De camino a Fiésole, martes, 9 de enero de 1487
Ya era de noche cuando los dos caballeros vieron en la distancia las suaves colinas de Fiésole y se detuvieron. De los hocicos de sus caballos salían volutas de vapor que el frío penetrante y el aire seco hacían llegar hasta sus cabezas. Allá abajo estaba Florencia, con la mancha gris del Duomo que se recortaba entre el color marrón de las casas y, algo más allá, despuntaba entre las demás la torre del gobierno municipal.
La República Florentina: la libertad. Desde que habían entrado en su territorio habían dejado de preocuparse por esconderse. En Arezzo se habían separado: el cochero ya había cumplido, y su silencio había sido compensado con cinco ducados de oro, más que suficientes para permitirle abrir una posada. En el propio Arezzo, Ferruccio había cambiado el carro por dos robustos caballos maremmanos, mientras Giovanni le esperaba en el exterior de la Porta Fiorentina. En los ojos y en los oídos del pueblo probablemente aún seguía viva la fuga de amor del conde Della Mirandola con Margherita, la esposa del poderoso recaudador de impuestos de la ciudad, y no era prudente dejarse ver por ahí. Aunque con el pelo cortado y una barba corta e hirsuta, Giovanni Pico no parecía el mismo, a pesar de que no hubieran pasado más que unos meses desde la huida con su amada. Después de dejar la ciudad, llegaron al Arno y siguieron su curso, durmiendo donde se les presentaba la ocasión.
En aquellos días, cabalgando uno junto al otro y hablando de cualquier tema, Giovanni había podido valorar las dotes de su compañero de viaje. El caballero De Mola, bajo aquella coraza y su aspecto de hombre de armas, escondía un espíritu sensible y profundos conocimientos de religión y filosofía. Fuerza y honestidad eran cualidades que raramente se podían encontrar en un mismo hombre, que además había dado prueba de saber actuar y desenvolverse en un mundo oscuro y peligroso. Pero en aquel momento, frente a la imponente imagen de la ciudad toscana y con la fama que iba conquistándose cada día, Giovanni se sintió solo. Espoleó suavemente al caballo que, obediente, se movió, pero él apretó con fuerza el cilindro que contenía el rollo de sus Tesis Secretas. Aquel movimiento no le pasó desapercibido a Ferruccio.
—¿Qué teméis? Ahora ya estamos en Florencia.
—Es precisamente por eso, Ferruccio. He escapado del Papa, pero ¿conseguiré huir de Lorenzo?
—¿Qué queréis decir?
—Lorenzo de Medici es amigo mío y vos lo sabéis. Pero ¿sabrá resistir a la tentación de interrogarme sobre las razones de mi fuga? Y yo, que tengo una gran deuda con él, ¿sabré ocultarle el contenido de este libro?
—¿Por qué tenéis que ocultárselo? ¿No podríais hacer en Florencia lo que no habéis podido hacer en Roma?
—¿Posicionarse tan abiertamente contra el Papa? No lo haría nunca, ni aunque quisiera. Le costaría muy caro, tanto en lo político como en lo económico. Una rebelión abierta podría incluso hacer que el Papa llamara a Carlos de Valois a Florencia. El francés es un joven sin nervio y podría ceder fácilmente, pero tiene un ejército poderoso. Y hay otra cosa, Ferruccio, que tiene que ver con vos.
De Mola tiró de las riendas.
—Ahora me debéis una explicación.
—No os molestéis, Ferruccio. Vos debéis lealtad a vuestro protector, más quizá que yo.
—¿Queréis decir que no podré evitar hacerle mención de vuestro libro, de las Tesis que hemos compartido estos días? ¿Es eso lo que queréis decir?
—Sí, y también os digo que os comprendo perfectamente.
De Mola desenvainó la espada y se la apuntó a la garganta. Giovanni sintió la punta apoyada justo por donde pasa la vena de la vida. La espada temblaba en las manos de De Mola, pero no así su voz.
—Me tenéis en bien poca consideración. ¿Sabéis qué necesitaría para hacer que os desangrarais? Sólo una ligera presión de este hierro, un movimiento seco, preciso, que ya he ejecutado muchas veces y por el que nunca he pedido perdón a nadie, ni siquiera a Dios. Podría mataros, enterraros en cualquier lugar y apoderarme del libro. Con ese trofeo podría presentarme ante Lorenzo, llorar vuestra muerte a manos de sicarios del Papa o de cualquier bandido de paso. Podría regalárselo y, contándole lo que contiene, obtendría de él diez, cien veces la paga que me ha dado para vuestra protección. ¿Qué me impide hacerlo?
El conde Della Mirandola guardó silencio.
—Yo no estoy a la altura de vuestra sabiduría —prosiguió De Mola—, pero con todas las almas que he enviado al infierno, conozco una sola vía, y es la del honor. Vos me habéis abierto el corazón y, aunque os parezca poco, vos sabéis de mí más de lo que sabe el propio Lorenzo el Magnífico o las rameras con las que he bebido y gozado durante noches enteras.
Con un movimiento ágil Ferruccio envainó de nuevo el pesado espadón y espoleó el caballo. Giovanni lo alcanzó enseguida.
—¡Ferruccio, espera! —Lo llamó como si fuera un amigo de la infancia o un compañero de armas con el que hubiera compartido la vida y la muerte en el campo de batalla—. Te debo excusas, pero no quería ofenderte. Sólo estaba resignado a tus obligaciones. Acepta mi mano, te lo ruego, y con ella mi amistad.
Giovanni se desenfundó el guante y se quedó esperando, con el brazo extendido. Ferruccio frunció las tupidas cejas negras y, mientras distendía el rostro, desnudó uno a uno los dedos enfundados en el guante derecho para luego coger, con una amplia sonrisa, la mano de su compañero.
—Nunc, amicus.
—Amicus es, amice.