Casi siete meses más tarde, Roma, lunes, 20 de noviembre de 1486

El nuevo palacio de los nobles Della Rovere, en el barrio de Borgo Vecchio, aún estaba iluminado con luces de fiesta, a pesar de las altas horas de la noche. El señor de la casa era el nuevo cardenal Domenico della Rovere, enemigo jurado de su primo lejano y también cardenal Giuliano della Rovere, sobrino del papa Sixto IV, muerto hacía apenas dos años. Era invitado de honor otro cardenal, don Rodrigo de Borja y Doms, acompañado de su nueva amante oficial, la joven y bella Giulia Farnese. Sus largas y tupidas trenzas, recogidas alrededor de la cabeza, se aguantaban con una sarta de perlas que culminaba en una enorme esmeralda indicativa de su privilegio. Por ella el Borja había abandonado a Giovanna Cattanei, conocida como Vannozza, una mujer aún muy atractiva, a pesar de los tres hijos que había tenido con el prelado español, pero a la que nadie osaba dirigir sus atenciones, porque aún era considerada propiedad del cardenal.

Un intérprete de vihuela de mano, la dulce viola de origen español que era el instrumento predilecto del ilustre invitado, acababa de atacar un animado branle, danza que permitía que las parejas se cortejaran, deteniéndose y mirándose a los ojos antes de separarse. En la Sala de los Semidioses, pintada con frescos de sirenas, tritones, esfinges, centauros y sátiros tocando instrumentos musicales o en escenas de amor y de lucha, resonaban las voces alegres de hombres y mujeres.

Sin embargo, el ambiente jovial y la embriagadora música no reconfortaban en absoluto al joven Giovanni Pico, conde Della Mirandola y de Concordia. Hacía meses que sus pensamientos giraban siempre en torno al mismo tema: la publicación, ya próxima, de sus Tesis. Aun así, no había podido declinar aquella invitación: rechazarla habría sido una grave ofensa para ambos cardenales, el invitado y el anfitrión. Pensó, sonriendo, en los muchos reproches que tendría que soportar si en aquel momento lo hubiera visto el maestro Savonarola, el terrible fustigador de las costumbres, temido por toda Florencia, incluido el más poderoso de los poderosos, Lorenzo el Magnífico. Lo habría agredido con palabras de fuego, parangonándolo con la corrupta nobleza romana, y no se habría equivocado del todo. No tenía escapatoria: aquella noche, entre los peligros materiales y los de la conciencia, había escogido afrontar los segundos.

Pero era hora de irse. Le pidió a un criado su bonete y su capa de terciopelo y escondió en el interior del rico jubón el collar de oro con las insignias de su familia. A aquellas horas de la noche no era conveniente moverse por Roma exhibiendo oro u otras joyas. Además de los bandidos que circulaban impunemente armados del letal estoque, una corta espada triangular, las calles de Roma estaban infestadas de una nueva amenaza. Hordas de españoles sin ninguna ocupación habían ido a parar a la capital con la esperanza de sacar algún provecho de la irresistible ascensión de su protector, el cardenal Borja. Además de robar y asaltar sin ningún temor, a menudo se enzarzaban en feroces escaramuzas con las bandas locales y quien se encontrara en medio de una no tenía escapatoria.

Nadie pareció darse cuenta de la discreta fuga del conde, porque en aquel momento todos estaban ocupados escuchando el famoso Lauro de Lorenzo, una nueva composición que se aseguraba que era obra del propio Magnífico, y que iba acompañada de un cierto alboroto y comentarios vulgares por su contenido licencioso. Contento de haberse librado de los bailes, antiguos y nuevos —el leoncello, el corro a dos y a cuatro parejas, la pinzoccara y sobre todo el saltarello, durante el cual resultaba inevitable la transpiración y, por tanto, la expansión de efluvios nauseabundos—, Giovanni Pico se dirigió hacia la Piazza della Giudea, precedido de su paje de confianza. Desde allí se dirigió a Monte de’ Cenci, donde se encontraba el taller del maestro Eucharius Silber Franck, el impresor más conocido de Roma. A pesar de la hora, tiró sin dudarlo de la campanilla y se puso a esperar pacientemente en el lado contrario de la calleja. Probablemente Silber Franck estuviera durmiendo, pero estaba acostumbrado a sus apariciones repentinas. Por otra parte, Giovanni Pico no sólo era un gran admirador suyo, sino un óptimo cliente.

El señor Della Mirandola, sumido en la oscuridad, pensó en las vicisitudes que habían llevado al impresor a Roma. A pesar de su conversión, no dejaba de ser un hebreo, y en Alemania una nueva oleada de predicadores, tan decididos como Savonarola aunque quizá no a su altura moral, llevaban un tiempo lanzando voces contra todos los enemigos de Cristo, empezando por los disolutos y corruptos de la Iglesia de Roma, pero también los hebreos, los musulmanes y todos los que se situaran lejos de las virtudes cristianas, las únicas que garantizaban el Paraíso.

Meses antes Eucharius, haciéndole una confidencia, le había contado que, para huir de aquellos peligros, su hermano, conocido especiero, se había trasladado con toda la familia a España, a Sevilla, donde hasta pocos años antes había prosperado una floreciente comunidad hebrea. Pero había tenido la mala suerte de caer en las garras del catolicísimo rey Fernando, y había sufrido sevicias sin fin por parte de los dominicos a las órdenes de Tomás de Torquemada, el omnipotente inquisidor.

