Roma, martes, 19 de diciembre de 1486, al atardecer
Inocencio VIII ya se había quitado la esclavina roja y había colocado sobre un busto a imagen suya el solideo de seda escarlata decorado con marta cibelina que, además de mostrar su rango, le calentaba la calva, rodeada solamente por un marco de cabellos blancos. Un paje le estaba ayudando a quitarse la doble túnica de lino finísimo con los ribetes bordados con encajes de bolillos elaborados por encargo expreso en Génova, cuando llegó un obispo de palacio, autorizado a entrar a cualquier hora en sus dependencias privadas.
—Santidad, vuestro hijo Franceschetto necesita urgentemente hablar con vos —dijo con voz de apremio.
Inocencio, que tenía los brazos levantados para que el criado pudiera quitarle la túnica, los bajó a toda prisa. La preciosa prenda se rasgó a la altura de las axilas y el Papa miró furibundo, alternativamente al criado y al obispo inoportuno.
—Belàn figgeu! Poscito piggià u canchero! ¿Pero es que el Papa nunca puede estar tranquilo? Dile que me espere en la habitación. ¡Y tú pagarás el remiendo con tu sueldo!
Franceschetto estaba lívido de rabia: aún no había ninguna noticia sobre el conde Della Mirandola. Y sin embargo no debía ser tan difícil localizarlo: con sus ricas ropas y su espesa melena rubia no podía pasar tan desapercibido. No soportaba aquel fracaso, pero intuía que tenía entre manos algo muy valioso, con lo que podría sacar un buen pellizco a su padre. Además, no pensaba devolver los quinientos ducados que había recibido de aquel recaudador cornudo, ese tal Giuliano de Medici. Con un poco de suerte no sería un día perdido.
—Cossa ti veu, figgè?
—Padre, os lo ruego, no me habléis en genovés. No lo entiendo y odio ese modo de hablar.
—No entiendes un belìn. ¿Qué quieres? ¿Por qué tanta prisa?
—Quería comunicaros que he ordenado el arresto del conde Della Mirandola.
—¿Cómo? —gritó Inocencio, con el rostro encendido—. ¿Cómo te has atrevido? Sólo yo podía hacerlo. ¿Y en base a qué acusaciones?
—A causa de la denuncia de un marido traicionado, padre, noble también él.
Giuliano Mariotto sólo era pariente lejano de los Medici de Florencia, aunque presumía de llamar «primo» a Lorenzo. Y de nobleza, sobre todo en comparación con la de la antigua casa de los Mirandola, tenía bien poca. No obstante, quinientos ducados habrían bastado para ennoblecer hasta a un vasallo.
Al momento el Papa se mostró interesado. El Medici había denunciado al conde Della Mirandola por haber secuestrado a su mujer unos meses antes y por haber yacido con ella. Tenía a favor el testimonio de algunos nobles señores (a decir verdad no eran más que esbirros a sus órdenes, pero aquello era un detalle que bien podía pasarse por alto) y la confesión de la propia mujer, que había hecho numerosos actos de arrepentimiento y que estaba dispuesta a declarar que había sido seducida por el demonio, que la había obligado a someterse a su amante. Franceschetto sabía perfectamente que también aquello era una mentira colosal: la verdadera historia de la fuga de amor de madonna Margherita había corrido por toda Italia, pero ante la visión de los ducados Franceschetto había fingido que se creía la versión del marido cornudo.
—Padre, no se trata sólo del honor de un caballero traicionado, sino también de algún extraño sortilegio. He considerado que había que actuar inmediatamente, y en vuestro nombre, para evitar que el noble toscano se dirigiera a los padres inquisidores y a su brazo secular. Sé lo mucho que os preocupa el caso del tal Mirandola.
