Florencia, Roma, España, de noviembre de 1487 a marzo de 1491
El proyecto de revelar al mundo la existencia de la Madre había fracasado, y con él su vida. Obligado por el perverso pacto entre Lorenzo de Medici e Inocencio VIII, Giovanni Pico no podía salir de Florencia. Se sentía como un pájaro encerrado en una enorme jaula que, en cuanto intenta volar y rebasar los límites establecidos por otros, choca con los barrotes de hierro hasta que, tras lastimarse una y otra vez, abandona todo sueño de fuga y se queda esperando la llegada de una muerte generosa que lo libere.
En enero de 1488 el conde Della Mirandola estuvo al lado de Ferruccio y Leonora, que se unieron en matrimonio, con la bendición de Girolamo Savonarola. Éste aprovechó el evento para lanzar sus invectivas contra la elevación al cardenalato de Giovanni de Medici, que aún no había cumplido los trece años. El cargo debía permanecer secreto hasta que cumpliera la mayoría de edad, pero parecía ser que el Papa se lo había contado a su hijo, éste a su esposa Magdalena, hija del Magnífico, y ésta a su vez a su grupo de amigas y confidentes. En poco tiempo, todo el mundo fingía que no lo sabía, pero allá por donde pasaba el imberbe cardenal le llamaban Eminencia y le pedían el anillo para besárselo.
Al mes siguiente Franceschetto fue nombrado gobernador de Roma y de los Ejércitos. El cardenal Borgia intentó invalidar el nombramiento y, al no conseguirlo, pensó que sería mejor que el hijo del Papa desapareciera definitivamente. Franceschetto escapó del atentado, obra de una banda de criminales, por intercesión de la Beata Virgen que lo protegía, o al menos eso es lo que se dijo. El domingo siguiente, Inocencio VIII y el propio Borgia entonaron juntos un solemne Te Deum de agradecimiento en la basílica de San Pedro.
Dos años después, en el mes de febrero, Inocencio VIII se sintió mal de pronto: la aparición de manchas rosadas y violáceas por el cuerpo y la persistente disentería indicaban claramente los síntomas de un envenenamiento por arsénico. Aquello turbó, y no poco, a Rodrigo Borgia, que se temió la presencia de un rival desconocido y poco experto en el interior de la corte papal. El arsénico puede usarse como veneno de acción lenta, pero para obtener efectos inmediatos había muchos otros remedios.
Franceschetto, preocupado como todo buen hijo, se pasó días enteros a la cabecera de su padre, y cuando parecía que el Vicario de Cristo debía entregar el alma a su Creador, intentó la fuga. Fue detenido a las puertas de Roma por los mismos guardias que estaban a su servicio, que se sorprendieron sobremanera cuando encontraron, en el carro que le acompañaba, oro y gemas en gran cantidad, metidas desordenadamente en dos cofres. Eran el tesoro de la Iglesia, que Franceschetto admitió haber sustraído —algo innegable— pero, según dijo, sólo para impedir que en el período en que el trono permanecía vacante algún bribón se aprovechara y se lo llevara. Inocencio se recuperó pocos días después, pero su salud, ya mermada por el morbo francés, no fue nunca más la misma, por lo que se vio obligado a dejar de retozar con sus jóvenes preferidas. Por su noble gesto, Franceschetto fue premiado con el título de conde del Sagrado Palacio Lateranense, de modo que pudiera administrar justicia, al haber demostrado ser justo y prudente y preocuparse por los intereses de la Santa Iglesia Romana. Se le concedieron asimismo los feudos de Cerveteri y Anguillara, con la invitación de visitar a menudo sus nuevas posesiones y de pasar en ellas el mayor tiempo posible.