Más de una vez Giovanni le había preguntado irónicamente a su amigo Savonarola cómo podían encontrarse en la misma orden él y el inquisidor español, y éste le respondía que sus fines eran idénticos pero sus medios estaban en las antípodas, trasladando así la discusión del plano religioso al filosófico.

Eucharius de Wilzburg, el impresor, había tenido más suerte que su hermano. Había elegido Italia, a pesar de las turbulencias políticas que atravesaba y las continuas disputas entre los poderosos y, gracias a la experiencia adquirida en el taller de Gutenberg, en Roma había gozado de una inesperada fortuna, de la posibilidad de renovarse e incluso de libertad. Pero no se fiaba mucho y temía que, antes o después, también llegaran a Italia las persecuciones contra los hebreos. Así que había tomado algunas medidas prudentes —según había confesado a su generoso cliente—, como introducir en sus ediciones un alias, a modo de sobrenombre, antes de Franck, nombre que hacía evidente su origen judío. El conde Della Mirandola lo había tranquilizado repetidamente: mientras él gozara de la estima y de la amistad de familias como los Orsini, los Medici, los Della Rovere y los mismos Borja, que veinte años atrás habían italianizado el nombre convirtiéndolo en Borgia, no tendría nada que temer.

En el interior del taller apareció una luz y Giovanni oyó el ruido metálico de los cerrojos al abrirse. Por la puerta entrecerrada asomó la silueta de Eucharius, apenas iluminada por una lámpara de aceite.

—¿Qué debo desearos, conde? ¿Las buenas noches o los buenos días? Para lo primero quizá sea tarde, ya que la noche casi ha pasado ya, pero para lo segundo es aún temprano, dado que el sol aún tardará casi cinco horas en salir.

—Deséame una vida serena —respondió Giovanni—, para que disfrute cada hora del día y de la noche.

—Ése es el deseo de todo hombre de buena voluntad, y una tarea nada fácil de llevar a cabo, ni siquiera para Nuestro Señor —respondió Eucharius, invitándolo a entrar y cerrando enseguida la puerta otra vez, mientras Giovanni indicaba al criado con un gesto que se quedara fuera, de guardia.

—No te robaré mucho tiempo, buen Eucharius. Sólo deseo saber cómo llevamos la impresión de mis Tesis.

—Quinientas copias no se imprimen en un santiamén, noble Giovanni. Pese a que, tal como dice mi ilustre colega Ulrico Han, hoy en día se puede imprimir en un día lo que se consigue escribir en un año.

El conde sonrió.

—Conozco a Han, hace muy bien su trabajo y es un hombre agudo y muy ocurrente. Cuando vi su De honesta voluptate et valetudine creí que se trataría de un tratado filosófico de algún autor latino, pero después de comprarlo descubrí que era en cambio un libro de recetas de cocina. Fue un agradable engaño, a fin de cuentas, porque me permitió eliminar algunas recetas que me resultaban indigestas…

—Siempre encontramos cosas que aprender, excelencia, incluso alguien como vos. Pero mantened en secreto vuestro descubrimiento, aunque muchos ya lo sepan. Dada su temática profana, Han teme por su licencia de impresor.

—Yo creo que el Bien sin libertad no tiene valor. No hagas el Mal, dice Séneca, y no tendrás de qué preocuparte.

—Ojalá fuera así realmente, excelencia.

—Lo es en el cielo, y lo será también en la tierra cuando los hombres conozcan mejor la esencia divina. Si todos somos hijos de un ser supremo, quiere decir que somos todos iguales. Es eso lo que el mundo debe saber, y espero que lo haga con la ayuda de mis Tesis.

—¿Cómo decís, excelencia? ¿He comprendido bien? Seguro que no. Las orejas de este pobre viejo confunden unas palabras por otras, como el frutero que pone las manzanas podridas en la bolsa después de mostrar las sanas.

—Has comprendido perfectamente, Eucharius. Y a propósito de mezclar las manzanas, querría que tres de los ejemplares los encuadernaras en cuero rojo, con la posibilidad de añadir más páginas. Y que estén dotados de cierre con llave.

Eucharius lo miró perplejo, pero a los deseos de un señor noble y rico no podía oponerse ninguna objeción.

—Así será, y procuraré entregaros el trabajo acabado lo antes posible. Pero… ¿cómo nos arreglaremos con la comisión pontificia? Recordad que aún espero que me traigáis su visto bueno para la publicación.

—No temas, lo tendrás antes o después. No obstante, debes saber que todas mis tesis se inspiran en ese Ser único en el que han creído mis antepasados y los tuyos, e incluso Mahoma.

—No digáis eso. Por mucho menos a mi hermano lo han colgado de los pies y le han aplastado y retorcido los dedos de las manos. Era un buen especiero, y ahora no es más que un pobre lisiado.

—Tienes razón, Eucharius. Pero todo eso acabará pronto, estoy seguro, y los hombres como tu hermano no tendrán ya nada que temer.

—Entonces que Dios os bendiga, Giovanni, sea quien sea ese Dios.