Inocencio se apoyó en el precioso butacón acolchado en el que algunas noches se retiraba a leer. Empezó a atormentar con las manos los rostros angelicales tallados sobre los brazos dorados del mueble y a mover rítmicamente los pies. Su hijo tenía una capacidad extraordinaria para la mentira, pero lo hacía tan bien que valía la pena creerle. Quizá la audacia de Franceschetto acabaría yéndole bien. Interrogaría de nuevo a Mirandola y lo trataría bien, con consideración pero como prisionero, a la espera de que se demostraran las acusaciones. Él se comportaría con el conde como un amigo y eso le aterrorizaría aún más: no hay nada peor que ser tratado con guante de seda por tu propio verdugo, porque esperas que en cualquier momento cambie de rostro y de métodos. Del mismo modo que la anticipación del placer es un placer en sí mismo, no hay peor tortura que la anticipación del mal. Pero había más, lo sentía, lo notaba en la expresión de su hijo.
—Sí —respondió—. Comprendo. Has hecho bien. Si hay de por medio alguna sospecha de connivencia con el Diablo, es oportuno actuar enseguida. Y dada la posición del conde, mejor que se ocupe el Papa antes que la Inquisición.
A Franceschetto ahora le tocaba contar la parte menos agradable. Bajó la cabeza y se puso una mano sobre el pecho.
—Gracias, padre. No obstante, tengo que deciros que desgraciadamente el conde ha escapado, aunque espero haberlo atrapado antes de la noche.
Inocencio se puso en pie de un salto.
—¿Que ha escapado? ¿Y cómo lo ha hecho? ¿A qué mamarrachos has enviado a capturarlo?
Franceschetto pasó la mano, nervioso, por el pomo de su espada, e intentó mantener la calma.
—Mis mejores hombres, padre. Pero dentro de la iglesia del Santo Spirito, donde tenía que saltar la trampa, había escondido un hombre, una bestia, un asesino sin escrúpulos que le ha ayudado a huir y ha matado a tres de los míos. Quizá cuatro.
—¿Y me has venido a molestar sólo para contarme este fracaso tuyo?
—No, padre —respondió Franceschetto, con una mueca entre la ofensa y la complacencia—. El hecho es que, mientras le dábamos caza, hemos encontrado a su amigo, el poeta Benivieni, que se estaba solazando con un joven…
—¡No! ¿De verdad? Me dicen que es una usanza muy extendida incluso entre nuestros reverendísimos padres —se burló el pontífice—. Aunque yo nunca he entendido qué gusto le encuentran. ¿Cómo se puede preferir a un muchacho antes que la dulce malicia de una mujer y su cálida entrepierna?
—Yo tampoco lo entiendo, padre —respondió Franceschetto, sonriendo levemente—. Dios los cría y ellos se juntan. Pero no es ése el hallazgo más interesante…
—Pues venga, habla. ¿A qué esperas?
—Sé cuánto os interesan los escritos del conde y sus Tesis…
—Sí —refunfuñó Inocencio—. Ese tipo quiere imponerse al Papa… ¡a mí!
—Bueno, pues no sólo he encontrado numerosos ejemplares de sus Novecientas Tesis, las que le publicó aquel impresor judío, sino también…
—¡Deja de sonreír y dime qué has encontrado, hijo de tu madre, con todo el respeto para la pobre mujer!
—Dos manuscritos, padre, que os he traído. Creo que valen mucho más que el propio conde. Tened, son vuestros.
Inocencio cogió de las manos de su hijo un pliego compuesto por unas decenas de páginas. Miró la portada, en la que leyó una inscripción roja, escrita a mano y repasada repetidamente.
Ultimae Conclusiones
sive Theses Arcanae IC
—¿Y esto qué es?
—Si mis preceptores, que vos mismo escogisteis, padre, no son unos burros, significa: «Últimas noventa y nueve conclusiones o tesis secretas».
—¡Aún sé leer latín! ¡Quiero saber qué son estas tesis secretas! —bramó Inocencio, golpeando con el puño el brazo del sillón.
Franceschetto sabía cuándo era de temer la ira de su padre, y aquél era uno de esos momentos. Adoptó un aire contrito, el mismo que ponía cuando era niño, y acercó los puños cerrados a los labios, inclinando la cabeza.
