Florencia, jueves, 10 de noviembre de 1938

Llamaron a la puerta. Zugel cogió su Luger reglamentaria y se acercó a la puerta.

—¿Quién es?

—El portero. Tengo un mensaje para usted.

Reconoció la voz, se metió la automática por dentro del cinturón, tras la espalda para que no se viera, y abrió la puerta.

—Un señor ha dejado una nota para usted y se ha ido.

Zugel esperó a que se lo entregara, pero el hombre seguía con las manos cruzadas tras la espalda. Habría podido cogerle la carótida entre dos dedos y obligarlo a salir sin más, pero prefirió sacar un billete de diez liras. El intercambio fue rápido y Zugel cerró la puerta. Tras las primeras palabras, procedió con la lectura a toda prisa. Luego se encendió un cigarrillo y con la llama del fósforo quemó el mensaje.

La Piazza della Stazione bullía de trabajadores que volvían de las fábricas. Era el punto de encuentro de autobuses, tranvías y trenes, y una multitud heterogénea, en su mayoría de aspecto fatigado, se despedía y se dirigía a casa. O esperaba la llegada de otros tranvías que les llevaran hacia los barracones que el régimen había construido para proporcionar un techo a la nueva clase obrera. Una excelente elección, la plaza, también para él, muy prudente. Un hombre con el sombrero calado casi hasta los ojos lo observaba bajo la tenue luz de una farola. Con las manos en los bolsillos, pésima señal.

—Un día frío, ¿no le parece?

Se giró de golpe y se encontró con un distinguido señor de mediana edad que lo saludaba, insinuando apenas el gesto de levantarse el sombrero. Lo miró con aspecto extrañado. Maldición, no era aquélla la clave. ¿Qué estaba sucediendo? Masculló una respuesta al saludo y se alejó. Una bicicleta corría en su dirección. Iba esquivando a los peatones, pero se dirigía hacia él. Zugel tensó los músculos y se quedó quieto, esperando el impacto. Pero en el último momento la bicicleta se desvió, rozándolo, y siguió adelante. A su lado otro señor elegante, alto y delgado, con ojos claros tras unas gafas de oro, plegó Il Giornale d’Italia y se le acercó.

—¿Es éste su periódico?

Aquélla sí era la clave.

—Nunca leo antes de la noche —fue su respuesta.

—Por favor, señor Zugel, vamos a tomar un café —dijo Giacomo de Mola.

El interior del bar estaba lleno de humo y de voces. Encontraron una mesa junto a la luna, que les permitía observar sin que les vieran desde el exterior. De Mola hizo una señal a un muchacho y poco después éste volvió con dos cafés.

—Usted tiene algo que me pertenece —dijo sin más— y que quiere devolverme.

—¿Qué es esta payasada? —dijo Zugel—. ¿Quiénes eran esos tipos?

De Mola le sonrió: su mirada no era menos gélida que la del hombre que le había robado el libro.

—Es exclusivamente para hacerle entender que no estoy solo. Como usted.

—No crea que soy tan idiota como para llevar el manuscrito conmigo.

—No, no pensamos en absoluto que usted sea estúpido. ¿Vamos a hacer negocios, señor Zugel?

—¿No quiere saber por qué?

—No… sin embargo, antes de llegar al quid de la cuestión, y me refiero al precio, querría otro tipo de información. Forma parte del trato, señor Zugel, y será compensado también por ello.

Zugel le dio un sorbo a su café, sacó del abrigo una caja de cigarrillos Macedonia Oro y ofreció uno a De Mola, que lo rechazó.

—Giovanni Volpe —continuó—. Quiero saber dónde está.

Zugel entrecerró los ojos. ¿Qué era aquello? ¿Una trampa? Desde aquella vez que le había dado un susto de muerte y que había hecho el amor con Elena no había vuelto a verlo. Dio una calada y soltó el aire por la nariz, lentamente.

—No tengo ni idea. Si no lo sabe usted…

De Mola se lo quedó mirando fijamente a los ojos y tuvo la sensación de que decía la verdad. Pero no estaba convencido del todo.

—Sin Volpe, ya puede quedarse el libro.

