Roma, lunes, 18 de diciembre de 1486

Desde la ventana del salón privado de Inocencio VIII, Giovanni observaba los jardines donde se sabía que el Papa solía pasear en compañías a menudo de reputación dudosa, pero sin duda agradables. Aquel día, en cambio, se libraba un combate entre caballeros, o presuntos caballeros. Los gritos y arengas de un grupo de nobles armados acompañaban los golpes secos de dos hojas que se cruzaban. Le pareció que uno de los dos duelistas era Franceschetto, el hijo predilecto de Inocencio, por el modo evidente en que todos le animaban a voz en grito. De hecho, parecía el más arrojado de los dos. Por lo que se decía, era tan valiente con la espada como incauto jugando a las cartas, a las que solía perder cantidades enormes que pagaba de las arcas del Estado.

—Conde —dijo una voz a sus espaldas.

Desde luego Giovanni no se esperaba que lo saliera a recibir el Papa en persona, y menos aún de aquel modo tan informal. Hizo una reverencia impecable y besó el anillo con el símbolo de Pedro y de la casa de los Cybo, mientras a su vez recibía una palmadita en la mejilla. Giovanni sonrió, y lo mismo hizo el Papa.

—Santidad.

—Siéntate, hijo mío, y cuéntame.

—En realidad, Santidad, habéis sido vos quien me habéis llamado.

—¿Quieres confesarte? ¿Tienes algún pecadillo que sólo el Papa pueda conciliar?

—Me confesé ayer mismo, y aunque es cierto que soy un pecador, sólo han transcurrido unas pocas horas y no me ha dado tiempo a cometer pecados nuevos.

—No se sabe nunca; quizá durante la noche haya aparecido algún pensamiento incasto; y seguro que no son pocas las jovencitas que se morirían por yacer con un joven de tu aspecto y, por si fuera poco, rico y noble.

—He dormido profundamente esta noche, Santidad.

—Está bien, está bien —dijo Inocencio con expresión de fastidio—, en cualquier caso, ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, Filii et Spiritus Sancti —concluyó apresuradamente.

—Amén.

—Y ahora que nos hemos lavado el alma podemos hablar más libremente. Dime, Giovanni, ¿qué es lo que tienes intención de hacer?

—Vivir según mi conciencia, Santidad.

—¡Ah, ah! Me gustas, Giovanni, y no querría que te sucediera nunca nada.

El tono era jocoso, pero las palabras le golpearon al conde Della Mirandola como una cuchillada, así que Giovanni se preparó para parar nuevos embates.

—Con la protección de Su Santidad nunca podrá sucederme nada malo.

—Bien, eso también me gusta. Estar bajo mi protección es aún más importante que disfrutar de la del banquero de Medici, bastante más lejana.

—Lorenzo me honra con su amistad, Santidad.

—Muy bien, muy bien, pero ahora vayamos a lo nuestro. ¿Qué es esa historia de las Tesis que has publicado? ¿Es cierto que quieres quitarme el trabajo y convocar un concilio, precisamente aquí, en Roma? Ni siquiera eres cardenal, aunque, si quisieras… también podría nombrarte. No te costaría tanto, y además podría darte una discreta encomienda. Pero de eso ya hablaremos más adelante —dijo, frotándose las manos—. Ahora dime, Giovanni, hazte a la idea de que soy tu confesor, con la misión no sólo de liberarte de los pecados, sino de evitar que cometas otros en el futuro.

Giovanni juntó las manos y bajó la cabeza. Aquella pausa le permitió poner en orden sus pensamientos. El Papa ya lo sabía todo, mucho más de lo que esperaba, pero lo peor era que no se había enterado por él. Tenía que ir con mucho cuidado. Estaba frente a uno de los hombres más poderosos de la Tierra, y era su huésped. Y por otra parte, para pasar de huésped a prisionero bastaba el aleteo de una mariposa. Le había concedido una oportunidad y tenía que aprovecharla, sin olvidar que Inocencio no era nada tonto.

—Mis Tesis —dijo con mucha calma— son fruto de largos años de estudio y meditación, y tienen como único fin el de profundizar en el conocimiento de la verdad y de la creación, para mayor gloria de la creación. Y lo que Su Santidad llama concilio no pretende ser más que una reunión de teólogos que deseen discutir públicamente, y no en la privacidad de sus estudios, lo que se expone en las Tesis. Tesis, Su Santidad, a las que se puede oponer una antítesis, con la que llegar, Dios mediante, a una síntesis.

