Florencia, miércoles, 5 de octubre de 1938

Giovanni Volpe, de pie frente a Wilheilm Zugel, parecía un niño al que hubieran sorprendido robando la mermelada. La lluvia repiqueteaba rítmicamente sobre los cristales de la ventana de un mísero hotel en Via dell’Agnolo. La vieja tapicería, desgastada por varios puntos, revelaba un antiguo esplendor. Pero era un lugar seguro, uno de aquellos que controlaba el régimen, y allí las paredes sólo tenían oídos para los autorizados a escuchar. El alemán, con la mirada puesta en la ventana, le daba la espalda, y llenaba la sala con el olor acre de un Mehari, los cigarrillos fabricados en los monopolios de la Libia italiana.

—El plazo ha vencido, Volpe. —El apelativo «señor» o «herr» ya hacía tiempo que habían desaparecido—. La paciencia del Reich y la mía personal se han agotado. En las últimas semanas sus patéticos esfuerzos para llegar hasta el libro no han servido para nada. En nombre de nuestro amigo común le doy un ultimátum: o colabora con nosotros en los términos que hemos acordado o muy pronto encontrarán su cadáver flotando en el Arno. ¿He sido suficientemente claro?

Volpe asintió, pensativo. Los días anteriores había intentado acercarse al libro, pero sólo había conseguido que su maestro se pusiera rígido y que, por primera vez, sospechara de él. Ahora ya sabía que solo nunca lo conseguiría y que su Elena, su volpina, no le esperaría mucho tiempo.

—Llegados a este punto tenemos que actuar rápidamente. Hemos perdido demasiado tiempo y ahora necesitamos su ayuda.

—Ya les he dicho que yo no estoy dispuesto a…

Zugel se giró de golpe y lo golpeó violentamente en el rostro con un bofetón.

—Usted no está en condiciones de dictar ninguna norma. Es más, quiero mostrarle una cosa que quizá le ayude a quitarse esos ridículos escrúpulos de conciencia. Abra ese cajón, Volpe.

—¿Qué es?

—Abra ese paquete y esté tranquilo; no es una bomba.

Giovanni sacó un conjunto de lencería de mujer, sujetador, braguitas y ligueros.

—¿Qué quiere decir? —dijo, con un temblor en la voz.

—Oh, no se preocupe, no quiero que se lo ponga. No es mi tipo. Pero dígame si lo reconoce.

Giovanni lo observó con atención, el tacto de la suave seda le provocó un estremecimiento en las ingles. Después lo reconoció, y esta vez el estremecimiento fue de miedo, de un terror infinito.

—Sí —le dijo Zugel con una leve sonrisa—, es de Elena. ¿No se lo regaló usted?

Volpe se lanzó contra Zugel, pero recibió un puñetazo en el estómago que le dejó sin respiración y lo dobló en dos.

—No es ésta la reacción que me esperaba de un hombre de letras. Es sólo una pequeña advertencia, sin ninguna consecuencia, por ahora. Digamos que es una garantía de que todo se desarrollará siguiendo el plan previsto.

Volpe estaba sentado en la cama y se agarraba la cabeza entre las manos; el dolor en el estómago no era nada comparado con el que sentía en el alma.

—¿Qué le han hecho?

—Nada, por ahora. Pero no le garantizo nada para el futuro. Una mujer joven, guapa, atractiva, es un artículo de lujo. Hay lugares donde apreciarían mucho sus cualidades. En Alejandría, por ejemplo, donde tenemos muchos amigos, entre ellos hombres de dinero que sabrían apreciar las gracias de una mujer blanca, de seno turgente y muslos tiernos.

—Basta… por favor… dígame qué debo hacer.

Zugel abrió un maletín del que extrajo una pequeña caja de madera que, a su vez, contenía un minúsculo vial.

—Mírelo bien, porque de esta ampolla depende su futuro y el de Elena. Parece agua, pero en realidad es un veneno. Se llama tetrodotoxina. Un descubrimiento de un científico japonés aliado nuestro. No se ría, pero piense que se extrae del pez globo, ¿no es divertido? Ese que se hincha cuando se siente en peligro. Un poco como usted, hace un rato.

—¿Así pues?

—Basta una gota de este veneno, en un vaso o en un plato de carne o de pasta, o incluso en una fruta, y ya está. Es absolutamente inodoro e insípido, así que es perfecto.

—¿Qué efectos tiene?

—¡Usted es realmente incorregible! Se muere, querido amigo: unas cuantas contracciones, vómitos, diarrea y parálisis del corazón y de los pulmones. Rápido, eficaz, pero no del todo indoloro. No se puede tener todo en la vida, ¿no cree?

