Roma, martes, 19 de diciembre de 1486
Parecía que Roma le había dado la espalda. Aquella noche el viento cambió, y el tibio siroco cedió paso a la tramontana: una brisa ligera, que por una parte limpiaba el cielo de nubes pero por otra golpeaba las mejillas de quien no tenía la suerte de poder cubrírselas, enrojeciéndolas. Acababa de empezar el día y Giovanni Pico sintió vergüenza al ver cuánta gente se levantaba después de haber pasado la noche al raso. En sus rostros vio la expresión de sorpresa por despertarse aún vivos. Él, por su parte, para protegerse del frío llevaba una larga túnica de un color escarlata oscuro forrada de piel que le dejaba libres los brazos. La capucha, del mismo color, le cubría la cabeza y las manos las llevaba cubiertas con un par de suaves guantes de gamuza. Sin aflojar ni por un momento la presión sobre un manuscrito atado con una cinta roja que llevaba en la mano, sacó de la escarcela un puñado de monedas, medias piastras, quattrini y bolognine. Distribuyó lo que llevaba entre todos los que se acercaban, hasta que no le quedó ni para dar limosna en la iglesia.
Una nube de niños le siguió casi hasta los escalones de la Sassia, en el Borgo di Santo Spirito. La inscripción de la puerta recordaba la construcción y donación del edificio a la ciudad de Roma, en el 728, por el rey sajón Ine de Wessex. Y cómo el rey, después de haber abdicado, decidió cerrar su paso por la vida terrena en la ciudad eterna. Schola Saxonum se llamaba, donde los peregrinos sajones podían encontrar asilo y protección. Por ello el pueblo la llamaba desde siempre la Sassia, aunque para las autoridades religiosas su nombre era iglesia del Santo Espíritu.
Según sus cálculos, aquél era el tercer templo más próximo a la basílica de San Pedro y, tal como habían acordado, era allí donde debía encontrarse con Margherita. Entró en el modesto edificio que había quedado unido al hospital del Santo Espíritu, construido por el papa anterior, Sixto IV, de la antigua y poderosa familia Della Rovere. Una obra meritoria, pensó Giovanni, pero que no le había bastado al Papa para apaciguar el odio de los romanos, que lo acusaban de ser un pervertido y que aún cantaban por la ciudad: «Sixto, has muerto por fin: sí, sí, tirad a pedazos sus perversas carnes, que sirvan de pasto a los hambrientos canes».
Entró, pues, cumpliendo con naturalidad los ritos de entrada. Se persignó con agua bendita e insertó el óbolo en una pesada arqueta de hierro junto a la fuente bautismal. Entre las mujeres que rezaban buscó la figura de Margherita, y luego se sentó a esperarla en un banco del fondo, desde donde podría dominar con la mirada toda la nave. La poca luz se filtraba por amplios ventanales formando finos rayos de polvo que bien podrían interpretarse como un recordatorio a los hombres de su esencia y de su fin: Quia pulvis es et in pulverem reverteris, porque polvo eres y en polvo te convertirás.
Ahí estaba Margherita. No estaba sola, como correspondía a una señora de su rango; una mujer mayor, vestida modestamente, la seguía con la cabeza baja. Ella, en cambio, llevaba un vestido de brocado verde con bordados dorados y una larga capa ribeteada con pieles. Se había cubierto la cabeza con la capucha de la capa, que le enmarcaba su fino rostro haciéndola aún más bella. Del cuello le colgaba únicamente un hilo de ámbar negro, modesto y precioso al mismo tiempo, como ella misma. Vio cómo se arrodillaba y rezaba, y cuando volvió a levantarse se le acercó. La sirvienta recibió una mirada de su señora y se fue a un confesionario cercano donde sin duda entretendría al cura con largas disquisiciones sobre sus pecados, para acelerarlo todo rápidamente cuando la señora volviera a indicarle con un gesto que volviera a su lado.
—Estás cada día más guapa, Margherita; ¡qué contento estoy de verte!
—¡Yo también, Giovanni! Te he echado de menos, cada día, a cada hora.
Al oír aquella frase, pronunciada en un susurro, en el silencio de la iglesia, Giovanni sintió que casi se desvanecía. La voz de los ángeles, si existían, no podía ser diferente a aquélla. Él, que dictaba varios libros a la vez a diferentes escribanos, tuvo dificultades para encontrar palabras con que responderle.
