Florencia, jueves, 21 de octubre de 1938
La lluvia discurría por los cristales de las ventanas en finos regueros que emborronaban los árboles y el prado a sus pies. Los relámpagos del temporal nocturno le habían impulsado a acercarse a la ventana, y había permanecido en pie hasta la mañana, observando aquellos latigazos de luz. A Giovanni Volpe le había llegado la hora de irse. Los días pasados en la clínica le habían abierto la mente y desgarrado el alma. Tenía la impresión de haber vuelto a los tiempos del orfanato, con aquel vago olor de lejía, con aquellas voces lejanas que se perdían por los largos pasillos, por las baldosas frías y el eco de los ruidos en las habitaciones vacías. Giacomo de Mola por una parte, Elena por la otra. Volvió a caer presa del tormento y la rabia, pero ésta era ahora gélida, lúcida. Se metió en el baño y se miró al espejo. Aquellos cabellos enmarañados y aquella barba larga no le ayudarían a afrontar la última burla que la vida le había destinado.
Llamó con suavidad a la puerta del profesor Ermete Terracini, el director de la clínica.
—Señor Volpe, qué placer. Entre.
—Buenos días, profesor. ¿Cómo está?
—Yo bien, ¡pero es usted quien tiene un aspecto espléndido! Me alegro de verdad. Parece otro, créame, señor Volpe.
—Lo soy, efectivamente, y debo darle las gracias por ello.
—Bueno, no se moleste. Son las medicinas modernas y la antigua sabiduría del reposo. Pero la mejor cura se encuentra en el interior de cada uno de nosotros. Es lo que los antiguos indios llamaban higiene mental y curación espiritual.
—Estoy de acuerdo con usted, profesor. Siento un nuevo equilibrio dentro de mí.
—Muy bien, me alegra verle así. Creo que con unas semanas más de descanso ya podrá volver a su trabajo.
—Sí, profesor, y creo que volver al trabajo me hará bien.
—Oh, sin duda.
—Por eso me preguntaba si puedo escaparme un momento a la tienda para recoger unos volúmenes. ¿Sabe? Estoy empezando a notar la falta de actividad.
Terracini lo miró por encima de las gafas. Conocía toda la historia de su paciente, o casi. Cuando De Mola se lo había llevado, en un estado lamentable, sobre todo a nivel psíquico, le había rogado que se lo quedara al menos hasta que él volviera. Mientras estuvo bajo el efecto de los sedantes no hubo ningún problema, pero ahora no podía retenerlo contra su voluntad. No obstante, parecía que realmente estaba mucho mejor.
—¿Sabe, señor Volpe? El dottor De Mola aún no ha vuelto y, como puede imaginar, me ha rogado encarecidamente que no le dé el alta hasta que esté en plena forma. Usted sabe cuánto se preocupa el dottore por su salud.
—¿Puedo fumar, profesor?
—No debería, pero si me ofrece uno haré una excepción.
Volpe sonrió y se preparó la respuesta, mientras la llama del encendedor se reflejaba sobre las gafas del profesor.
—Yo le tengo mucho cariño a Giacomo y sé que él también a mí. Y le estoy inmensamente agradecido. Precisamente por eso quiero darle una sorpresa. Antes de que me encontrara mal estaba catalogando… ¿Puedo hablar libremente con usted, profesor?
—Por supuesto, puede contar no sólo con mi fidelidad al juramento hipocrático, sino también a la amistad con nuestro común y querido amigo.
—Mire, profesor, en la tienda tenemos algunos incunables judíos muy valiosos, de finales del siglo XV. Yo no me fío, sobre todo en estos tiempos, de dejarlos allí. Se le atribuyen al impresor Joshua Salomon Soncino y, entre ellos está la famosa Favola Antica, uno de los textos más antiguos sobre la Cábala. Aquí estarán más seguros y, si le apetece, puedo enseñárselos. Son de una belleza inigualable, y cada página es una obra maestra de la miniatura.
Terracini abrió los ojos como platos: no había comprendido gran cosa de las explicaciones de Volpe, pero el tono con que había hablado de aquellos libros misteriosos le había hipnotizado. Aquel hombre estaba curado.
—Estaré encantado de echar un vistazo a esos incunables. Si quiere, cuando no los esté usando puede guardarlos en mi caja fuerte. Así me podrá contar su historia. Me parece un tema muy curioso y, como probablemente sabrá, yo también soy judío.
—Lleve con orgullo su nombre, profesor.
Terracini le firmó el alta sin dudarlo. Sí, hasta aquel momento había llevado su nombre con orgullo, pero en los últimos tiempos había observado que su firma, casi sin querer, se había vuelto cada vez más indescifrable. El nombre, Ermete, que le habían puesto sus padres en honor al más grande actor italiano, el viejo Zacconi, se leía claramente, pero el apellido, Terracini, que revelaba precisamente su origen judío, se había convertido en un garabato.