—Pero ¿cómo voy a hacer yo esto? No sé si…

—Volpe, no se engañe. Se encuentra en una encrucijada: un camino conduce a Elena, a doscientos mil dólares y a una vida nueva. El otro lleva a la muerte, que puede ser muy, muy lenta y dolorosa.

Giovanni Volpe sentía que se ahogaba.

—¿Y cuándo… tendría que hacerlo?

—¿Hoy? ¿Mañana? Cuando lo considere oportuno, pero a más tardar el domingo.

Volpe lo miró de pronto a los ojos.

—¡No puede funcionar! Sabe perfectamente que tiene que parecer un accidente. En caso de homicidio el libro quedará secuestrado al menos veinte años más. Es una de las cláusulas de De Mola, ya lo sabe.

—Tenemos ya listos tres médicos que declararán que el pobre bibliotecario florentino ha sufrido un ataque repentino de… ¿cómo se llama?, ah, sí, gastroenteritis fulminante que le ha provocado la muerte. Pobrecillo, aún era joven. Nadie tendrá nada que decir, no tiene familiares que puedan indagar y lo enterrarán enseguida en el cementerio inglés.

—¿Por qué precisamente en ése?

—Porque no va nunca nadie salvo, naturalmente, los pocos ingleses… Un lugar estupendo para descansar en paz. Fresco, rodeado de vegetación, idóneo para De Mola. ¿Entonces? ¿Está listo?

Giovanni vio a Elena, desnuda, encadenada, en medio de una manada de hombres que se la pasaban de uno a otro entre risas, y su cadáver flotando en el Arno, comido por los peces. Bajó la cabeza. Y vio también a Giacomo de Mola con los ojos desorbitados, anonadado al ver llegar su muerte.

—Sí, creo que sí —susurró.

No lo estaba en absoluto, pero cogió el vial y volvió a introducirlo en el estuche, que se metió en el bolsillo.

—Una última cosa, Volpe. Esté muy atento a lo que le digo. Cuando haya procedido, no nos llame. Aléjese de donde esté, vaya a sentarse al Caffè del Moro y pida una sidra. Espere media hora y luego vuelva al lugar donde haya dejado a De Mola. Entonces ya podrá avisar a la policía del deceso. Luego ya daremos nosotros señales de vida y nos ocuparemos de recuperar el libro. Espero que valga la pena. ¡Ah! Y hasta ese día es inútil que intente contactar con la señora Elena. Digamos que es nuestra invitada.

Volpe recogió el sobretodo y sin decir una palabra se alejó. Ya había tomado su decisión.

A continuación Zugel dio dos series de cuatro golpes en la pared, intentando reproducir el sol-sol-sol-mi del inicio de la célebre Quinta sinfonía de Beethoven. Al cabo de un minuto exacto oyó que llamaban a la puerta comunicante con el mismo repiqueteo.

—Adelante, Elena, está abierto.

Elena Russo, ataviada con un vestido escotado que realzaba notablemente sus senos, entró con paso decidido en la sala. Zugel encendió un cigarrillo y se lo ofreció.

—¿Lo has oído todo?

—Todo. Yo creo que se ha cagado encima del miedo.

—Entonces lo hará.

—Sí, conociéndolo, lo hará.

—Yo también lo creo; me parece que lo he convencido cuando le he mostrado tu ropa interior. Aunque tengo que decir que nunca se me han dado muy bien las palabras —dijo, agarrándola por el trasero y acercándosela.

—No te atrevas nunca más…

—¿A qué? —dijo, apretándole aún más las carnes.

—A decir que tengo los muslos blandos —le respondió, echándole una bocanada de humo a los ojos—. Mis muslos son duros como los de Ondina Valla. Si te los pusiera alrededor del cuello, podría estrangularte.

—Hagamos la prueba enseguida —propuso Zugel, quitándole el cigarrillo de un tirón y echándola sobre la cama.

Del bolso, Elena sacó una pequeña pistola automática y le apuntó con ella. Zugel levantó las manos y ella le indicó que se desnudara con un gesto. Cuando estuvo completamente desnudo, manteniéndolo siempre a tiro, le miró el miembro erecto, se levantó la falda y sonrió.

—Ahora sí que podemos hacer la prueba.

Giovanni Volpe, que se había quedado al otro lado de la puerta, lo oyó todo y se quedó escuchando sus gemidos hasta que los nudillos se le quedaron blancos.

Florencia, dos horas más tarde

Giovanni entró en la tienda, borracho.

