Florencia, lunes, 11 de octubre de 1938

Que las mujeres fumaran era algo ya aceptado por la moral común y por la sociedad civil. Pero a las once de la noche, una mujer que fumara apoyada en el muro del Ponte alle Grazie no era una imagen habitual. No obstante, nadie osaba detenerse. Quien llevaba un perro atado para el paseo nocturno se desviaba enseguida a la acera opuesta, y si algún conductor reducía la marcha levemente, al verla volvía a acelerar, decepcionado. Desde luego no podía ser una prostituta, ya que la policía se la habría llevado inmediatamente, y además iba demasiado bien vestida. Ni tampoco podía ser una mujer con problemas, a juzgar por la postura arrogante de su busto erguido y los brazos cruzados.

Una chaqueta de astracán gris la protegía de la humedad y del frío. Un barrendero con ganas de charla se le acercó y le dirigió amablemente la palabra, pero un momento más tarde un coche extranjero se detuvo a pocos metros de ambos. La mujer apagó el cigarrillo aplastándolo contra el suelo con el alto tacón y lanzó una mirada irónica al barrendero. Luego se dirigió hacia el coche, entró y se sentó junto al conductor, que arrancó con las luces apagadas.

Wilheilm Zugel no era hombre de muchas palabras y durante la subida hasta el Forte Belvedere no dijo ni una. En cuanto se detuvieron, Elena bajó la ventanilla y sacó un paquete de Camel. Recibió una bofetada por sorpresa. Levantó instintivamente el brazo para devolver el golpe, pero Zugel le inmovilizó la muñeca.

—¿No sabes que está prohibido fumar americano?

—¡Imbécil! Me has hecho daño —gritó.

La sensación de impotencia y de humillación repentina estaban a punto de hacerla llorar, pero consiguió contenerse.

—Los cachetes en el culo te gustan.

—No vuelvas a intentarlo nunca más, hijo de puta…

Un segundo bofetón, propinado con el dorso de la mano, le hizo aún más daño, y no sólo físicamente.

—Ahora me cuentas todo lo que tienes que decirme, o sigo.

—¿Y si me pusiera a gritar?

—Ven, bajemos —dijo Zugel casi amablemente.

Llegaron al borde de la placeta, al reparo de los jardines, donde la balconada de Forte Belvedere se asoma sobre Florencia. La noche y una fina neblina no conseguían ocultar la silueta del campanario de Giotto, de la cúpula del Duomo y, más a la derecha, de la torre del Palazzo Vecchio.

—Dame un cigarrillo americano.

Zugel apoyó los codos sobre la balaustrada, aspiró el dulce humo del Camel y lo expulsó lentamente por la nariz.

—Puedes hablar, Elena; como ves aquí no hay nadie más que nosotros y, quizás, algún mirón escondido en los jardines. ¿Qué querías decirme?

Elena cogió aire.

—Giovanni ha desaparecido. Hace más de tres días que no me llama ni da señales de vida. Es raro en él. Y la tienda está cerrada.

Zugel le pasó el brazo sobre los hombros y Elena se estremeció. Luego se apoyó en ella, apretándole el sexo contra las nalgas. Ella le dejó hacer; cuanto más se distrajera, mejor.

—Bueno, Elena —dijo, moviéndose y apretando cada vez más—, eso que me dices me entristece mucho. ¿Tú crees que se habrá echado atrás?

—No sé qué pensar; por eso te he llamado.

—Entiendo.

—Tengo miedo de que algo se esté torciendo.

—Hay cosas peores de las que tener miedo, mi dulce Elena —dijo Zugel, empujándola con fuerza contra la baranda. Tapándole la boca con una mano para impedir que gritara, le apagó el cigarrillo en la muñeca. La mujer intentó morderlo, pero él la empujó hacia delante, se le apoyó encima y le bloqueó los brazos. Se le cayó un pendiente, que fue a parar veinte metros más abajo.

—Si alguien nos ve, pensará que te estoy follando y que eres un zorrón. Y quizá lo haga.

Elena, a pesar del dolor, notó su erección.

—¿Qué quieres de mí? —le dijo, entre lágrimas.

—Nada —le respondió él, separándose—. Ni siquiera tengo ganas ya. Escóndete en algún sitio, no te dejes ver en unos días. Si él te busca y no te encuentra, mejor. Se pondrá nervioso y, si está escondido, dará algún paso en falso. Yo moveré mis fichas. Ahora basta, de De Mola me encargaré yo. Date un paseo, Florencia no está lejos, y si alguien se te acerca con malas intenciones, hazlo feliz.

Zugel se alisó el cuello de la chaqueta y se ajustó los gemelos; luego se dirigió hacia el coche. Antes de entrar se giró una última vez hacia Elena con una sonrisa gélida.

—Querida, no me busques. Si es necesario te encontraremos nosotros, no lo dudes.

Elena siguió con la mirada el coche que se alejaba. Se tocó el vientre: si Zugel hubiera sabido todo lo demás, quizá no la hubiera dejado con vida. Miró a su alrededor, pero la plaza estaba vacía. Se dejó caer y, una vez sentada en el suelo, por fin asomaron las lágrimas que tanto había contenido. Los pensamientos empezaban a llenarle la mente y se puso a sollozar, cada vez más fuerte. Reaccionó, sobresaltada, cuando se le acercó una sombra. Entre las lágrimas vio una mano que le ayudaba a ponerse en pie. Era una mano de mujer, con las uñas pintadas de un rojo encendido y un anillo de ínfimo valor en el dedo meñique.

—Hola —le dijo una voz ronca por el tabaco—, ¿eres nueva?

Elena se limpió los ojos con la manga de la chaqueta y se quedó mirando a la mujer. No era joven, lo dejaban claro las ojeras, y era evidente qué hacía en aquel lugar.

—No… perdona… yo no soy…

—¿Puta? —respondió la mujer, riendo—. Bueno, nadie es perfecto en este mundo. Venga, anímate, me parece que estás peor que yo. ¿Te has peleado con el novio?

—Yo… no me encuentro bien.

—Muchacha, es mejor mi hombre que ese novio tuyo. Hazle caso a una profesional de la calle. A propósito, me llamo Arcangela.

—Yo Elena.

—Ven, que te llevo a casa. Total, esta noche sólo se ven maricones.

La última frase la gritó mirando alrededor, como si alguien pudiera escucharla. Se echó el brazo de Elena sobre el cuello y juntas bajaron hasta la vieja Via del Canneto. Arcangela la metió en la cama y la arropó, y Elena se durmió poco después, hecha un ovillo, como cuando era niña.