El autocar bajaba lentamente hacia Florencia. Acababa de parar de llover y las hojas y las agujas de pino hacían que la carretera estuviera aún más resbaladiza. Se preguntaba cómo se le había ocurrido lo de la Favola Antica. Era un nombre perfecto para despertar la curiosidad del profesor. Pero también era cierto que era uno de los libros más preciosos que tenían. Bajó frente a la estación, pasó por casa a coger las llaves y se dirigió a pie hacia la tienda. Cogió el correo que se había acumulado y lo tiró sobre una mesa, sin mirarlo.
Olía a cerrado, y aquel olor muy pronto se transformaría en otro, mucho más persistente. Hasta los libros tienen su infierno, y no es sólo el de las llamas, que en poco tiempo los reducen a cenizas, sino uno más pequeño, pero no menos mortal: el moho. El blanco, el marrón y el rojo, que penetra y se alimenta de la cola que contiene el papel. Él también había sido víctima de un veneno, mucho más perfumado que el moho, pero no menos mortal: Elena. Abrió la caja fuerte y vio los incunables de la Favola Antica. En un primer momento sintió la tentación de cogerlos, pero al instante se decidió y despegó la cinta aislante que fijaba la pistola a la pared superior. No tenía mucha práctica, pero sabía cómo usarla. Se la ajustó a la cintura de los pantalones, tras la espalda, tal como había visto hacer en una película de policías americana. Cerró la tienda y se dirigió a la Via delle Terme, la comisaría de policía donde se había encontrado con Zugel. Era el único lugar que conocía donde podía iniciar su búsqueda.
Entrar con un revólver en una comisaría de policía no era una acción inteligente, pero Giovanni tenía otras cosas en que pensar y consideraba que era cierto que el hábito no hace al monje. En aquel momento era un joven y respetable ciudadano que simplemente había solicitado hablar con un oficial. El subcomisario era quien siempre cargaba con todos los problemas, que en su mayor parte consistían en peticiones de ciudadanos respetables que solicitaban castigos ejemplares para una criada, un mozo o un mendigo que hubiera osado rebelarse y no someterse a su prepotencia.
—Soy el subcomisario Moretti. Dígame, señor…
—Volpe, dottor Moretti. Giovanni Volpe.
«Veamos qué quiere este tal Volpe».
—Tiempo atrás me encontré aquí con un… camarada alemán —dijo Giovanni, con la esperanza de hacer mella en el espíritu fascista del oficial—. Se llama Zugel, Wilheilm Zugel, y necesitaría volver a hablar con él.
—Nunca he oído ese nombre —respondió, frío, Moretti.
«Cabrones asquerosos, que venís a hacer vuestras componendas en mi casa. Sí, claro que me acuerdo de ese imbécil, pero vas fino si esperas que te lo diga».
—Pues nos encontramos aquí mismo, en un pequeño despacho. Había otras dos personas. Para mí es importante poder contactar con él.
—Mire, señor Volpe: ¿por qué no va a preguntar al consulado alemán? Está en el centro, en el Lungarno. Vaya allí, vaya. Verá que sus amigos le darán toda la ayuda que necesite.
Se había equivocado hasta el fondo, una vez más.
—Dottor Moretti, discúlpeme. No he sabido explicarme. No tengo amigos en el consulado.
—Ah, ¿y viene a buscar aquí? —El subcomisario empezaba a perder la paciencia y no se dio cuenta de que empezaba a levantar la voz—. Primero hace sus negocios con un alemán, un camarada, como dicen ustedes, ¿eh? Y luego lo pierde de vista. ¿Cómo ha dicho que se llama? ¿Zugel? ¡Bueno, pues que se vaya a Alemania!. De ésos, allí encontrará los que quiera. Aquí sólo tenemos Bianchi, Rossi, Verdi y Neri. Sí, los tenemos de todos los colores. Keine Zugel! Ningún Zugel! ¡Y ahora váyase, por favor, y déjeme trabajar!
Giovanni salió ante la mirada curiosa de dos agentes de guardia y algún respetable ciudadano.
Uno de los dos individuos que solían merodear cerca de la comisaría le dio un codazo al otro.
—¡Mordisco! Mira a ése: ¿no es el tipo al que Zugel nos dijo que buscáramos?
El otro alzó la mirada y apuntó con el pulgar hacia Volpe.
—¿Quién? ¿Ése?
—¡No señales, imbécil! Vaya por Dios, se ha dado cuenta. ¡Venga, cojámoslo!
Giovanni los había reconocido: el rubito podía pasar desapercibido, pero del otro, que era una especie de enorme oso calvo, era imposible olvidarse. Dudó por un momento: era él quien quería encontrar a Zugel, hablar con él con una excusa cualquiera y matarlo. ¿Y si dejaba que aquellos dos lo llevaran hasta él? La indecisión le resultó fatal. El oso se le echó encima en un momento y le retorció el brazo tras la espalda, empujándolo hacia un callejón donde había aparcado un Balilla negro, mientras el otro encendía el motor. Mordisco lo cargó en el coche, lo tumbó boca abajo en el asiento posterior y se sentó encima de él.