Florencia, domingo, 18 de marzo de 1487

—¡No os fiéis de los príncipes, ni de los hijos de los hombres, en los que no hay salvación! ¡Porque se presentan disfrazados de corderos, pero por dentro son lobos rapaces! ¡Cuidado, pecadores!

El sermón ya llegaba a su fin, pero el fraile Girolamo Savonarola se había reservado una última flecha incendiaria, como era habitual en él. Hizo una pausa para que sus últimas palabras sonaran aún más vehementes.

—¡Y tú, Roma, eres la forja de todo tipo de pecado! ¡Lujuria, sodomía y simonía son tus hijas! Estás destinada a ser fustigada sin piedad y renovada. ¡En un mes será Pascua: a quien no agache la cabeza, le será cortada! ¡A quien no se moje el alma con la sangre de Cristo, le será quemada! Y ahora id en paz.

Las piedras de la pequeña iglesia de Santa Verdiana vibraban aún con las palabras del fraile cuando la heterogénea procesión de fieles empezó a salir ordenadamente por la angosta puerta principal. Por la estrecha Via dell’Agnolo y por los prados de los alrededores esperaban carrozas y caballos; la iglesia estaba lejos del centro de Florencia. De hecho, Lorenzo de Medici se había arrepentido de haber permitido al dominico predicar en San Marco años antes. Las homilías del fraile contra la corrupción de la Iglesia, las costumbres y el gobierno no ayudaban a su política de compromisos e intereses, que en los últimos años había hecho posible que Florencia se enriqueciera y que adquiriera una posición cada vez más dominante en el equilibrio político italiano. Así que el señor de Florencia lo había relegado al papel de simple lector en aquella alejada iglesia. No obstante, de vez en cuando acudía a escucharlo, disfrazado de simple mercader.

Giovanni Pico, al fondo de la única nave, casi bajo el coro, admiraba la espléndida Pala de Giotto di Bondone, que representaba a la Virgen con el niño en brazos. El azul de la capa y el oro del vestido combinaban magníficamente entre sí, dándole un intenso relieve a la figura. El rostro estaba de tres cuartos, y la expresión de la Virgen resultaba ambigua, como si ocultara algún secreto que había querido compartir sólo con el pintor. Pico miró hacia el transepto de la izquierda, donde Savonarola recibía las sinceras felicitaciones de los fieles. A sus sermones acudía siempre mucho público, compuesto de las más diversas clases sociales, y se mezclaban entre sí nobles, comerciantes y sencilla gente del pueblo. El fraile tenía un gran seguimiento en Florencia, y eso había levantado las sospechas de las autoridades eclesiásticas, que ya desconfiaban de su creciente popularidad. Con lo que iba diciendo de la Iglesia de Roma, Pico estaba asombrado de que no le hubiera llegado una suspensión a divinis.

Giovanni se le acercó. El fraile continuaba distribuyendo bendiciones a diestro y siniestro, mientras su nariz aguileña y puntiaguda parecía indicar a los postulantes el suelo sobre el que arrodillarse. Pico necesitaba de sus consejos; la carta que le había llegado de Roma exigía una determinación.

El fraile, solo por fin, estaba entrando de nuevo en la sacristía, con la capucha negra calada de nuevo sobre el rostro, cuando sintió una presencia a sus espaldas y se detuvo, sin girarse.

—Si eres quien pienso, mis palabras no han tenido ningún efecto sobre ti.

—Tus palabras son cortantes como una hoja de Toledo, pero el escudo de tu amistad es aún más fuerte.

El fraile se giró hacia él, quitándose la capucha y dejando a la vista la llamativa tonsura, rodeada de una corona de cabellos negros y tupidos que recordaban una estola de castor.

—¿Qué ha sido de tus tirabuzones dorados? —dijo sin sonreír.

—Pertenecen a otra vida. Soy un hombre nuevo, porque conozco la geometría —respondió Pico.

—Deja estar a Platón, estás en la iglesia, y ante un ministro de Dios. También llevas barba. ¿Has venido a hacerte fraile?

—Lo haré cuando Savonarola se siente en el lugar de honor en el Palazzo della Signoria.

—¡Vete con cuidado! ¡Eso que has hecho es una promesa!

—La respetaré.

—Entonces, si no quieres hacerte fraile y mis palabras no han tenido ningún efecto sobre ti, ¿cuál es el motivo por el que has venido a verme después de tanto tiempo?

—La amistad y un buen consejo.

—La primera la puede dar el hombre; la segunda el confesor. ¿A cuál necesitas?

—A ambos. Tener varias naturalezas en un único ser es posible y meritorio.

—¡Blasfemo e irreverente! Abrázame, Giovanni. Hacía tiempo que no me alegraba tanto de ver a nadie.

Salieron por la puerta de la sacristía y se dirigieron hacia los campos que la cálida primavera había ya cubierto del blanco de las flores de los almendros y de azufaifos precoces. En los extremos despuntaban grandes matas de mimosa; su amarillo resplandeciente parecía querer recordar a los paseantes el oro que desde hacía tiempo dispensaba a manos llenas la República Florentina a sus conciudadanos. Pico le sacaba al fraile casi una cabeza de altura y diez años de juventud. De lejos Savonarola podía parecer un viejo jorobado, a pesar de que sólo tuviera treinta y cinco años. El peso de las palabras de su joven amigo le estaba resultando aplastante.