—Margherita mía, me duermo pensando en ti y me despierto imaginándote a mi lado. Y cada noche, en sueños, espero que vengas a consolarme.
—Giovanni, ahora no hay tiempo. Estás en peligro. Un hombre me ha avisado y me ha rogado que te convenza para que huyas de Roma, si no conseguía convencerte él.
—¿Es uno alto, con perilla negra?
—Sí, es él. ¿Sabes quién es?
—No, ayer me salió al paso a la salida de la basílica y me dijo lo mismo que me estás diciendo tú ahora.
—Yo tampoco sé quién es, pero me ha dado esto, como señal de sus buenas intenciones, y me ha dicho que te lo entregue para que le creas.
Giovanni cogió de sus manos un pañuelo de seda con un fino bordado de una flor de lis dorada en un lado.
—Esto viene de Lorenzo de Medici, no hay duda.
—Te está avisando, Giovanni. Evidentemente está al corriente de mucho más de lo que podamos saber nosotros.
—Sin embargo tuve un coloquio con el Papa ayer mismo y me pareció que sólo quería advertirme, darme tiempo para reflexionar.
—Giovanni, tengo miedo. Prométeme que te irás. Hoy, o como mucho mañana.
—Precisamente ahora que te he vuelto a ver…
—Mi amor te seguirá allá donde vayas, en esta vida y en la siguiente. Pero prefiero pensar que estás vivo y lejos que llorar sobre tu tumba.
—Está bien, amor mío, me iré. Pero antes tengo que ver a Elio del Medigo y Abu Abdulah. Están a punto de llegar a Roma por mí. ¿Ves estos folios? Son una de las tres copias que tengo de las otras Tesis, las noventa y nueve que no he publicado. Ellos dos se ocuparán de hacer copias en su idioma, en el de Yahvé y en el de Alá. Cuando el mundo las conozca ya no habrá fronteras, no habrá persecuciones, no habrá más guerras en nombre de un Dios que…
Margherita le puso una mano sobre la boca, gesto que no pasó desapercibido a un novicio con el sayo dominico que hizo una amplia señal de la cruz y se puso en pie, para desaparecer rápidamente tras la sacristía.
—Aún no es el momento, Giovanni…
—Nunca será el momento, si nos obstinamos en no revelar al mundo el origen de nuestro ser, el poder de la creación, Margherita. Tú lo sabes, porque crees en mí, pero querría que lo leyeras, que tú también te convencieras, más allá de lo que te hace creer el corazón. Esta copia es para ti; yo no la necesito.
En aquel mismo momento Giovanni se dio cuenta de que ya no estaban tan solos en la pequeña iglesia. Sin embargo no era hora de misa. Dos pajes se habían arrodillado frente al altar, como si esperaran la eucaristía. Otros tres hombres, con aspecto de mercaderes o peregrinos, se habían sentado a su izquierda. Giovanni se volvió; la sirvienta ya no estaba en el confesionario y otras dos mujeres que había visto al entrar habían desaparecido. Ambos oyeron entonces que se abría el portalón de la iglesia y dos monjes hicieron su entrada, pero ninguno de los dos metió la mano en la fuente del agua bendita ni se persignó.
—Arrodíllate, Margherita —susurró Giovanni—, y no te gires. Nos veremos en la basílica de San Pedro el domingo que viene. Si no es posible, nos volveremos a encontrar siguiendo nuestro código. Recuérdalo, amor mío, yo nunca faltaré.
Margherita obedeció, con el corazón latiéndole desenfrenadamente. Giovanni se giró sin despedirse de ella y se dirigió hacia la salida. Los monjes avanzaron hacia él, cortándole el paso; los dos pajes se pusieron en pie y también los otros tres avanzaron en su dirección.
Giovanni tenía las hojas apretadas en la mano, aunque en aquel momento habría preferido contar con una espada.
Uno de los dos monjes se levantó la capucha y se quedó mirándolo fijamente a la cara. Tenía la nariz rota y una barba pelirroja muy corta.
—En nombre de Su Santidad, el papa Inocencio VIII, ¿es usted Giovanni Pico, conde Della Mirandola?
