano de la Reina e hizo una ligera reverencia ante el Rey. A los soberanos españoles no les pasó por alto el gesto de confianza que se permitió cuando apoyó una mano sobre el hombro de Inocencio, sonriéndole afablemente.

—Rodrigo, querido —dijo el Papa abriendo los brazos—, demos gracias a Dios por la excelente salud de nuestros invitados. Dominus vobiscum.

Et cum spiritu tuo —respondió el Rey.

—Amen —concluyó Rodrigo.

—Hemos definido un interesante acuerdo, Rodrigo, y quiero que tú seas el primero en saberlo.

—Es un honor —dijo el Borgia, escéptico.

—Previa invitación de nuestros queridos y fieles príncipes de la Iglesia, he ratificado a Tomás de Torquemada en el cargo de Inquisidor General de España. Y hemos llegado a un acuerdo económico satisfactorio tanto para nosotros como para nuestra tan querida corona española.

—Mi corazón pertenece a la Iglesia y a España, así que eso sólo puede producirme gran satisfacción. ¿Qué es lo que prevé el acuerdo?

—Que todas las posesiones y riquezas requisadas a los judíos vayan en dos tercios a sus majestades y en un tercio a la Inquisición, que guardará la mitad para los gastos que debe soportar y pondrá la otra mitad a nuestra disposición.

Rodrigo lo habría estrangulado con sus propias manos. Giovanni se había vuelto completamente loco.

Deo gratias! —dijo el Rey, levantando los brazos, en cuanto el duque de Coimbra terminó de traducirle las palabras del Papa.

«¡La madre que parió al muy hijo de perra!», pensó Rodrigo mientras sonreía al Rey.

Isabel de Castilla le dijo algo al oído al duque de Coímbra.

—Mi reina desea precisar a su querido hijo Rodrigo que, a cambio, se han comprometido a dar toda la asistencia y cubrir los gastos del proyecto que tan importante es para él.

Rodrigo se sintió doblemente desplazado, como si estuviera jugando a las cartas con dos tahúres a la vez. Mientras tanto la Reina se había dado cuenta de que él no sabía absolutamente nada de aquel proyecto, y que lo consideraba poco rentable. Y además le había mandado un mensaje, como diciendo: «Pues hay algo más, de lo que el Papa no te cuenta nada. Pregúntaselo y verás: entenderás muchas cosas».

El cardenal no respondió, pero esta vez el beso en la mano a la Reina fue mucho más intenso, y sostuvo, sin miedo, la mirada. Hijo suyo, lo había llamado, aunque ella era mucho más joven que él. Aún era una mujer deseable, con una bellísima y espesa melena de cabellos rubios, altiva como su madre, pero según se decía, furiosa y obsesiva en el tálamo nupcial.

—¡Bebamos y celebrémoslo, dando gracias a Dios!

La voz de Fernando lo apartó de los pensamientos obscenos que su mente ya estaba elaborando en torno a la Reina. Entró en el jardín una numerosa formación de criados vestidos al estilo español, con sombreros tocados con plumas de pavo real. Los invitados se lanzaron sobre los vasos colmados de sorbete al limón. El hielo necesario para prepararlos, un bien precioso en aquella época, se había conservado durante mucho tiempo en almacenes especiales, orientados al norte, en los sótanos de la basílica. Un grupo de músicos empezó a tocar. Cornetas y flautas acompañaban la melodía de un laúd solista, magistralmente tocado por un joven español. Alguien insinuó algún paso de danza, pero el calor sofocante acabó enseguida con cualquier deseo de bailar. A media tarde la corte se retiró y se dirigió hacia el mar. En el puerto esperaba la Galera Real, la Invencible, buque insignia de la flota española. Rodrigo consiguió por fin acercarse a Inocencio, que por un momento se había quedado solo.

—¿Qué es lo que me has ocultado, Giovanni? —dijo sonriendo, mientras respondía a las reverencias de nobles y prelados.

—¿A qué te refieres? —respondió el Papa, a la defensiva.

—Al acuerdo infame que has firmado con Fernando e Isabel sin decirme nada.

—No me parecía algo de tan vital importancia.

—Has ratificado en el cargo de Inquisidor a aquel loco de Torquemada, permitiendo que la corona se quede nada menos que con dos tercios de todas las riquezas conquistadas a los judíos españoles. ¡Que son decenas de miles!

—La mitad de un tercio entrará en las arcas de la Iglesia.