Aquello no era más que un farol, pero tenía que jugarse aquella última carta. Por otra parte, lo hacía a espaldas y sin contar con el consentimiento del grupo Omega, que había borrado definitivamente a Giovanni de la organización, como si nunca hubiera existido. Para él no era lo mismo: él lo había querido, lo había adoptado como hijo. Sólo con que… De Mola observó un espasmo en los músculos faciales del alemán. Zugel era un asesino, un fanático y uno de los peores hombres que estaban produciendo aquellos años oscuros, pero en aquel momento no mentía. Aquello era miedo. Miedo a no cerrar el trato. Era cierto que no sabía nada de Giovanni.

—De su Giovanni Volpe no sé nada, y para mí no tiene ninguna importancia. Es la verdad, y si estoy aquí debería saberlo también usted.

Giacomo de Mola le hizo esperar unos larguísimos segundos.

—¿Cuánto quiere, Zugel?

—Lo mismo que le habíamos prometido a su joven discípulo. Doscientos mil dólares, en efectivo.

—Es mucho.

—Lo necesito. No creo que le deba mayores explicaciones.

De Mola pensó en Giovanni y en los sueños que se había creado con aquella cifra, que pensaba gastar junto a su misteriosa Elena. Pensó también en cuando se había emborrachado y le había confesado todo, renunciando al dinero y a ella. Quién sabe si habría llevado a término su misión, en caso de que se lo hubieran dado.

—Está bien. Usted nos entregará el manuscrito, nosotros lo revisaremos y le haremos el ingreso en el banco que quiera.

Zugel hizo un gesto malhumorado. Apretó los puños. Alguien lo notó.

—No señor. Lo haremos todo aquí, efectivo contra libro. Los únicos bancos de los que me fío, y usted lo sabe bien, De Mola, están en Suiza. Y desgraciadamente allí ahora mismo no soplan buenos vientos para mí.

Aplastó con violencia el cigarrillo y el color oscuro del tabaco se extendió por el cenicero.

—Necesitaremos unas semanas para reunir una suma así en efectivo.

—Una semana máximo.

De Mola puso los codos sobre la mesa y apoyó la barbilla sobre los puños.

—Usted esperará hasta que estemos listos. No puede hacer otra cosa, Zugel. No existe otro comprador. Usted lo tenía, pero si se ha dirigido a nosotros imagino que algo habrá pasado. Y supongo que por ese mismo motivo habrá quemado todos los puentes a su paso. Nosotros somos su única salvación.

—¿Qué le hace pensar eso? —dijo Zugel, despreciativo—. No se olvide que soy un oficial del Reich y que…

—Zugel, ahora es usted el que me toma por tonto. Déjelo, usted corre muchos más riesgos que yo si, por ejemplo, alguien lo reconociera aquí. Quédese tranquilo: nosotros estamos tan interesados como usted en cerrar el trato lo antes posible.

Zugel estaba a punto de replicar cuando un soldado de la milicia gritó «¡Silencio!» dos o tres veces y el dueño del bar se acercó con respeto a la radio para subir el volumen. La voz que se oyó quería ser estentórea y castrense, pero el altavoz la convertía en un graznido. Todos se pusieron en pie, De Mola y Zugel incluidos. Quedarse sentado habría podido interpretarse como una ofensa y habría resultado comprometedor, y ninguno de los dos podía permitírselo.

«Acto gravísimo… perpetrado… un joven fanático judío… excelencia Von Raht… asesinado a traición… respuesta inmediata… camaradas alemanes… el infame pueblo judío… finalmente destruidas todas las sinagogas… Múnich… estalla la protesta… más de trescientos conspiradores… ejecutados por grupos de patriotas… veintiséis mil conspiradores… campos de trabajo… ¡Múnich es libre! ¡Viva el Duce!».

—¡Por nosotros! —gritó el soldado.

—Por nosotros —respondió casi al unísono el bar.

—¡Silencio, habla el Duce!

La voz inconfundible del jefe del fascismo, pese a sus muchos imitadores, resonó en el bar. Alguien se quitó el sombrero, otros levantaron el brazo derecho y a una mujer se le escapó alguna lágrima, colgada del brazo de su marido.