—Sí, soy yo —respondió con calma Giovanni.
—Debe seguirnos, en nombre de Dios.
Una sombra apareció de detrás de una columna y se lanzó con una potente carga contra los dos monjes, que cayeron al suelo.
—¡Huid! ¡Y recordad lo que os dije!
Giovanni reconoció al hombre vestido de negro que le había salido al paso dos días antes a las puertas de la basílica. Lo primero que hizo fue pensar en el libro, y después de darle las gracias con un gesto de los ojos, corrió hacia la salida. Los tres hombres intentaron echarse encima de él, corriendo por el centro de la nave, pero se encontraron de frente con la estocada letal del hombre de negro. Uno de ellos no consiguió frenar a tiempo y quedó ensartado por el pecho. Se oyó claramente el sonido del hueso que se rompía en pedazos contra la hoja, y el cuerpo cayó inerte sin un lamento. Los otros dos chocaron con los pajes que corrían hacia ellos, cuchillo en mano. El hombre de negro le soltó una patada al monje que se estaba poniendo en pie, dándole en la cabeza, y al otro le asestó un profundo corte en la garganta. Margherita se dirigió a la sacristía, pero en cuanto entró sintió que le aferraba la muñeca una mano que conocía muy bien.
—¡Tú! —dijo, mirándolo con odio.
—¡Sí, yo! Sabía que os encontraríais. ¡Pero esta vez tengo de mi parte al propio Dios, y ese loco fornicador no conseguirá escapar a su condena!
Giuliano Mariotto de Medici, su legítimo esposo, la miraba con los ojos encendidos, pero Margherita le sostuvo la mirada orgullosamente, mientras él le retorcía la muñeca.
—¿Qué quieres decir? —respondió ella, sin dejar que el dolor la afectara.
—He avisado a Franceschetto, el hijo del Papa. Me ha costado quinientos ducados, pero quizás incluso podía habérmelos ahorrado. Se lo venderá a su padre y sacará mucho más.
—Me parece que has derrochado el dinero en balde. Giovanni ha huido.
—¡Ni hablar! ¡Mira tú misma!
Los golpes de las espadas y los gritos ya habían cesado y Margherita fue arrastrada casi a la fuerza a la nave central, donde la sonrisa de su marido se apagó rápidamente. Tres cuerpos yacían en un lago de sangre que cubría las sepulturas de mármol de dos antiguos caballeros. Los otros cuatro, apoyados en los bancos, se lamentaban de las heridas y los golpes recibidos.
Giuliano arrastró a su mujer entre los caídos y buscó en vano el cuerpo de su rival. Con la mano que tenía libre abofeteó a uno de los heridos.
—¿Dónde está? —gritó.
—Señor —respondió otro a sus espaldas—, nos ha asaltado… un verdadero demonio. No hemos podido hacer nada.
—¿Dónde está el conde? —bramó, aún más fuerte que antes.
—Me temo que ha escapado —respondió el hombre con un hilo de voz.
Giuliano gritó una blasfemia horrenda, sacó un corto puñal de hoja fina y se lo clavó en el cuello. El hombre intentó en vano detener con las manos el chorro de sangre que manaba. Quiso agarrarse a Giuliano, como si quisiera reclamarle la vida que le había arrancado, sólo para desahogar su rabia. Después cayó al suelo y, con un último estertor, entregó el alma a aquel Dios en cuyo nombre había intentado hacer prisionero al conde Della Mirandola.
Giovanni corría. Era insólito ver correr a un caballero, cuya educación le imponía proceder con paso seguro y la cabeza alta, y los mercaderes de la Via dei Penitenzieri dejaron a medias sus negociaciones comerciales para observar aquella extraña escena. «Un jugador —pensaron—, un estafador o un noble que habrá cometido un grave delito». En cuanto pasó, le siguieron con la mirada, esperando ver a los guardias pontificios persiguiéndole y saboreando ya la escena del arresto. Pero Giovanni ya estaba lejos y nadie corría detrás de él. Bajó el ritmo para no llamar tanto la atención y pasó por los callejones del Borgo del Santo Spirito. Las casas bajas de piedra y ladrillo estaban tan pegadas unas a las otras que apenas permitían el paso de dos hombres uno junto al otro. En algunos casos estaban unidas por un paso a la altura del primer piso, con un orificio en el centro, desde donde se vaciaban los orinales por la noche. A pesar del frío, el hedor de aquellos callejones era sólo comparable con su nivel de suciedad.
