De camino a París, domingo, 19 de agosto de 1487
Aquel día los catolicísimos soberanos Fernando de Aragón e Isabel de Castilla recibían el homenaje de la ciudad de Málaga, después de pasar a cuchillo a más de quince mil de sus habitantes, que se habían rendido tras seis meses de dura resistencia. Los pocos supervivientes fueron vendidos como esclavos. El mérito de la caída de uno de los últimos bastiones árabes en tierra española se le concedió, por encima incluso que a las tropas cristianas, tres veces superiores en número, a Dios y a su intercesor, el fraile italiano Francisco de Paula, que había profetizado su victoria, precisamente cuando estaban a punto de desistir de prolongar el sitio.
El mismo día llegó a Roma la noticia de la derrota de los moros y Rodrigo Borgia envió un mensaje de respuesta en el que decretaba que en el lugar de la victoria debía erigirse una catedral, a la que concedería el título honorífico de Basílica Menor.
Por el camino a París, muchas iglesias tocaron las campanas en señal de celebración, y su petulante repiqueteo llegó a oídos de un grupo de caballeros cuyo paso por los diferentes pueblos venía precedido de su fama como ladrones, saqueadores, violadores y asesinos. Una fama siniestra, alimentada por los comentarios de hasta quien no había sufrido más que el miedo de ser víctima de un robo. En Saint-Laurent de Mure, el rastro reciente de un campamento de soldados puso sobreaviso a su capitán, Franceschetto Cybo, que detuvo a los suyos con un gesto decidido del brazo y llamó a su guía. Los hombres se dejaron caer al suelo, extenuados.
—Busca una posada e infórmate de quién ha estado aquí. Esto no me gusta nada.
Marzio de Pisa se encaminó al pueblo solo, con los ojos y los oídos bien abiertos. Todo estaba cerrado y por las calles sólo se veían perros vagabundos. La noticia de su llegada ya se había extendido. El cartel de una posada le llamó la atención. La puerta estaba atrancada, pero en el interior se oían algunas voces. Llamó varias veces y nadie le abrió. Entonces intentó implorar usando la lengua del lugar.
—Ouvrez! Je vous en prie.
Por fin alguien levantó la aldaba, miró por la mirilla, vio que estaba solo y le dejó entrar, cerrando enseguida la puerta a sus espaldas. Marzio miró a su alrededor, y en una esquina vio a un hombre que conocía bien, sentado solo a una mesa, con una jarra de vino y un vaso. Tenía una expresión ausente, quizás estuviera incluso borracho, algo que no era frecuente en él.
—Valdo —murmuró, cuando lo tuvo cerca.
—¿Marzio? —respondió éste. El asombro se mezclaba con el aturdimiento provocado por el vino—. ¿Qué haces aquí?
Marzio cogió el vaso, lo vació de un sorbo y se echó un poco más.
—Tengo que beber contigo para contártelo todo.
Hicieron falta dos botellas para que la verdad saliera a flote. Después Marzio escuchó el relato de la muerte de Dado y lloró con él.
—Es culpa mía —dijo.
—No —respondió Valdo con rabia—. ¡La culpa es siempre de los señores: que corren en pos de sus sueños pisoteando a los hombres y los involucran en sus locuras! Malditos sean todos los poderosos, que el ángel exterminador me escuche y los destruya uno a uno. Que los saque de sus palacios, los arranque de los brazos de sus putas y que mate a sus hijos ante sus propios ojos. Y ahora vete, Marzio, vuelve con tu patrón, cuéntale la verdad y haz que te pague lo que te corresponde.
Franceschetto soltó una larga retahíla de maldiciones cuando oyó el relato de Marzio, lleno de detalles. La rabia del noble genovés la pagó uno de sus hombres, al que hizo ponerse en pie a patadas, antes de reunirlos a todos.
