Roma, viernes, 15 de diciembre de 1486

En la casa del cardenal De’ Rossi, arrullado por el dulce crepitar de las llamas de la chimenea, Giovanni Pico escribía una carta a su enemigo fraterno, como solía llamar al fraile Girolamo Savonarola. El tono era el de un padre, aunque la diferencia de edad era toda a favor del fraile (once años mayor), que había sido durante mucho tiempo un maestro para el conde. Pero ahora Giovanni conocía, y podía mirar casi con benevolencia y no ya con espíritu polémico, los comentarios destemplados del religioso, que hacía tiempo que tenían alterada a toda Florencia. En poco tiempo el plazo se cumpliría y el secreto se desvelaría. El hombre comprendería y por fin las enseñanzas de Platón encontrarían aplicación: si se conoce el Bien, no se puede evitar actuar por él. El conde Della Mirandola se quedó un momento con la pluma en la mano y miró al otro lado de la ventana. El cielo era límpido y las nubes, finas como las alas de los ángeles, eran de aquellas que escondían cristales de hielo. Sería un invierno duro.

La puerta se abrió sin que nadie hubiera llamado y una sombra encapuchada entró furtiva en la estancia sin hacer ningún ruido. Un ligero soplo de aire gélido se insinuó en el interior, atraído por el calor. La sombra se acercó hasta situarse tras el conde y le posó una mano en un hombro. Éste no levantó siquiera la vista, mojó de nuevo la pluma de oca en el tintero y escribió unas palabras más.

—Escribo al más famoso Girolamo del mundo entero y siento el contacto del que me es más querido. Hoy es un día de lo más curioso.

—¿Me has reconocido? —dijo la sombra, descubriéndose el rostro.

—Girolamo Benivieni, reconocería tu mano incluso a través de la manta de un caballo. Ven, dame un abrazo.

Los dos se abrazaron con afecto, de un modo fraterno, hasta que Benivieni cogió entre sus manos el rostro de su amigo, que se quedó rígido. Aunque le tenía cariño, no le gustaban algunas manifestaciones de afecto exageradas. Se separó y le invitó a ponerse cómodo.

—Siéntate, Girolamo, y dime: ¿cuánto tiempo llevas en Roma?

—Llegué ayer, hacía demasiado tiempo que no tenía noticias tuyas, y estaba… Estoy preocupado.

—¿Y por qué? —respondió el conde, sonriendo—. Mientras estemos vivos, no tenemos nada que temer; y cuando estemos muertos, ¿de qué podemos tener miedo?

—Esta vez no me liarás con tu filosofía. Tengo motivos para tener miedo y por eso estoy aquí.

—Venga, Girolamo, lo que tú ya sabes va por buen camino. Mis Tesis ya están listas, al igual que las invitaciones. Precisamente estaba escribiendo a Savonarola, querría que él también asistiera. Dentro de dos meses…

—¡Dentro de dos meses estarás muerto! Y ni siquiera la amistad de Lorenzo te podrá proteger. Los Medici son influyentes, pero tú… ¡Tú estás desafiando al Omnipotente!

—¡No! —respondió Mirandola, enérgico—. ¡Estoy desafiando a las tinieblas de la ignorancia, a la arrogancia del poder, y a todas las ratas de cloaca que han invadido el mundo desde hace siglos y que intoxican hasta el aire que respiramos!

—¿Y quién crees que ha creado todo eso? Si Dios hubiera querido hacernos ángeles, lo habría hecho. ¡Pero quiso que camináramos sobre esta tierra y que cargáramos con el peso de nuestros pecados, que nadie podrá perdonar jamás!

—¡Girolamo! ¿Qué ha sido de mi amigo, el de la ocurrencia siempre a punto, de lengua amable y feroz, de risa fácil y contagiosa? Y tú tampoco te despistes: tus tesis sobre la culpa pueden sonar heréticas a oídos poco honestos.

—Reiré y bromearé cuando todo haya acabado. A Florencia ya ha llegado la voz de que has publicado las Tesis y todo el mundo está agitado, los Medici los primeros, pero también los Tornabuoni, los Strozzi, los Salviati e incluso las familias contrarias al Magnífico, como los Albizi y los Pazzi. También Poliziano, que se muere por leerte y que va diciendo por ahí que no hay nadie en el mundo como tú.

—Angelo… Cómo echo de menos su amistad y su compañía.

—En fin —continuó Benivieni—, todos tienen curiosidad por conocer el fruto de la gran mente del joven Mirandola. Para exaltarte o para crucificarte.

—¿Y Savonarola qué dice?

—Me ha dado recuerdos para ti; dice que estés atento a los idus de marzo y que quemará tu libro si hablas bien del Papa.

El conde Della Mirandola se rio y su amigo no pudo evitar unirse a la carcajada. Su cariño hacia el autor de las Tesis le estaba procurando infinitos sufrimientos y preocupaciones y, pese a todo, no renunciaría a su amistad ni que Dios en persona se lo hubiera pedido. Cogió el bocal de vino que Pico le ofreció y lo miró intensamente.

—¿En qué piensas? —le preguntó el conde—. Eso es lo que temo de verdad: tus pensamientos, cuando pones esa mirada.

—Pensaba en cuando naciste.

—¿En cuando nací? ¿Sólo tenías diez años y ya hacías de comadrona?

—Ojalá te hubiera visto nacer. Pienso en aquella esfera de fuego que apareció sobre tu cabeza y en sus significados.

—Mi esfera: bendición y condena al mismo tiempo. Cuando la busco me rehúye, y cuando no pienso en ella, a veces se presenta como un meteoro.

—Tú eres un predestinado, Giovanni, lo sé, lo siento.

El conde engulló de un sorbo el cáliz de vino.

—¿Predestinado para qué? Yo sólo tengo una misión que cumplir, y es la de dar a conocer mis Tesis. Ésa es mi única predestinación.

—Puede ser. Si Dios quiere y el mundo acaba conociendo lo que tienes que decir, creo que muchos te pondrán a la altura del profeta Ezequiel, al que se le anunció la palabra de nuestro Señor con un carro de fuego. Lo importante es que tú no acabes en ese mismo fuego. Ya arden muchas hogueras por toda Europa.

—No soy un profeta y no será el fuego el que me mate, sino la muerte. En cualquier caso, si pudiera usarla a placer, no me disgustaría lanzar mi esfera contra esas cariátides de Roma que gobiernan las almas.

Lanzando a Girolamo una mirada de complicidad, Pico se levantó y se dirigió hacia un escritorio de madera decorado con unos querubines. Lo abrió y metió la mano en el interior, haciendo saltar un mecanismo que ocultaba un cajón secreto.

—Está todo aquí —dijo el conde, poniéndose serio y sacando un manuscrito con las páginas pegadas.

—Está todo aquí —repitió, apoyándolo sobre el escritorio.

—Cuéntame más —pidió Benivieni, sentándose—. Tengo la sensación de saber bien poco.

Lo que sí sabía era que allí dentro estaba la llave de la conciencia, el final de toda disputa. Sabía que allí dentro se explicaba, a filósofos y sabios, el origen del hombre, el verdadero, el que uniría a todos los pueblos de la Tierra. Y sobre todo, quién era realmente el Ser que desde siempre gobernaba el universo, la Fuente de la Vida, el Principio Creador.