Fango y excrementos obligaban a Giovanni a caminar pegado a las paredes, intentando desesperadamente alejarse de la iglesia donde había dejado a Margherita. No obstante, no estaba seguro de hacia dónde se dirigía; todos aquellos callejones se parecían unos a otros. Se encaminó hacia una plazuela sólo porque la vio iluminada por un poco de sol. Desde allí divisó a lo lejos la torre del Castel Sant’Angelo, por fin un punto de referencia. Se detuvo a los pies del puente sobre el Tíber para descansar y poner orden en sus cavilaciones. Pensó en el hombre de negro que había atacado a los falsos monjes. ¿O eran de verdad? Sin él, ahora probablemente estaría entre los dos, con las manos atadas y una capucha en la cabeza, en dirección a la cárcel de la Annona, o quizás a las cámaras secretas de Castel Sant’Angelo. ¿Era entonces Lorenzo de Medici quien le ayudaba desde lejos? Quizás era el único con quien podía contar realmente. Habría tenido que hacer caso desde un principio a su emisario, pero ya era demasiado tarde. Se sentía atrapado, como el zorro rodeado de perros. Roma se había convertido en un terreno quemado, y lo peor era que no sabía dónde refugiarse. Tenía que encontrar el medio de llegar a Florencia, pero todas sus pertenencias se encontraban en la casa del cardenal De’ Rossi, su anfitrión, y desde luego aquella casa ya no era segura. Necesitaba dinero y un refugio, al menos para pasar el día y organizar su fuga de Roma. En aquel momento, con el Papa en contra, ninguna de sus amistades, nobles y cardenales de la Santa Iglesia Romana, habría podido ayudarle, ni el Borgia, ni el Farnese, ni el Della Rovere.
¡Eucharius! Quizá podría serle de utilidad. No alojándose en su casa, desde luego, pero probablemente podría ponerle en contacto con algún miembro de la comunidad judía que, pese al temor que pudiera tenerle, no tendría en ningún aprecio al Papa. Pediría que le prestaran dinero; su nombre era una garantía más que suficiente. Se dirigió hacia el barrio judío y allí tomó la Salita de’ Cenci. Caminaba despacio, intentando llamar la atención lo menos posible, aunque en aquel momento habría cambiado sus ricos ropajes por una capa de lana cualquiera. Vio pasar unos pelotones de soldados, pero nadie lo miró ni se le acercó.
La tienda del impresor judío estaba abierta y Giovanni pasó por delante dos veces, mirando a su alrededor. En aquel lugar también podía encontrarse con una emboscada, pero no tenía elección. Por fin se decidió y entró, sin tirar de la campanilla de la entrada. No parecía que nadie le prestara atención. En una esquina, dos trabajadores estaban imprimiendo en una prensa a rosca una serie de hojas de papel que un tercero rociaba de tinta. En otro extremo del taller, un joven estaba introduciendo uno por uno los caracteres que compondrían la página impresa. Era un trabajo bien organizado, pero de Eucharius no había ni rastro. Giovanni se dirigió entonces al más joven, cuyo trabajo podía ser interrumpido sin que afectara a las labores de impresión.
—El maestro Eucharius está enfermo. No baja desde hace semanas. Tenemos que subir nosotros a preguntarle qué tenemos que hacer. Pero si lo necesita —añadió, premuroso—, voy enseguida a avisarle.
—¿De qué sufre?
—El cirujano que le ha visitado ha dicho que es culpa de la bilis negra, que le ha provocado una grave forma de melancolía. Quizá le hiciera falta una sangría, pero él se niega.
—Parece que conocéis bien el arte de la medicina.
—No, señor, sólo he estampado el Ars medicinalis de Claudio Galeno, y mientras lo hacía lo leí varias veces y me apasionó.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—Israel Nathan, señor, y llevo aquí poco tiempo.
—De hecho, nunca te había visto.
—Y tampoco me quedaré mucho, señor. Vengo de Alemania y esperaba encontrar en Roma un clima más favorable para los judíos. Pero me equivocaba. Quizá me vaya a Milán, parece que los Sforza son más tolerantes con nosotros.