En Florencia, Lorenzo de Medici discutía de filosofía y componía sonetos: el propio pueblo, y no sólo los poetas de la corte, aplaudió con gran entusiasmo su Canción de Baco, un himno a la juventud que invitaba a disfrutar el presente, teniendo en cuenta lo incierto del futuro. Por otra parte, exasperado por la actitud de Savonarola, que seguía con sus sermones contra la Iglesia y, sobre todo, contra las costumbres de la nueva burguesía florentina, el Magnífico lo expulsó por fin de Florencia. No obstante, pocos meses después, a instancias de Giovanni Pico, con el que se sentía culpable, volvió a llamar al fraile, que le replicó inmediatamente con invectivas contra él y su corte. Ante las quejas de su señor, Savonarola decidió que esta vez le tocaría a él irse de Florencia, y predijo, en glosa, su próxima muerte.
El 3 de marzo de 1491, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla firmaron el decreto de expulsión de todos los judíos que no se hubieran convertido a la fe cristiana. De los convertidos se ocupó el confesor de la Reina e Inquisidor General Tomás de Torquemada, que tras arrancarles las uñas y los dientes, les extirpó también la confesión de haber abjurado de la fe de sus padres por mera conveniencia. Quien sobrevivía a la pira era expulsado, en todos los casos tras haber sido privado de todas sus pertenencias.
Cristoforo Colombo, conocido en su nueva tierra de adopción como Cristóbal Colón, se preparaba para su expedición. Reforzado tras el acuerdo firmado entre los reyes de España y su padre, y tras revelar a la Reina algunos detalles sobre la existencia de una gran divinidad femenina anterior a todas las religiones, se ganó por fin a la soberana española. Efectivamente, Isabel, reina de la rica, poderosa y populosa Castilla, nunca había acogido con simpatía la unión con el pobre y minúsculo reino aragonés, cuya mayor riqueza era la arrogancia de su rey y esposo. El motivo de su unión había sido simplemente la política. Colón solicitó y obtuvo el nombramiento de gobernador, para él y para todos sus herederos, de todas las tierras que descubriera del otro lado del Océano Tenebroso y de la Zona Tórrida, donde todo marinero sabía que se hacía imposible respirar.
En la corte hubo quien no entendió aquel nombramiento, que suponía repartir las riquezas entre el almirante Colón y el tesoro de España. ¿De qué valía ser gobernador de tierras que, como las Indias, pertenecían ya desde hacía siglos a sus respectivos soberanos legítimos? Pero nadie osó contradecir a la Reina, y el rey Fernando estaba demasiado ocupado poniendo fin a la guerra contra Granada, el último bastión de la gran civilización árabe.
Ferruccio y Leonora de Mola se lamentaban de la suerte de su amigo y, a menudo, en los largos paseos que daban con él más allá de las murallas de la ciudad de Fiésole, intentaban sacarlo de su obsesión. Pero el conde Della Mirandola ya no era el mismo; su mente estaba perdiendo gradualmente todo contacto con la realidad, o al menos eso les parecía. Hablaba continuamente de cómo se podía transformar el curso de los acontecimientos con la magia. Miraba sin parar hacia atrás, se detenía, vacilante, y reemprendía el camino. Estaba convencido de haber encontrado el secreto alquímico en un libro hecho de hojas y de corteza de árbol que había pertenecido a Nicolas Flamel, el inmortal. Se desesperaba por haber perdido el contacto con su esfera de fuego, la que se había manifestado el día de su nacimiento y que, en el transcurso de su vida, se había aparecido en los momentos más importantes. Decía que la Madre lo había abandonado porque no había conseguido comunicar al mundo su existencia, mientras que por las noches le acompañaban las visiones de un Dios terrible que le imponía un gran sufrimiento físico y espiritual. En aquello Ferruccio veía la influencia negativa del fraile Savonarola, al que solía visitar con frecuencia Giovanni. De Mola detestaba sus profecías de muerte y sus horribles descripciones de los castigos divinos, y no soportaba su fanatismo religioso, aunque sí compartía su desprecio por la corte romana.