—No juegues con los números. Además, la Inquisición debería perseguir a las mujeres y a las brujas, no a los judíos.

—Las mujeres no tienen dinero; los judíos, sí.

—Te olvidas de nuestro objetivo, destruir la imagen de la mujer, de la esencia femenina.

—Para eso bastan las quemas de Alemania y las que estamos llevando a cabo aquí. También necesitamos el oro.

—No hay duda, pero el oro no lo es todo.

El Borgia empezaba a perder la paciencia. Notaba que Inocencio vacilaba y quiso ir hasta el fondo.

—¿Qué te ha ofrecido la Reina a cambio del acuerdo?

—Nada.

Borgia lo cogió por un brazo y se lo apretó. Lo empujó hacia una esquina apartada bajo el espeso follaje de un lozano ciruelo.

—Hicimos un pacto, Giovanni, no lo olvides. ¡No desafíes mi ira ni ofendas mi inteligencia!

Inocencio sudaba copiosamente, y no era sólo por el calor. Rodrigo le apretó el brazo aún más.

—Ha prometido ayudar a mi hijo Cristoforo.

Rodrigo se quedó perplejo.

—Explícate.

—Hace años que Cristoforo intenta conseguir financiación para un proyecto. Está convencido de que existe un continente entre Europa y Asia al que se puede llegar por mar. Y España es la tierra más próxima de la que partir.

—¿Y?

Inocencio sacó un pañuelo y se secó la frente.

—Suéltame el brazo. Nos están observando.

Rodrigo aflojó la mano.

—La reina Isabel —prosiguió— le dará lo que necesita. Le proporcionará una flota y le dará el cargo de gobernador de todas las tierras que descubra en nombre del reino de Castilla y de Aragón.

—¡Pero tú estás completamente loco! ¿Por qué has aceptado ese trato?

—No podía evitarlo. ¡Ese bastardo me ha hecho chantaje!

La voz de Inocencio había adoptado un tono lastimoso. Rodrigo Borgia indicó a un criado con un gesto que trajera dos sillas. El Papa se sentó pesadamente.

—No entiendo… Cedes enormes riquezas por un chantaje… ¿Pero de qué se trata?

—Cristoforo lo sabe todo o, mejor dicho, lo ha intuido todo. ¿No lo entiendes? Lo he hecho por nosotros, por la Iglesia; he tenido que hacerlo, o habría podido ser el fin para todos nosotros.

—¿Qué es lo que sabe Cristoforo? —preguntó Rodrigo, gélido.

—Conoce las Tesis secretas de Pico.

El Papa continuó con sus explicaciones, contándole cómo había llegado a pedirle ayuda a Cristoforo, del que se fiaba. Que lo compensó con cartas de presentación para diversas cortes europeas y que al final, cuando tenía su plan preparado, volvió para hacerle chantaje.

—Entiendo —dijo Rodrigo, intentando poner orden en sus pensamientos—. Digamos que hasta que parta podemos estar relativamente tranquilos. Él necesita la financiación y la flota. Aún puedes hacer una cosa más: decirle a Isabel que no se dé prisa, que lo tenga en vilo. ¡Aunque yo sí que lo tendría en vilo, bien colgado de una soga! A ella también le irá bien: cuanto más tiempo pase, más se llenarán las arcas de la corona. Y nosotros tendremos el tiempo que necesitamos para hacer desaparecer definitivamente de la circulación al conde y sus ideas. Pero no podemos esperar más. Te ha enviado su defensa, ¿no es cierto?

—Sí, un texto breve, más bien arrogante. Apología, lo ha llamado, y, rebate todas las acusaciones.

—Perfecto. Llámalo, garantízale un proceso justo y un salvoconducto. Lo necesitamos aquí, en Roma, enseguida.

El Papa se levantó de la silla y se encaminó lentamente hacia la salida del jardín. Rodrigo se quedó sentado, observándolo. Tenía la espalda curvada y parecía que caminara con cierta dificultad. Quizá podría llegar a un acuerdo con Cristoforo, pero primero era necesario que su padre también desapareciera para siempre. Si las enfermedades que sufría Inocencio tardaban demasiado en mandarlo a la tumba, él ya encontraría el modo de acelerar el proceso. Roma y la Iglesia necesitaban urgentemente un nuevo papa, más enérgico, más inteligente, más poderoso y más atento a sus enemigos. Rodrigo se puso en pie, el nuevo Ungido del Señor estaba listo.