—Buenos días, Giacomo —dijo con una voz que no pareció la suya.

De Mola lo miró, asombrado: nunca lo había visto en aquel estado.

—¿Qué pasa, Giovanni?

—Nada —masculló, y se dirigió a la pared donde se encontraban las novedades, es decir, las compras más recientes, como si buscara un libro en particular.

—Quería echar un vistazo a esa edición del Proceso a la masonería impresa por la Stamperia del Fibreno.

—Ah, interesante. La encontrarás abajo, en la P, no en la M.

El librero lo miró entonces por encima de las gafas y dejó de acariciar el elaborado lomo con incrustaciones de plata de la obra de Quinto Orazio Flacco, editada en Londres más de dos siglos antes.

—¿Te interesa la masonería? —prosiguió—. ¿Desde cuándo? No lo sabía.

Giovanni, que estaba tan agachado que casi rozaba el suelo, perdió el equilibrio y, al intentar agarrarse a algo para no caer, tiró unos cuantos libros. Giacomo se acercó a ayudarlo, pero Giovanni extendió los brazos para evitar que lo tocara.

—¡No te acerques!

Giacomo se fue a cerrar la tienda con llave. Después se sentó frente a él, que aún estaba tirado por el suelo, con las piernas abiertas como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó.

Giovanni levantó la cabeza, con un hilo de saliva colgándole de la boca.

—¿Quieres que te diga la verdad o prefieres que siga mintiéndote, como he hecho siempre, en los últimos tiempos?

—La verdad, Giovanni —dijo De Mola, intentando comprender hasta qué punto estaba borracho.

—¡Quiero el libro, ahora, enseguida! —gritó.

—¿Quieres el libro? ¿Qué libro?

—¡Ése! —gritó—. ¡El libro secreto! ¡El que no se sabe dónde está! ¡El que todos quieren!

—¿Quién lo quiere?

—Chist, no deben oírnos. ¡Si nos oyen, nos matan! Y han dicho que también matarían a Elena.

—¿Quién es Elena?

—Mi novia. Ah, no lo sabías, ¿eh? Pues sí, tengo una novia, muy guapa, muy elegante. Dice que me ama y que se vendrá conmigo. Y yo me lo creo. ¡Porque yo me lo creo todo!

—Giovanni…

—¡No me toques! —gritó—. Ahora escúchame. O me das el libro, o te matarán. Te lo ruego —empezó a lloriquear—, dame el libro. Total, si no lo haces ellos lo conseguirán por su cuenta. Dámelo. No me obligues a…

—¿A qué? —dijo De Mola, manteniendo una calma aparente.

Giovanni le indicó con un gesto que se acercara. Se puso el índice frente a la nariz, como para imponer silencio.

—A matarte… con esto.

Sacó de un bolsillo la cajita de madera que contenía el vial con el veneno y se lo mostró.

—Basta una gota… es tentradoxina… trodoxina… bueno, es el veneno del pez globo. Duele un poco, ¡pero cuando te mueres ya no duele!

Giovanni se echó a reír descaradamente. Giacomo de Mola supo entonces que los demonios volvían a entrar en acción, que las fuerzas de la oscuridad estaban tejiendo de nuevo la vieja tela de siempre. Pero no había imaginado que hubieran llegado tan cerca de él y, sobre todo, del libro.

Se puso en pie y se fue al teléfono. Le pidió a la operadora un número internacional: aunque alguien le tuviera pinchado el teléfono, aquello no tenía importancia. Aquel número era una centralita y de allí la llamada volaría a la otra punta del mundo. Si las líneas lo permitían, diría aquella maldita palabra que había esperado toda la vida no tener que pronunciar. Le dieron línea y, poco después, oyó que sonaba el teléfono. Alguien levantó el auricular y él sólo dijo dos palabras:

—Omega arde. —Y colgó.

Ahora alguien más sabía que el libro estaba en peligro, pero era él, sólo él, quien tenía en su mano hacer algo para que siguiera a buen recaudo. Se acercó a Giovanni, que se encontraba ya en un estado de semiinconsciencia. Lo levantó con facilidad y lo sentó en una butaca que solía reservarse para que los clientes de la librería pudieran leer. Cogió medio vaso de agua, disolvió en su interior un polvo grisáceo y lo acercó a los labios de Giovanni.

—¿Quieres envenenarme, Giacomo? —preguntó el joven, casi mascullando las palabras y sonriendo como un alelado.

—No, te ayudará a dormir y a superar la angustia, al menos esta noche. Pero mañana vendrá lo duro. Mañana —dijo, para sus adentros—, será un día duro para todos.