—Olvídate del amigo: si no te escuchara como confesor, temería tener que explicar un día lo que me has dicho. Tú estás loco, Giovanni. Tu mente está turbada por el pecado de la soberbia.

—Tú me conoces como pocos. No he buscado yo el camino que me ha llevado a todo esto. Ha sido él quien se ha abierto a mí. Créeme, Girolamo, es todo cierto, lógico y amoroso.

—Si así fuera, y no quiero creerte, ¿te atreverías a tirar por tierra a Cristo y sus obras?

—Todo hay que verlo con una nueva luz, y no hay nada en sus obras que no coincida con su ejemplo. El Amor es madre, Girolamo, y nosotros somos sus hijos.

—Estás blasfemando y yo no puedo absolverte.

—No quiero tu absolución ni tampoco pretendo que creas ni una sola palabra sin leer ni profundizar en todo lo que te he dicho. Pero sí quiero tu comprensión: tú sabes qué es el amor, y no me refiero al amor hacia Dios, sino el que une al hombre y la mujer…

—¡Yo renuncié a él! —gritó el fraile—. Eso lo sabes bien. ¿Por qué me lo recuerdas? Desde ese momento sólo pienso en Dios.

—Y en la traición de la Iglesia.

—Ésa es otra historia. Vete, Giovanni. Si no, ¿qué quieres de mí?

—El sabio consejo de un amigo. Sólo eso.

—Será el último, Giovanni. Tu arado ha excavado un surco demasiado profundo entre los dos. Yo no puedo ni quiero seguirte.

—Está bien. Entonces nos veremos en el cielo.

—Y ahora escúchame, por última vez. No todas tus Tesis han sido condenadas; trece sobre novecientas son una señal positiva. Defiéndelas y contraataca. La dialéctica no es desde luego tu punto débil, aunque por supuesto el discernimiento sí que lo es. Pero hazlo desde Florencia; aquí estás seguro. ¡En cuanto a las demás, para las que las primeras no son más que un caballo de Troya, olvídalas, escóndelas, quémalas! Y no te fíes nunca del león de Roma; no vayas nunca, aunque la carne te lo pida.

—Tengo que volver a ver a Margherita; no puedo estar sin ella.

—Entonces ve, ponte tú mismo la soga al cuello. ¡La lujuria te hace perder el sentido común! Te matarán.

—El amor es más fuerte que la muerte, Girolamo. Lo que siento por Margherita no es la llamada de la carne, aunque con ella he oído la música que sólo un coro de ángeles puede producir.

—Ese coro eran las ventosidades de los diablos…

—No digas eso, te lo ruego. Yo sé que puedes comprenderme.

—No es justo aprovecharte de las confidencias que te hice en un día de locura.

—Han quedado encerradas en mi corazón. Pero no es ése el único motivo por el que debo regresar a Roma —respondió Pico—. Tú sabes que otro Girolamo es amigo mío.

—¿Benivieni?

—Sí, y está en Roma, encarcelado desde hace tiempo, con una acusación gravísima.

—¿Herejía?

—Sodomía, y no consigo hacerme a la idea.

—Nunca me ha gustado; es un débil, y los débiles pueden ser muy peligrosos.

—No todos pueden ser fuertes como tú.

—Mi fuerza está únicamente en mi convencimiento. Por lo demás, tengo miedo, un miedo enorme. De muchas cosas, de las llamas del Infierno, si quieres, que como las de la Tierra a menudo se alimentan de inocentes. Ten mucho cuidado, Giovanni.

—Tú también. Eso que has dicho no roza la herejía, es pura herejía. Ah, Girolamo, tú y yo somos como dos David que atacan desde diferentes lados a Goliat, y yo nunca me he creído que a David le bastara un solo tiro con la honda.

—Dejémoslo aquí. Haz lo que te he dicho. Usa el dinero que tienes para liberar al sodomita, pero no vayas a Roma. ¡Y ahora vete! Ese siervo tuyo que nos sigue de lejos me tiene de los nervios, y tu caballo patalea como tú. Pero ten cuidado del eléboro.

—Conozco su veneno.

—No lo suficiente.

—¿Volveremos a vernos, Girolamo?

—Lo dudo, o sólo ante Dios o… su Madre.

Mientras se alejaba, el fraile se giró una vez más hacia él, señalándole con el índice.

—¡Acuérdate de tu promesa! Si consigo Florencia te harás fraile.

Giovanni azuzaba al caballo, que ya subía la escarpada cuesta de Fiésole bañado de sudor. La charla con el fraile le había agotado. También sus pensamientos corrían, pero en dirección a Roma. Más tarde, en su estudio, a la luz de una única vela, escribió una carta.

Querido amigo y hermano:

He hablado con el fraile que tú sabes. Me desaconseja, por mi salud, emprender el viaje a Roma. Aquí estoy relativamente bien, a pesar de los cuidados de los médicos, de los que no consigo fiarme. Te mandaré más dinero; haz lo posible por sacar de sus angustias al querido poeta, de quien me parece oír los desgarradores versos. Imagino también el sufrimiento de mi flor más querida, que no he podido arrancar. Riégala con mis lágrimas y dile que nuestra promesa sigue vigente. Y cuando puedas, dame noticias de la otra flor, que espero se encuentre bien en su nuevo jardín. Sé que te encargarás de que no le falte nada. En el nombre de nuestra querida Madre.