Roma, domingo, 17 de diciembre de 1486
El coro de voces blancas de la basílica de San Pedro estaba entonando un miserere de introducción cuando el conde Della Mirandola y Girolamo Benivieni hicieron su entrada. Avanzaron por el lado derecho de la segunda nave, rozando con sus ropas los adoquines y levantando pequeñas nubecillas de polvo. Desde la muerte de Nicolás V, más de treinta años atrás, la basílica era un terreno en obras y, por la lentitud con la que avanzaban las mismas desde hacía décadas, daba la impresión de que lo sería muchos años más.
El Papa hizo su entrada triunfal, anunciada por el toque de las trompas de plata, e inmediatamente después de un coro de aleluyas, casi como si su entrada anunciara la resurrección de Cristo. Su corpulenta figura, rodeada de cardenales vestidos con sus túnicas color púrpura, resaltaba aún más con la túnica blanca con bordados en oro que llevaba. Tras acomodarse en la silla gestatoria y quitarse la esclavina roja bordada de armiño, Inocencio hizo un gesto con la mano al grupo de nobles que le esperaban, algo por debajo de él. Uno a uno, se acercaron y se postraron ante él besándole la zapatilla. Era un rito vigente desde mil años atrás y subrayaba la sumisión a la autoridad del Papa.
—¿Qué se supone que son? —comentó Pico, susurrando al oído de Girolamo—. ¿Las Magdalenas que besan el pie de Cristo o los senadores que rinden tributo al Emperador?
—No lo sé —respondió Benivieni, sonriendo—. Sólo sé que la zapatilla sagrada echa una peste que haría salir corriendo a un marrano.
—Eres más hereje que Savonarola y yo juntos. Inocencio sería capaz de hacerte castrar por mucho menos de lo que has dicho.
—Mis genitales están más seguros que mis nalgas. Temo más la lanza de sus guardias, si es que…
—¡Margherita! Es ella, por fin. Mira qué bella es, Girolamo.
Cerca de ellos, en la nave opuesta, una mujer en pie, con el busto y la cabeza levantados, contemplaba inmóvil la escena del beso de la zapatilla. Su actitud no parecía tanto de devoción como de curiosidad. Llevaba un sobretodo adamascado azul y una capa bordada con flores de lis doradas sobre un fondo también azul, símbolo de su pertenencia, por matrimonio, a la familia de los Medici.
—¿Margherita? —preguntó Benivieni, incrédulo—. ¿Ella aquí, en Roma?
—¿Por qué crees que vengo cada domingo aquí a oír la misa? Es nuestra cita. Nos lo juramos.
—¡No es posible! ¿Aún piensas en ella?
—¿Qué otra cosa podría hacer?
—¿No tuviste bastante con lo que pasó?
—No; volvería a hacerlo mil veces más.
—Eso díselo a los fantasmas de los que perdieron la vida por vosotros.
Los tres obispos llamados a celebrar el oficio pronunciaron el Ite missa est, al que el pueblo respondió en coro Deo gratias, agradeciendo sinceramente al Señor que aquella larguísima misa hubiera acabado por fin.
Margherita en aquel momento se volvió y lo vio. El corazón le dio tal respingo en el pecho que tuvo que apoyarse en el brazo de su marido. Pero enseguida recuperó su habitual compostura e hizo unos gestos con la cabeza que parecían una silenciosa plegaria.
—Quiere verme —dijo Pico—, y yo también.
—Estás loco —le dijo Benivieni—; está su marido. Y estamos en Roma. Te juegas la cabeza.
—No, me juego más si me mantengo lejos. Luego te explico.
—Pero ¿cómo harás para verla? ¿Dónde os encontraréis?
—Pasado mañana, a la cuarta hora, en la tercera iglesia más próxima a San Pedro.
—Pero ¿cómo? ¿Cuándo os habéis puesto de acuerdo?
—Ahora. Ha inclinado la cabeza dos veces, y son dos días; ha girado la cabeza cuatro veces hacia la izquierda, para indicarme la hora, y tres a la derecha, para indicarme la tercera iglesia más próxima. Es nuestro lenguaje.
—Estáis locos los dos.
—Eso no es todo, amigo mío. Margherita también ha unido las manos en señal de oración. Significa que uno de los dos está en peligro, y espero ser yo.
—Pues yo no —dijo Benivieni, casi para sus adentros.