—Una compañía entera de saboyardos nos llevan unas millas de ventaja. El conde está con ellos y yo tengo que atraparlo a toda costa. Los adelantaremos y les tenderemos una emboscada. Somos cuarenta. En Roma os esperan cuatro mil florines de oro: los que sobrevivan se los repartirán. ¡Pero mataré a cualquiera que dé media vuelta!
—¿Y tú? —le dijo, dirigiéndose a Marzio—. ¿Quieres combatir?
—Con vuestro permiso, excelencia, mi misión ha acabado. Si no os importa, preferiría quedarme con mi compañero.
—Eres libre de hacerlo —dijo Franceschetto.
En cuanto Marzio le dio la espalda, lo ensartó con la espada, perforándole el corazón y atravesándolo con la hoja, que le asomó por el pecho.
—¡No había dicho con cuál de sus compañeros quería quedarse, si con el vivo o con el muerto!
Franceschetto se giró hacia sus hombres con una mueca burlona, pero ninguno le respondió.
Siempre se le había llamado Bosque de Dios, antes incluso de que los habitantes del lugar, que lo recorrían en busca de leña, conocieran su nombre. Efectivamente era un lugar sagrado en el que los druidas recogían hierbas y hojas mágicas a la sombra de antiguos robles. Quien pasaba por el bosque sabía que, precisamente por aquello, estaba más seguro entre sus sombras que en los campos soleados que lo rodeaban. Aquel día, tras cada roble se escondía un hombre, armado con un arco o una ballesta, cuya única pregunta era si viviría rodeado de riquezas o si moriría lejos de su tierra.
No tuvieron que esperar mucho. La columna se componía únicamente de caballeros bien equipados, con armas de viaje. Bajo los colores de Saboya lucían las flores de lis doradas de Francia, que se confundían entre el follaje y los destellos de luz del bosque. Les precedía un heraldo, que marchaba al trote y marcaba el ritmo a las cabalgaduras. Franceschetto esperó a que hubieran pasado los primeros caballeros, intentando al mismo tiempo reconocer entre la vegetación la silueta del conde Della Mirandola. Si sobrevivía, mejor para él, pero si no se llevaría igualmente su cuerpo putrefacto. Esperó un poco más y luego emitió un fuerte silbido: una nube de flechas surgió de ambos lados del sendero. Algunas se clavaron en las ramas o se desviaron, pero otras dieron en su objetivo. Gérard de Rochefort mandó desmontar y sus hombres se agazaparon sobre la grupa de sus caballos y los lanzaron al galope. Eran soldados bien instruidos y sabían qué hacer en caso de emboscada. La retaguardia fue la que quedó peor parada, y hubo muchas bajas. Franceschetto dio la orden de atacar antes de que volvieran a montar, y una horda de hombres, sin uniformes ni galones, salió en tromba de entre el bosque, gritando y corriendo hacia los supervivientes.
Franceschetto caminaba tras los suyos, esperando el momento de saborear su victoria, cuando oyó el sonido de una corneta que se repetía una y otra vez procedente del grupo de caballeros, que esperaba el ataque en pie. Después oyó el mismo sonido, más débil, pero esta vez procedente de algún lugar a sus espaldas. La tierra empezó a temblar y Franceschetto con ella, hasta que vio aparecer una formación de caballeros en la ladera opuesta, lanzada al galope y con las lanzas en alto.
Rochefort había dividido a sus hombres en dos formaciones, como enseñaban todos los manuales de guerra, que Franceschetto nunca había leído. El primer grupo frenó como pudo el avance de los atacantes, pero cuando por tercera vez resonó en el bosque, cada vez más cerca, el sonido amigo de la corneta, empezó a avanzar lentamente. Los hombres de Franceschetto se apercibieron demasiado tarde de la nutrida escuadra de caballeros que se lanzaban sobre ellos; se replegaron en círculo intentando ofrecer resistencia a unos y a otros. El enfrentamiento no duró mucho; los últimos cinco tiraron la espada al suelo, implorando piedad. Rochefort no la tuvo: quien ataca a traición no la merece. Mientras se contaban los muertos y se trataba a los heridos, llegó un caballero que arrastraba a un desertor cogido por los pelos. No estaba herido ni ensangrentado y sus ropas, aunque sucias, denotaban una cierta riqueza. Lo tiraron junto a los muertos, donde cayó de rodillas. Rochefort frenó a los suyos, que ya lo estaban pinchando con la punta de las espadas, y se le acercó. Le levantó la cabeza poniéndole la espada en la garganta y sus miradas se cruzaron. En sus ojos leyó un terror infinito.
