Florencia, domingo, 10 de julio de 1938

Uno por uno, los siete hombres se pusieron en pie e introdujeron la mano en una bolsita de terciopelo, dejando caer una bolita en su interior. Cuando acabaron, uno de ellos las sacó todas y las alineó sobre la mesa que tenía delante.

—Cinco blancas y dos negras —anunció—. Omega aprueba. Miguel, ¿abres tú las persianas, por favor?

Por la ventana entró una ráfaga de calor, amortiguada hasta entonces por la penumbra. La humedad era palpable y, sumada a los pequeños remolinos a nivel del suelo, anunciaba la llegada de un temporal. Miguel alzó la cabeza y dejó pasear la vista entre las cornisas: el trocito de cielo que veía se vio cruzado por una bandada de palomas, procedente quizá de la Piazza del Duomo. En aquel momento el campanario de Giotto anunció la misa vespertina.

—¿El sistema de siempre, Gabriel? —preguntó Miguel, tomando asiento de nuevo.

—Diría que sí, si no hay una propuesta mejor. No veo por qué cambiarlo, al menos mientras Suiza siga manteniéndose neutral e impenetrable. Siempre podemos alegar «consultas varias» sin problemas y sin suscitar ninguna sospecha, aunque alguien quiera investigar.

—¿Pero qué necesidad había de hacer una nueva transferencia? Por las cuentas que nos ha mostrado Giacomo, la librería presenta una economía más que floreciente, y no parece que tenga necesidad de dinero. Él mismo no lo ha pedido.

Gabriel juntó las manos y levantó las cejas, mirando por encima de las gafas. Sólo sonreían sus ojos, pensando en lo bien que le iba el nombre de Remiel a su interlocutor. Al igual que el ángel del rayo divino, lanzaba sus flechas contra todos y contra todo, pero no había nadie más fiel y honesto que él.

—Giacomo lleva muy bien la administración del negocio y no pide nunca nada, a menos que se vea obligado. Pero también sabes que es oportuno que disponga de una cifra consistente para casos de necesidad imprevista.

—Ese dinero sólo tiene un objetivo —puntualizó Remiel—: garantizar la seguridad del libro con el paso del tiempo.

—Es exactamente lo que lleva haciendo Giacomo toda su vida —intervino Rafael, en un mal disimulado arranque de mal humor—, y además, los fondos no paran de crecer. Hay suficientes para las próximas diez generaciones.

—Nadie afirma lo contrario —respondió con calma Remiel—. Yo sólo quería decir…

—Queridos ángeles… —los interrumpió Gabriel.

Eligió usar el ritual interno al dirigirse a los otros miembros para dar más autoridad a sus palabras. Eran sus últimos meses como primus inter pares, cargo que duraba un trienio. A fin de año habría cedido el puesto a Israel: dieciocho años más tarde volvería a tocarle a él, pero dudaba de que el destino le concediera de nuevo aquel privilegio.

—Todos estamos al servicio del libro, ni más ni menos que Giacomo. Y es una suerte que tengamos nuestras pequeñas divergencias. Así, las decisiones que tomemos serán fruto de atentas valoraciones. Ése es precisamente el origen de Omega, y creo que el hecho de que haga tres siglos que estamos aquí debería ser para todos nosotros un motivo de legítimo orgullo…

—Dentro de dos años celebraremos precisamente el tricentenario —añadió Miguel, dándose con las palmas de las manos en las rodillas. Era el más joven del grupo. El hecho de que le hubiera tocado el nombre de Miguel, el ángel de la espada de fuego, le había entusiasmado desde el día de su iniciación, apenas tres años antes, tras la muerte del último Miguel—. Es una lástima que no podamos celebrar una fiesta —prosiguió. Su fresca sonrisa contagió también a los demás y eliminó cualquier rastro de tensión en el seno de Omega.

—Creo que ahora tendríamos que dejarnos ver en la misa —intervino de nuevo Gabriel—; las señoras estarán esperándonos.

—¿Puedo hacer una pregunta?

—Todas las que quieras, Uriel —respondió Gabriel—. Yo no tengo prisa.

—Me enorgullezco de formar parte de Omega desde hace más de ocho años, y esta frase tuya me ha recordado una idea que me viene a la mente de vez en cuando.

—Adelante, Uriel, nos tienes a todos en vilo.

Uriel era particularmente tortuoso en sus razonamientos, pero a veces sus ocurrencias daban pie a interesantes discusiones.

—¿Por qué no se ha casado nunca Giacomo?

La pregunta flotó en el aire el tiempo suficiente como para que se cruzaran muchas miradas, sin que nadie supiera dar una respuesta. Le tocó a Gabriel, pues, romper el silencio. Ciertas preguntas, hasta las más ingenuas, si no obtienen respuesta, a veces se convierten en un arma de doble filo.

—No lo sé con seguridad, pero creo que en cierto modo a él le ha ocurrido lo que le sucedió al conde. Una vez encuentras la mujer de tu vida, si te la quitan, es difícil poder encontrarle un recambio. Pero en lo que respecta al libro —añadió, en un tono más coloquial—, creo que la solución que ha encontrado Giacomo compensa de un modo espléndido la falta de descendencia directa, de sangre, quiero decir.

Los miembros de Omega fueron saliendo uno tras otro, cada cinco minutos, siguiendo el orden alfabético: primero Miguel, luego Rafael, Raguel, Remiel, Uriel y Zeraquiel. Se llamaban así, en recuerdo de los siete arcángeles bíblicos, unidos con el único fin de proteger a Giacomo, el Guardián.

Por último salió Gabriel, que cerró la puerta de una salita de la Accademia dei Georgofili. El chaparrón lo pilló de lleno, y se refugió bajo la cercana Logia de los Mercaderes, donde tuvo que compartir el espacio con un ruidoso grupo de familias de militares alemanes. Le hubiera gustado evitarlo, pero con aquella lluvia ni siquiera un ángel de verdad habría podido salir volando.