—Qué bien hablas, Giovanni. Pero ¿es cierto que has invitado a hebreos y mahometanos?

—Sí, Santidad, porque creo que nuestro Creador es uno solo.

—¿Quieres decir que pretendes convencerlos para que abjuren de su religión y abracen la única fe verdadera, la de la Santa Iglesia Apostólica Romana?

A Giovanni no se le escapó que Inocencio VIII tenía la tonsura ligeramente brillante de sudor. Una gota le resbaló sobre la prominente nariz y el Papa se la quitó con un gesto rápido, dejando una marca de humedad en los guantes de seda.

—Mis Tesis están inspiradas en el Creador; quien conoce el Bien es fácil que lo siga, como observa Platón.

—Así sea, Giovanni. ¿Cuántos ejemplares has impreso y cuántos te quedan?

—Quinientas copias, y todavía conservo un centenar, Santidad.

—Dámelas.

—¿Cómo, Santidad?

—Dámelas, Giovanni, yo tengo muchos lectores. ¿No querrás privar a los buenos profesores de teología del Papa de la lectura de tus Tesis?

—No, Santidad, pero tengo que traerlas de Florencia.

—Bien, pues tráelas. Y hagamos una cosa, Giovanni. Tú eres joven y estás lleno de vida, puedes esperar. Si estas Tesis reciben un juicio positivo, te permitiré celebrar ese concilio. Es más, lo haremos juntos, y te nombraré cardenal, como te decía antes. ¡Y con tu inteligencia, quién sabe, quizás un día podrías incluso ser elegido papa! No te falta el dinero ni los apoyos. Piensa en ello, Giovanni, y ahora vete. El pobre Papa debe hacer sus plegarias cotidianas.

Giovanni no respondió; se arrodilló para besar de nuevo el anillo, que le quemó en los labios. El sudor que le impregnaba el cuerpo y las amenazas que se cernían sobre él poco le importaban. Pero el disgusto, la rabia y la impotencia le invadieron el ánimo y en cuanto Inocencio salió de la sala, echó a correr. Inmerso en sus pensamientos, bajó rápidamente la amplia escalera que llevaba al claustro, cuando sintió que una mano robusta le aferraba el hombro.

—Id a Florencia mañana mismo. Roma ya no es segura. Alquilad una villa por la zona de Fiésole y esperad.

Giovanni se detuvo de golpe y se quedó mirando al hombre que le había hecho parar. Era alto y robusto, con la barba corta y una perilla apenas tiznada de blanco. Iba completamente vestido de negro, calzas incluidas, y llevaba un rico jubón con bordados en oro. Un noble, sin duda, aunque al costado llevaba un espadón. A diferencia de la espada ropera, fina y con una empuñadura elaborada para proteger la mano, usada habitualmente por los jóvenes caballeros, el espadón era pesado, y tan simple como mortal. Podía golpear de punta, de flanco, de montante y de filo, y ser empuñado con dos manos, pero su empuñadura en cruz no permitía ninguna defensa ni consentía errores.

—Debéis de haberme confundido con otra persona —respondió con voz firme pero cortés.

—No, conde Della Mirandola. Sé lo que os digo; haced lo que os sugiero. Más adelante nos encontraremos.

El hombre de la barba soltó su presa y subió rápidamente las escaleras, sin girarse. Instintivamente, Giovanni se masajeó el hombro que le había quedado ligeramente dolorido tras el apretón atenazador de aquella mano robusta; luego se ajustó la capa y salió por una puerta lateral. Cruzó rápidamente los barrios viejos y las casas estrechas que se amontonaban alrededor de la basílica como mendigos de piedra. Las calles estaban manchadas de las aguas negras tiradas por las ventanas, y tuvo que abrirse paso entre corrillos de prostitutas con la cara pintada, algunas jovencísimas, pero era el camino más corto para llegar a casa. Aquel hombre podía ser cualquiera, un amigo desconocido, un espía de una facción contraria a los Cybo o del propio Papa que había querido transmitirle una advertencia. Lo único que sabía Giovanni es que no se iría. Al día siguiente tenía que encontrarse con Margherita y no podía faltar a la cita, aunque le costara la vida. Y luego tenía otra, en los días posteriores, de la que dependería todo su proyecto. Entre el fango, el frío, las prostitutas, los proxenetas, el hedor a podrido, las ratas hambrientas, las casuchas en ruinas y el ruido de carretas, de gritos, de llantos y de peleas, buscó refugio entre sus pensamientos y se trasladó con la memoria a lo que había dado inicio a todo.

