Wewelsburg, sábado, 6 de noviembre de 1938

Llevaba tres días en aquella fortaleza sin que nadie se hubiera dignado a comunicarle nada. Los superiores no parecían notar su presencia, como si lo hicieran aposta. Zugel tenía la impresión de haberse convertido en una especie de fantasma que vagara en medio de otros espectros. La única reacción a su presencia eran los rápidos saludos que recibía de los grados inferiores de la jerarquía militar. Del aburrimiento había pasado al enojo, y de ahí no tardó en llegar el paso hacia la rabia y las sospechas, aunque nunca cometería el error de hacerlo evidente. Aquello ya había llegado al límite, pero no podía descuidarse; sabía perfectamente que, en la perfecta organización de las Waffen-Schutzstaffel, no se dejaba nada al azar. Lo que tenía que hacer era enterarse de lo que pasaba y tomar sus decisiones. Un año antes, en aquella misma época, se encontraba en el número 76 de Tirpitz-Ufer, en Berlín, en el último curso de entrenamiento en que había participado como miembro de la Abwehr. No le quedaba más que poner en práctica las técnicas de mimetización psicológica en zona enemiga que había aprendido, porque aquel castillo se había transformado en un territorio cuando menos hostil. Y la primera regla para sobrevivir y llevar a cabo las misiones era estudiar el terreno. Cambió de actitud y de estrategia, y durante todo el día se movió con desenvoltura, fingiendo que llevaba documentos a algún sitio, o parándose a fumar en los diferentes pasillos, estudiando los lugares y los hábitos de sus ocupantes.

Dos soldados rasos armados con metralletas Mauser Schnellfeuer lo detuvieron precisamente ante la puerta de la torre central, indiferentes a su grado, cruzando un par de anacrónicas lanzas. Zugel no se inmutó y volvió atrás, imprecando por dentro. Sabía que no tendría nuevas ocasiones de descubrir si era cierto que la torre norte ocultaba la GruppenFührersall, la sala en la que se decía que se reunían los doce caballeros de la llamada Orden Negra, directamente a las órdenes de Himmler. Lo que sí pudo comprobar era que el castillo de Wewelsburg estaba orientado de sur a norte, y no de este a oeste como el resto de castillos del mundo. Y la torre norte era la punta de una flecha que marcaba el camino a Thule, el Edén donde vivían en otro tiempo los míticos hombres-dioses arios. Aquél era el puesto que le correspondía a él. ¡Sólo con que pudiera hablar con el Reichssicherheitshauptamt en persona, con Himmler! Él también podría convertirse en uno de los doce. Pero ahora todo aquello era impensable. La hipótesis más probable era que Heinz estuviera de acuerdo con Mackensen, por quien había sido reclutado, para llevarse ellos el mérito del libro. Himmler no iría al castillo, o al menos no en aquellas fechas. Y él siempre podía representar un peligro, porque antes o después podía aflorar la verdad. A menos que… No, era impensable que en el mismo bastión de las SS actuara una quinta columna, ni que fuera un elemento que hiciera doble juego, quizás el propio Heinz, y que estuviera allí para recuperar el libro. En ambos casos, sólo había una decisión posible, y él ya la había tomado.

Por una ventana que daba al patio interior vio pasar a Hermann Heinz: ahora ya conocía sus obsesivas costumbres. El plan estaba listo y también un par de vías de fuga. Había sido un grave error considerarlo un simple peón, un ejecutor de tres al cuarto. Von Mackensen, aquel cerdo infame que tan bien vivía en Roma como embajador del Reich, lo había usado; esto estaba claro. Si Heinz era leal a la causa, ambos recibirían el agradecimiento por parte del Reichsführer y las felicitaciones del propio Hitler. Nadie se acordaría de un simple oficial llamado Wilheilm Zugel; y eso, si no perdía la vida. Si en cambio el tal Heinz fuera un traidor… nunca podría demostrarlo. Y en ese caso lo mismo daba ir por su cuenta e intentar ganar lo máximo posible con aquel asunto. Había asesinado, y aquello era parte del trabajo; también se había divertido, en ciertos momentos. Pero con el rastro de sangre que había dejado tras de sí, entre Italia y Suiza, había quemado todo el terreno a su alrededor.