Giovanni lo cogió por un brazo y se alejaron, mezclándose con la multitud. En el exterior la temperatura era más suave que la que se respiraba entre los gélidos mármoles de la basílica.
—Vamos a mi casa —le dijo—. Hoy estoy feliz y quiero enseñarte una cosa.
Benivieni le sonrió; no sabía resistirse a su entusiasmo.
Las alabardas cruzadas cortaron el paso al cardenal Sansoni frente a las puertas cerradas de la sala de audiencias.
—Dejadme pasar —exhortó a los guardias con dureza, pero éstos no se movieron lo más mínimo.
—¡Soy el cardenal camarlengo! —insistió, cada vez menos convencido—. Tengo derecho a entrar.
Los guardias pontificios siguieron sin hacerle caso y Sansoni se sentó, apagado, en un banco. Poco después, de la puerta por la que había intentado inútilmente acceder, salió una joven. Sansoni la observó con interés y avidez: sus lozanos senos parecían a punto de estallar, apretados bajo el corpiño adamascado. Por la melena enmarañada que le caía sobre los hombros y por los labios pintados de rojo supuso que no debía de tratarse de una noble romana, aunque en aquellos tiempos no era fácil distinguir, de entre las mujeres que frecuentaban la corte papal, una prostituta de una baronesa.
—¿Ahora puedo entrar? —preguntó, molesto, a los guardias. Las alabardas se apartaron y Sansoni entró con un pliego de hojas bien apretado bajo el brazo.
Inocencio VIII estaba comiendo unas uvas de temporada que se hacía traer directamente de los terrenos de su familia en Sicilia.
—¿Habéis descansado, Santidad?
El tono de la voz no le salió tan servil como habría deseado.
—Un me rumpe u belìn, Sansoni, cossa ti veu?[2]
—Aquí tengo la lista de los magistrados propuestos para juzgar las Tesis del conde Della Mirandola.
—¡Oh, estupendo! Déjame ver.
Inocencio leyó los nombres con desgana, pero se detuvo en uno de ellos.
—¿Pedro García? Ah, éste te lo ha impuesto el Borgia.
—Me lo ha sugerido, Santidad. Efectivamente, el obispo de Barcelona es un gran amigo de Su Eminencia.
—Su Eminencia española no tiene amigos; sólo protegidos, protectores y enemigos.
—Digamos entonces que monseñor García es un protegido suyo.
—Eso está mejor, Sansoni. No te hagas el listillo conmigo; aún soy papa y no estoy muerto. En cualquier caso, la lista está bien; prepara las nominaciones. Y diles a todos los magistrados que quiero la sentencia antes de finales de febrero.
—Así se hará.
—Y que quede claro que quiero un examen honesto y sincero y no una condena basada sólo en prejuicios.
—Así se hará.
—Ahora manda a llamar al conde Della Mirandola; quiero hablar con él.
—¿Santidad?
—Has entendido perfectamente, Sansoni. ¿Cómo es que hasta ahora me has dicho a todo que «así se hará» y ahora te pido que me llames a Mirandola y haces como si no me hubieras entendido?
—Pues porque… Santidad, con su libro a examen y la posibilidad de herejía con ese asunto del concilio… No me parece oportuno.
—Sansoni, tú nunca serás papa. ¿Sabes por qué?
El camarlengo lo miró de reojo:
—¿Quizá porque no tengo méritos suficientes a ojos de nuestro Señor?
Inocencio se echó a reír con ganas.
—Eres un excelente servidor, Sansoni, y serías capaz de servir también al próximo papa. ¡Un solo camarlengo para tres papas! Tienes tablas. Pero nunca serás papa porque tú observas los límites entre lo justo y lo injusto, el Bien y el Mal, lo recto y lo inicuo. El Papa, no. El Papa debe mirar más allá de esos límites; es más, no debe saber siquiera que existen. Y actuar en consecuencia siguiendo las reglas que él mismo se pone. ¿Has comprendido?
—No, Santidad, pero seguramente será como vos decís.
—Muy bien, Sansoni. Ahora vete. Quiero a Mirandola aquí mañana por la mañana.
—No debes ir; estoy seguro de que es una trampa.
Girolamo Benivieni caminaba nervioso por una preciosa alfombra turca que reproducía una serie de estrellas azules de ocho puntas sobre un campo rojo, con un árbol estilizado en el interior de un gran jarrón.
—Si le estropeas la alfombra, mi anfitrión me echará de casa. Y entonces sí que tendré problemas.