—En realidad, padre, pensaba que lo sabríais vos. Las encontraron en un cajón oculto en el interior de un bargueño. Y he creído que quizá las estaríais buscando… y que tendrían un gran valor para vos.
—No sabía siquiera que existían. Imagino que ya les habrás dado una buena lectura, ¿eh?
—No, padre —respondió sinceramente—. Sólo he leído la portada, y tal como me las han entregado os las he traído.
—Déjame ver… Pero ¿qué broma es ésta? Las páginas están encoladas. ¿Qué has hecho?
—Nada, padre… Os juro por la Virgen bendita que las he encontrado así.
Inocencio intentó abrir las páginas, pero éstas parecían formar un bloque único. Probó a introducir la punta de un estilete y luego la fina uña de su dedo meñique, pero no hubo nada que hacer.
—¿Cuántas copias has dicho que había?
—Dos, padre, la que tenéis en la mano y esta otra, pero… ésta también parece encolada.
—¡Déjala, no la toques con tus manos de patán! —le gritó el Papa, que siguió mascullando—. Tesis secretas: otra novedad de ese loco poseído por el demonio… ¡Que lo acoja en su gloria cuanto antes! Y cerradas de ese modo… aposta para que nadie pueda abrirlas.
—Padre, para abrirlas podríais llamar a frate Lorenzo, el alquimista.
Inocencio VIII miró a su alrededor y fulminó a su hijo con una mirada.
—No digas belinate, Franceschetto. ¿Qué alquimista? ¿Es que no te acuerdas de que hace más de dos siglos que la alquimia fue prohibida por la Santa Iglesia Romana?
—Quería decir el químico, padre —se corrigió Franceschetto.
—Bueno, eso sí es una buena idea. Ve a llamar a frate Lorenzo, el químico. Quiero que esté aquí en cinco minutos.
El fraile llegó poco después, casi arrastrado por Franceschetto que, tras la reacción de su padre, estaba perdiendo las esperanzas de sacar ni un baiocco de aquel hallazgo. El fraile tenía el sayo cubierto de todo tipo de manchurrones y chamuscado por varios puntos.
—Fraile, veo que estás aún más gordo que la última vez que os vi; querrá decir que te pago demasiado, pero tienes la ocasión de poner en práctica tu maestría y hacer que no me arrepienta. Mira este manuscrito y dime qué te parece.
El fraile cogió el bloque de hojas de las manos del propio Inocencio, inclinándose y mostrando al Papa su vistosa tonsura: los pocos cabellos que le quedaban estaban medio quemados y vivamente coloreados por efecto de quién sabe qué venenos, mientras que el cráneo lo tenía pigmentado de un verde artificial. Sacó del bolsillo un par de gruesas lentes y se puso a observar aquel extraño libro.
—Papel de Florencia —borbotó—, tinta de Venecia, probablemente obtenida con minio. ¡Pero está encolado, Santidad!
—Muy bien, fraile, veo que tus estudios sirven para algo… ¡Hijo de una gran ramera! Claro que está encolado, por eso te he llamado. ¿Eres capaz de abrir estas páginas?
—Lo intentaré, Santidad —dijo, e hizo ademán de alejarse con el pliego bajo el brazo.
—¿Dónde te crees que vas, fraile?
—A mi laboratorio, Santidad; allí tengo mis instrumentos, mis disolventes…
—No te lo creas ni por un momento. Ve y trae aquí lo que haga falta. El libro no saldrá de esta sala.
El fraile se alejó corriendo y volvió poco después. Dispuso sobre una mesa unos matraces y unos terrones de colores que emitían un olor acídulo. Franceschetto se sentó en un escalón bajo la ventana. Con la hoja de su puñal se puso a sacar punta a un bastoncito que había sacado de entre la leña de la chimenea, observando distraídamente los movimientos del fraile con una mueca amenazante. El fraile, a su vez, empezó a sudar y a temblar, y volcó una redoma cuyo contenido empezó a corroer la superficie de la mesa.