Ahora Alemania se convertiría en un lugar peligroso para él, más aún que los otros dos países. Pero con doscientos mil dólares se puede ir a cualquier parte, incluso a América. Era, ni más ni menos, lo que el Reich pagaría a aquel idiota de Volpe. Si aquél era el valor del libro, sería el precio que pediría. Se trataría de un simple rescate para recuperar algo extremadamente precioso para alguien, de mucho más valor que unas cuantas vidas humanas. Se había equivocado; tendría que actuar por su cuenta y al menos así resultaría mucho más fácil. Era casi la hora de cenar: el momento ideal.

Abrió la ducha al máximo y dejó correr el agua. Fría, para no correr el riesgo de que se agotara. La eficiencia alemana era un mito, como el mito en que había creído hasta dos días antes. Se desnudó y se puso únicamente una toalla alrededor de la cintura. Si lo sorprendían, siempre podría decir que se le había acabado el agua caliente en plena ducha. Bajó por las escaleras de servicio y una camarera sonrió al verlo casi desnudo. «En otro momento, niña, ahora no puedo».

Había llegado a la parte más peligrosa. Llevaba su pequeña Beretta M35 oculta en la toalla, pero si le pillaban con las manos en la masa la usaría para pegarse un tiro en la sien. La puerta de Heinz estaba entrecerrada y del interior salía una luz tenue. Con aquello no contaba: ¿Por qué no estaba con los demás en el salón de oficiales, fumando? A menos que hubiera dejado la puerta abierta y la luz encendida. Se acercó lentamente, mientras el frío empezaba a hacerse sentir, sobre todo en los pies, desnudos sobre el suelo de piedra. Se acercó y oyó ruido de papeles. Se asomó y vio a Heinz concentrado en la lectura de unas hojas a la luz de una única lámpara de mesa, de cara hacia la puerta. No podía entrar sin que le viera. Necesitaría un plan alternativo, pero no lo había preparado. Sonrió, se quitó la toalla, escondió la Beretta en su interior y entró decidido en el despacho, completamente desnudo.

Hermann Heinz oyó un pequeño ruido y levantó la cabeza. Puso unos ojos como platos. Un hombre completamente desnudo —y bien dotado, por lo que podía ver— se dirigía hacia él. Se ruborizó hasta la punta de las orejas y la garganta se le quedó seca. Cuando el hombre rodeó el escritorio y estuvo a un paso de él, reconoció al teniente que le había entregado el libro. Pero ahora se encontraba ya con la cabeza entre sus brazos. Antes de tener tiempo siquiera de formular un pensamiento, la rotura de las vértebras del cuello lo sumió en la oscuridad eterna.

Zugel buscó en el cajón del escritorio, con la esperanza de tener un golpe de suerte. Luego miró a su alrededor: si el libro aún estaba allí, no podía estar más que en el interior de una caja fuerte. La encontró enseguida, mal escondida tras una cortina, una vieja Gerlich de combinación. No sería difícil abrirla, pero tenía las manos sudadas y, sobre todo, no tenía tiempo. Los latidos del corazón le impedían captar el leve ruidito que indica el cambio de la combinación a cualquier oído experto. Miró el reloj: no habían pasado más que dos minutos desde que había entrado. Intentó calmarse, se secó las manos y apoyó de nuevo la oreja sobre el frío metal de la caja fuerte. Uno tras otro, con un ruido como el rumor de la carcoma, tres dientes metálicos se encajaron donde no debían. No había cerradura. Zugel tiró del pomo y la caja fuerte se abrió. En el interior vio su bolsa: el libro seguía allí. Volvió al escritorio, le colocó la Beretta en la mano a Heinz y, después de envolverla bien en la toalla, apretó el gatillo. La tela de rizo silenció el ruido del disparo. Luego le desabotonó los pantalones al cadáver y, no sin esfuerzo, le sacó el miembro. En un examen en profundidad, cualquier forense habría tenido dudas, pero para evitar cualquier escándalo el veredicto final sería el de suicidio.

Nadie lo vio volver a la habitación. Cerró el grifo de la ducha y volvió a vestirse. La maleta ya estaba lista; sólo faltaba meter el manuscrito. Bajó la escalera fumando tranquilamente un cigarrillo. El salón de la planta baja estaba lleno de gente a la espera de pasar a cenar. Al soldado de guardia, al que todos se le acercaban a darle secas órdenes, le mandó que le trajeran inmediatamente su coche. Salió del castillo y se quedó esperando: si algo iba a salir mal, aquél era el único momento posible. Dos luces se acercaron a toda prisa y un soldado con el uniforme de la Schutzstaffel y galones de cabo salió de su coche, dejando el motor encendido. Mientras se alejaba, Zugel echó un último vistazo por el retrovisor hacia el castillo y sus sueños de gloria.