—Te deseo lo mejor, Israel, y que donde vayas puedas encontrar tu propio Israel, la comunidad de Dios.
—También vos, señor; veo que sois cristiano pero que conocéis la Torah. Permitidme, ¿no queréis que avise al maestro Eucharius de vuestra llegada?
—No es necesario, te lo agradezco —respondió Giovanni—; conozco el camino. Y Eucharius me conoce a mí.
Giovanni subió por la estrecha escalera que llevaba al piso superior, donde se encontraba la vivienda de Eucharius. Era cierto que era alto y delgado, triste y algo avaro, y según Hipócrates aquéllas eran las características típicas de un hombre que podía caer víctima de la bilis negra y la melancolía, pero Giovanni se temía que fuera otra cosa. Y sus temores se confirmaron cuando se encontró encima los ojos del impresor.
—Vos otra vez —le dijo, olvidando completamente su antigua amistad—. ¿Cuántas desgracias más queréis traerme? ¿Queréis que me encarcelen, que me torturen, que me quemen, cuando mi culpa ha sido únicamente la de imprimir un libro? Vos me habéis arruinado la vida; por culpa vuestra moriré pobre e infeliz, y vos y el Papa mañana os daréis un festín, tan contentos, sobre mi tumba. ¡Idos! ¡Dejad en paz a Eucharius, el impresor judío!
Turbado por aquellas palabras, Giovanni se le acercó, buscando su mirada. Eucharius le rehuía, girando continuamente la cabeza a un lado y a otro, como dominado por un delirio. Giovanni cogió las huesudas manos del viejo judío entre las suyas y se las apretó. Eucharius por fin le miró.
—¿Qué queréis de mí?
—Creo que tú ya lo sabes, Eucharius.
—Yo no sé nada, conde, salvo que mi vida ya no vale un céntimo.
—Tú sabes, Eucharius. Tú lees todos los libros que imprimes y te guardas una copia, ¿no es cierto?
—No hago nada malo —dijo el viejo, intentando zafarse de las manos del conde.
—No, no tiene nada de malo, pero tú has impreso los diarios de Uruk, conoces la Biblia en su escritura original y la dualidad entre Yahvé y Asherah. Y al traducir los clásicos has podido profundizar en las historias del nombre secreto de Axieros y de la Cibeles frigia. ¿Quieres que siga, Eucharius?
—Vos… vos no sabéis lo que decís.
La voz del viejo se hizo cada vez más débil, hasta perder todo resto de rabia.
—Lo sabemos los dos, pero no debes tener miedo. Tú has comprendido mucho más de lo que has leído. Dentro de poco podremos elevar los ojos al cielo y ver a nuestra Madre, y quizá lo hagamos juntos.
—Conde, os lo ruego. No digáis nada más. Cada palabra vuestra es como una puñalada.
Hablaba ya con un hilo de voz.
—Id, conde, dejadme solo, os lo ruego. Yo no merezco siquiera que me habléis. Después de vuestra última visita yo… he tenido miedo y he cometido de nuevo el pecado de Judas.
—Judas era un buen hombre.
—¿Él? Ah, yo ya no sé nada, pero desde luego yo no lo soy. Ahora escuchadme. No pediré siquiera vuestro perdón. Ya estoy pasando por mi infierno particular.
El viejo empezó a hablar y Giovanni escuchó en silencio su confesión.
—Haces bien en no pedir perdón, pero sólo porque no tienes nada que hacerte perdonar. En tus circunstancias yo habría hecho lo mismo.
—No, vos no —dijo con fuerza el viejo—. Vos sois… diferente. ¡Vos no tenéis miedo!
—Tengo muchísimo miedo, Eucharius. Temo por mi vida, temo que mi proyecto no llegue a buen puerto, temo que las tinieblas lleguen a imponerse.
Eucharius se echó a llorar y se cubrió el rostro con las manos. Giovanni se puso en pie.
—Decidme qué puedo hacer por vos. ¡Os lo ruego! Quizá pueda remediar de algún modo el mal que os he hecho.