—Cuidado, animal —le gritó Inocencio.
Frate Lorenzo limpió la mesa con un trapo, pero se quemó la mano. Luego empezó a disolver uno de aquellos terrones de colores en una solución acuosa. No obstante, el dolor no le daba tregua y tenía la mano cada vez más roja. Inocencio frunció sus espesas cejas a la vista de los movimientos del fraile, cada vez más vacilantes y débiles.
—Detente —le ordenó—. ¿Qué te has hecho en la mano?
—No es nada, Santidad. Os lo agradezco, pero no os preocupéis.
—No estoy preocupado por ti, fraile, sino por el libro. Déjame ver la mano.
El fraile extendió el brazo hacia el pontífice, que puso unos ojos como platos. Los jirones de piel colgaban inertes de la mano, que ya mostraba la carne viva. Inocencio hizo una mueca y apartó la mirada.
—Vete, fraile —ordenó—. Déjalo estar, antes de que provoques más daños.
—Santidad, yo…
Antes de que frate Lorenzo pudiera acabar la frase se desmayó. Franceschetto hizo un gesto decidido a dos criados para que limpiaran la mesa y se llevaran el cuerpo del fraile. En el aire flotaba un olor ácido mezclado con el de la carne quemada.
—Abrid las ventanas —ordenó el Santo Padre—. Aquí uno se ahoga.
—Padre, yo pienso…
—No me molestes, y sobre todo no pienses. Ése es tu error. ¡Tú no debes pensar!
Franceschetto lo miró con odio, pero Inocencio no hizo caso. Estaba acostumbrado a aquellas miradas, y el hecho de que procedieran de su hijo, de aquel hijo, no le preocupaba lo más mínimo.
—Ahora vete —continuó— y manda llamar a Cristoforo. Quiero que esté aquí lo antes posible.
—¿Cristoforo? ¿Por qué? —dijo Franceschetto, pero se arrepintió enseguida.
Todos sabían que Cristoforo era, de los sobrinos de Inocencio, su preferido. Y sabían también que ser sobrino del Papa quería decir ser hijo no reconocido. Cuando el lujurioso Giovan Battista Cybo, antes de cumplir siquiera los dieciocho años, dejó embarazada a la hija menor de un tal Perestrello de Génova, su padre, el senador Arano, acalló todas las voces enviando a su hijo a la corte de Nápoles. Pero en aquellos años el futuro Papa fue desarrollando un cariño cada vez mayor por su hijo secreto, entre otras cosas porque se le parecía físicamente de un modo extraordinario, y a cada ocasión hacía todo lo que podía por tenerlo cerca. Franceschetto, pese a no temer por la sucesión, le tenía muchos celos y había llegado a odiarlo.
El Papa lo miró con una mueca feroz.
—¿Que por qué lo quiero aquí? Porque es mi voluntad, hijo.
Franceschetto no recordaba haber oído a su padre llamarlo así, pero aquel apelativo no tenía nada de paterno, y se dispuso a abandonar la sala a la carrera.
—Espera.
—¿Sí, padre?
—Ese amigo del conde Della Mirandola, ese Benivieni, ¿dónde se encuentra ahora?
—En la Torre di Nona, padre…
—Bien, pero encárgate de que no le pase nada. Nada desagradable, quiero decir. Seguro que se entiende con sus compañeros de celda. Pero que nadie le toque ni un pelo.
Franceschetto hizo una leve reverencia y abrió la puerta.
—Acuérdate. Detrás de él —continuó Inocencio, sonriendo por el doble sentido que había dado a sus palabras— está Lorenzo de Medici que… en breve podría convertirse en tu suegro.
Franceschetto se giró de golpe y se dio con la cabeza en la puerta.
—¿Cómo?
—Todo a su tiempo, todo a su tiempo. Tú no te preocupes. Ahora ve. Quiero a Cristoforo aquí. Y también quiero a Mirandola. Procura no fallar esta vez.