—¿Quién sois? ¿Y por qué no habéis combatido con vuestros hombres? Sois un cobarde traidor, y merecéis morir.
—Piedad, caballero —murmuró Franceschetto, tembloroso—, no me matéis. Puedo valer mucho dinero si pedís un rescate.
Rochefort le escupió a la cara, pero el otro no hizo ademán siquiera de limpiarse.
—Uno como vos no vale nada, si deja morir a sus compañeros sin combatir.
—No, no es cierto, yo valgo mucho. Os diré quién soy. Hoy es vuestro día de suerte, caballero. Me llamo Franceschetto Cybo, y soy hijo del papa de Roma Inocencio VIII.
Los hombres que rodeaban a Rochefort estallaron en una sonora carcajada y al poco tiempo la frase del prisionero llegó a oídos de todos los hombres. Pero al capitán no le había gustado lo que parecía una especie de blasfemia, y con la mano enfundada en un guante de malla golpeó en la cara a Franceschetto, haciéndole sangrar. Giovanni Pico había seguido la escena desde lejos, pero sin saber bien de qué se trataba. A un gesto de Rochefort, uno de sus suboficiales le pidió que le siguiera.
—Señor conde —dijo el capitán—, hacedme el favor: ¿conocéis a este hombre? Parece que es el jefe de los bandidos que nos han atacado.
Franceschetto Cybo, de rodillas, y Giovanni Pico della Mirandola, de pie frente a él, se miraron a los ojos. El primero soltaba espumarajos de rabia y de miedo a la vez, y el segundo se preguntó en qué absurdo tablero se estaba jugando su vida. ¿Quién era realmente? Se había creído una torre, que emanaba una luz de lejos, pero quizá no fuera más que un mísero peón destinado a ir siempre adelante, casilla a casilla.
—No —dijo—, no lo he visto nunca.
Franceschetto intentó lanzarse sobre él, pero una patada de Rochefort le hizo rodar entre el polvo.
—Lo sabía —dijo éste, desenvainando la espada, mientras el prisionero intentaba alejarse en vano, reculando de rodillas.
—No obstante —prosiguió Giovanni—, creo que dice la verdad. Y que soy yo el motivo del ataque. Este hombre me estaba dando caza.
Rochefort los miraba a ambos, intentando comprender cuál era el hilo rojo que los unía. Pero se acordó de que era un soldado y que nunca había decepcionado a su señor.
—¿Queréis acusarlo ante un tribunal, conde?
—No, capitán, lo único que deseo es poder reunirme lo antes posible con vuestro duque.
—Está bien, pero tendréis tiempo de sobra si decidís cambiar de idea. Atadlo y cargadlo en un caballo. Este… bandido viene con nosotros, sea quien sea. El duque decidirá qué hacer con él.
Los caballeros muertos fueron enterrados junto al camino, con su nombre; a la horda de atacantes se les enterró en una fosa común, con una cruz y una inscripción: «Bandidos italianos».
Franceschetto, manchado de tierra y de sangre y con la ropa hecha jirones, apenas mantenía el equilibrio sobre el caballo, con las manos atadas tras la espalda y cogido a una cuerda que llevaba de la mano un caballero. Para distraerse empezó a pensar en todos los modos posibles en que podría vengarse de las patadas del capitán y de la humillación que le había infligido el conde. Vio los cuerpos de ambos reducidos a piel y huesos, colgando de las torres de Castel Sant’Angelo y tuvo que reprimir un grito de satisfacción.