—No, Eucharius, te lo agradezco. Es mejor que tú no te veas implicado más de lo que lo estás ya. Tal como van las cosas, me temo que tendrás que sufrir tribulaciones mucho más graves, y no por mi causa. Estamos al inicio de una guerra, Eucharius, y yo querría evitarla. Pero no sé si conseguiré llevar la luz antes de que las tinieblas lo oscurezcan todo. Sigue haciendo tu trabajo; cuanto mejor lo hagas, más seguro estarás. Ah, y deja que se vaya ese joven, ese tal Israel Nathan que he conocido. Con ese nombre y con sus ganas de saber, aquí en Roma no está seguro.
—Lo haré, conde; lo haré porque es justo. Permitidme, no obstante, daros estas pocas monedas. No he recibido los treinta denarios por mi traición, pero quiero devolvéroslos de algún modo en nombre de mi hermano Judas.
—Gracias, Eucharius. Y recuerda que, sin Judas, Jesucristo nunca habría sido reconocido como hijo de Dios —añadió, sonriendo.
—Yo… yo lo he pensado, justo cuando os traicionaba, pero vos, ¿qué pretendéis hacer?
—La próxima vez, Eucharius… Aún no ha llegado mi hora, espero. Me voy. Shalom, Eucharius, y cuídate.
—La misericordia y la verdad se encontrarán, la justicia y la paz se besarán… Shalom también a vos.
—Salmo 85. Sí, Eucharius, y sé fiel a ti mismo.
Antes de salir del taller del impresor, Giovanni mandó salir al joven Israel y le rogó que observara si veía algo extraño, o a alguien que pareciera estar al acecho. El sol ya había superado su cénit. Giovanni se echó la capucha y salió. Dio vueltas un rato, sin dirección precisa, para ver si alguien le seguía. Luego se dirigió hacia la Via dei Trionfi con la idea de salir de Roma lo antes posible. Pero sabía que las milicias de Franceschetto ya habían sido alertadas: la fuga de la iglesia del Santo Spirito probablemente ya había desencadenado una mayor aversión por parte del hijo del Papa.
La rabia de Franceschetto iba más allá. Además de haber perdido a cuatro de sus hombres, había quedado como un incapaz ante un exactor de Arezzo, que incluso había osado reclamar que le devolviera sus quinientos ducados. Ya le haría pagar aquella afrenta llegado el momento, pero ahora lo principal era encontrar al conde Della Mirandola: iban en ello su honor y su dignidad. A sus capitanes se lo había dejado claro: cincuenta ducados de premio a quien lo encontrara y cincuenta latigazos por cabeza si aquella misma noche el conde seguía libre.
La batida de caza irrumpió con gran fragor en la casa del cardenal De’ Rossi, anfitrión del conde Della Mirandola: una vez abatida la puerta principal, los guardias sometieron a siervos y familiares, así como al poeta Girolamo Benivieni, que fue arrestado inmediatamente, no tanto por su proximidad al filósofo como por la actitud innatural en que le sorprendieron con uno de los pajes del propio cardenal, un jovencito de apenas quince años.
El comandante del pelotón hizo avisar inmediatamente a Franceschetto Cybo. Sabía que el delito, pese a ser tan común, había sido incorporado recientemente por medio de la bula Summis Desiderantes entre los más graves, y no quería asumir ninguna responsabilidad, en vista del lugar en que se había cometido y de la notoriedad del transgresor. Bien era cierto que, como brazo secular de la Iglesia, tenía la facultad de detener, fustigar e incluso matar sin proceso previo a los que practicaban el «arte de besar el culo» si oponían resistencia. Así estaba escrito. Franceschetto llegó a la Piazza del Fico cuando ya empezaba a oscurecer. Las cabalgaduras de sus hombres se abrieron paso a empujones entre la multitud de curiosos y alguna patada bien asestada dejó tirados por el suelo a los más facinerosos.
Girolamo Benivieni se inclinó, tembloroso, a los pies del hijo del Papa, implorando misericordia. Cuando salió del edificio con las manos esposadas y rodeado de guardias, de entre el gentío, que lo recibió con muecas de asco, partieron bolas de fango que le dejaron señalada la capa, de un blanco cándido, pero él no se dio cuenta. Mientras mascullaba mecánicamente sus oraciones, la mente se le fue a las celdas secretas de la Torre della Nona, que le estaban esperando. Franceschetto, en cambio, se alejó satisfecho: quizá la caza no había sido del todo infructuosa.