Había sido la lectura de algunos pasajes de la Biblia en su versión original, en arameo, cuya traducción al latín había observado que había sido corrompida en varios puntos, lo que le había suscitado las primeras dudas. Desde entonces no se había detenido, y había pasado por manuscritos babilonios, sumerios y acadios, hasta llegar a la escritura cuneiforme. Y había dado, casi casualmente, con la Enuma Elish, la Epopeya de la Creación.

Un familiar suyo había comprado el libro a un mercante turco, que aseguraba habérselo llevado del palacio de Acad. Allí encontró el origen de la Biblia mil años antes de que se escribiera. Y comprendió algunas cosas.

Pero aún estaba lejos, y cada vez que se adentraba en las profundidades de la Creación se le abrían nuevos mundos, cuya puerta de acceso tenía que encontrar. Volvió a los misterios babilonios, a la Mummu Tiamat, la generadora de los dioses, y a Nammu, la madre primigenia. Y leyó también sobre civilizaciones de ultramar, con cuya existencia sólo se fantaseaba, pero cuyos mitos encajaban con los conocidos, como si, desde el inicio, desde la Creación, todo estuviera vinculado a un único principio.

Todo aquello contrastaba no sólo con el Dios cristiano, sino también con el judío, de origen anterior, y con el islámico, de origen posterior. Volvió después a la Biblia, buscando entre los matices de la escritura una señal, un arquetipo, algo que uniera las leyendas más antiguas con la concepción de Dios. El amor podía ser la clave: Dios es bueno y misericordioso en todas las religiones. Pero tov, bueno, referido a un Ser Supremo, se usaba en contadas ocasiones. ¿Por qué? Mucho más a menudo se usaba el término rachum, misericordioso. Y ahí estaba el punto de unión, la iluminación: rachum es rechem, útero. El rasgo distintivo e instituyente de Dios estaba en su naturaleza femenina. Dios era Madre. No el Dios patriarcal, el Dios bíblico transmitido a lo largo de los siglos, el Dios de los ejércitos, el Dios varón. Dios era Madre, era Diosa. Era aquello lo que unía todas las leyendas más antiguas, todas las antiguas civilizaciones, aquélla era la forma primera y más natural de toda religión. Una fe nacida al mismo tiempo que la humanidad, en cualquier latitud.

Comprendió así las terribles razones que llevaron a la Creadora del mundo, a la Madre, a perderse en la memoria, sustituida por la llegada del Padre, de las tinieblas, de la guerra, de los castigos y de la Muerte Eterna. Se dio cuenta, no obstante, de que algo había quedado oculto entre las cenizas. Como al final de un círculo, oculto en la oración más simple, la que le habían enseñado de niño, la que se escondía en una pobre mujer de Palestina que nada sabía, María. Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris tui, Iesus. Sancta Maria, mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc et in hora mortis nostrae. No Mater Cristi, sino Mater Dei, Madre de Dios, la Creadora. Fue lo que se estableció en el tercer concilio ecuménico, el de Éfeso, donde el Imperio romano de Occidente, ya condenado, consiguió un último privilegio: mantener a Roma como capital de la Iglesia, único modo de perpetuar el poder secular.

Sin embargo, ahora, más de mil años más tarde, todo estaba listo para que fuera devuelto al hombre, para hacerlo libre por fin. Él mismo, Elia Del Medigo y Abu Abdulah, el cristiano, el judío y el mahometano, todos juntos, en Roma, como habían hecho en Alejandría los setenta y dos sabios, seis por cada tribu de Israel, estaban dispuestos a abrir aquellas páginas, sobre las últimas Noventa y Nueve Conclusiones.

Primero las Novecientas Tesis, para abrir las mentes al concepto de la unicidad del Ser Supremo, después las otras. Una por una, leerían los pasajes destacados en la asamblea de los filósofos más doctos de la época, difundiendo así la Sabiduría y con ella el Poder, sin ninguna distinción de nación, religión o raza. Y la Mujer recuperaría el papel que le correspondía desde la noche de los tiempos. El Neter-Uat, la Vía Divina, el Ser Único que habían profetizado los textos de las pirámides miles de años atrás, les haría hablar en un mismo idioma. Pero ahora que se acercaba, sentía claramente a su alrededor la presencia de los ángeles caídos, que harían cualquier cosa con tal de impedirle llevar a cabo su misión.