«Italianos… camaradas alemanes… respuesta decidida… grave luto… acción ejemplar… represalia inmediata…».

—A ver si arreglas esa maldita radio —gritó el miliciano—. ¡No se entiende absolutamente nada!

El propietario intentó sintonizar mejor, pero no lo consiguió; al final le dio un manotazo a la radio y por fin la voz de Benito Mussolini salió fuerte y clara, sin interferencias. Ya estaba en las frases finales.

«¡Del mismo modo que el año pasado eliminamos el peligro de intoxicar nuestra raza aboliendo el madamato, las disposiciones que presentaremos en los próximos días, similares a las de Alemania, nación cada vez más cercana a nuestros corazones, permitirán al pueblo itálico mantener la pureza que propició las victorias de la Roma imperial, relegando a su ínfimo mundo a los que desde hace milenios atentan contra la raíz de nuestra riqueza, nuestra libertad y contra la misma patria!».

—¡Hurra! —gritó el miliciano.

—¡Viva! —respondió en coro la clientela del bar, y todo el mundo volvió a beber.

—¿Madamato? ¿He oído bien?

Zugel miró a De Mola con gesto interrogativo.

—El año pasado se aprobó una ley que prohíbe el matrimonio entre italianos y súbditos de las colonias africanas, así como la adquisición de concubinas. Al menos en eso… De hecho estamos copiando todo lo peor de Alemania.

—Venceremos.

De Mola lo miró por encima de las gafas. En su mirada no había ni ironía ni satisfacción.

—Si estuviera tan convencido no me encontraría aquí ahora mismo.

Zugel se dispuso a replicar, pero De Mola lo interrumpió antes incluso de que pudiera hablar.

—Hasta la vista, Zugel. Nos vemos aquí, a la misma hora, el 1 de diciembre.

—¿Y hasta entonces qué hago? —protestó con rabia el alemán.

—Permanezca escondido, Zugel, y proteja el libro.

De Mola se dirigió a la caja y pagó con un billete de cinco liras, dejando el cambio como propina a la graciosa empleada. Salió del bar, pero antes de alejarse echó un último vistazo a Zugel, que se había quedado sentado. Vio que se mordía los labios. El dinero, afortunadamente, no sería un problema, pero tenía que encontrar a Giovanni.

Tres semanas más tarde, en la fecha fijada, se produjo el intercambio.

A las cinco de la tarde del 1 de diciembre de 1938, Zugel apagó el nuevo transistor Radio Rurale, en el que había invertido el poco dinero que le quedaba. En las últimas semanas sintonizaba a menudo Radio Londres, una nueva transmisión de la BBC. Necesitaba información, de diferente tipo, para su vida futura. Acababa de oír la noticia del fracaso del golpe de Estado en Rumanía, organizado, según el locutor inglés, por los servicios secretos alemanes e italianos. La Nazione, tirada sobre la cama, había pasado por alto completamente el episodio. De debajo del colchón sacó el libro, envuelto en papel de regalo, y lo metió en un maletín de cuero. Fuera estaba oscuro y hacía frío. Se subió el cuello del abrigo y se dirigió hacia la estación de Santa Maria Novella. En el bar pidió un refresco de granada, una petición absurda, pero aquél era el acuerdo. El dueño del bar sacudió la cabeza y Zugel entonces pidió un café. Junto al sobrecito de azúcar le entregaron una nota, con un número y un horario.

El tren de Bolonia con destino a Roma llegó puntual al andén tres y Zugel aligeró el paso en dirección a los vagones de primera clase, de los que salió un hombre alto, con gafas con montura de oro y un pañuelo de seda amarillo. En la mano llevaba una bolsa de cuero oscuro. Los dos se abrazaron, como otros a su alrededor, y se intercambiaron regalos. Los desenvolvieron ambos a toda prisa, justo el tiempo para echar un vistazo a su contenido. Eran las 17.48. Dos minutos más tarde el jefe de estación sacó el reloj del bolsillo, silbó y agitó la bandera. El tren se puso en marcha y los dos se despidieron por última vez.

El propietario del hotel no vio nunca más a su cliente alemán, y al cabo de una semana se apropió de la radio para compensar el pago de la habitación.