Hacía poco que se había ido el emisario papal, pero Giovanni Pico no se mostraba en absoluto preocupado por la invitación que había recibido para que se presentara en el palacio del Vaticano.
—¡El cardenal De’ Rossi tendrá problemas mucho más graves cuando le acusen de haber ofrecido hospitalidad a un hereje!
—Quizá quiera concederme alguna distinción honorífica.
—Puede acusarte de todo: del rapto de Margherita, de la que harías bien en mantenerte alejado; de la publicación de las Tesis y de no sé cuántos delitos más que, si quiere, puede perfectamente inventarse.
—De acuerdo, Girolamo. Intentaré tomármelo en serio, aunque tus insolencias, que incluso aprecio, me hacen sonreír. Ésta es una invitación que no puedo rechazar. Huir significaría firmar la confesión de unos crímenes que no he cometido. A menos que buscar la verdad sea delito.
—Lo es.
Giovanni lo miró, Girolamo no le sostuvo la mirada y se sentó.
—Te quiero contar una cosa. ¿Sabes por qué en esta catolicísima casa de un catolicísimo cardenal hay una alfombra roja con estas estrellas de ocho puntas?
—No, pero estoy seguro que me lo dirás ahora mismo.
—Porque nuestro anfitrión —respondió, susurrando—, pese a ser uno de los primeros padres de la Iglesia, es un gran ignorante. Le ha gustado el aspecto de la alfombra pero no ha comprendido el trasfondo, o no la habría puesto en su casa ni que se la hubieran regalado.
—Explícate, Giovanni, no te entiendo.
—La estrella de ocho puntas es el octágono, que es el tránsito del cuadrado a la circunferencia. Representa la sabiduría o el principio alquímico, puedes llamarlo como quieras. Es la base del secreto de Nicolas Flamel, el Alquimista, algo que todo cura, obispo o cardenal querría tener la satisfacción de ver arder en la hoguera. La estrella es la victoria de la sabiduría, la de la primera mujer, Eva, que aprendió del árbol del Bien y del Mal.
—Pero es el pecado original, Giovanni.
—Reflexiona, amigo mío. Cuando eras pequeño, ¿te castigó alguna vez tu preceptor por haber leído o estudiado demasiado? ¿Puede un padre o una madre castigar a un hijo porque éste quiere parecerse a ellos? ¿Cómo puede ser que un Dios no quiera que sus criaturas sean como él y ser contrario al conocimiento? ¿Aún no lo entiendes? ¿Por qué sucedió todo eso? ¿Por qué pasamos de la Vía de la Luz a la Vía de las Tinieblas?
Girolamo estaba ya agitado, porque cuanto más comprendía la serena y persuasiva lógica de Giovanni, más se angustiaba por la suerte de su amigo.
—Hay una explicación en todo esto y tú también lo sabes. Si te convenzo de que la sabiduría es pecado, quiere decir que conseguiré mantenerte en la ignorancia y así tendré siempre poder sobre ti. Todo Dios violento, usurpador, cruel, combativo y único ha sido creado por el hombre para justificar sus acciones. Piénsalo bien, todo Dios refleja la naturaleza del hombre, y no al revés. Por eso existen el Dios cristiano, y Alá, y Yahvé, y todos los otros nombres creados para justificar las guerras, los homicidios, los atropellos. Pero la chispa del Ser Único no ha muerto. Se ha mantenido a lo largo de los siglos en multitud de pequeños signos, en numerosos escritos, en muchas tradiciones y también en esta alfombra.
—Detente, te lo ruego, la cabeza me da vueltas.
—Está bien, volvamos entonces a la alfombra y a la ignorancia de nuestro anfitrión. Si estuviéramos en España, el mero hecho de poseer tal maravilla le llevaría inmediatamente a manos de Torquemada.
—Estás exagerando un poco.
—En absoluto. Lo digo por el valor de la alfombra, que sería expropiada en el acto, junto a otros bienes suyos, no por la importancia de la presunta herejía.
Girolamo sonrió ante aquellas palabras y ante la extraordinaria capacidad de Giovanni de conseguir ponerle de buen humor hasta en los momentos más inquietantes. Un juego de palabras, pensó, pero así tenía que ser: todo parecía un juego para Giovanni que, al igual que Anacarsis —no en vano considerado uno de los Siete Sabios— sostenía que era lo único serio en el mundo.
—Explícame, pues, el misterio que oculta la alfombra.
—Ningún misterio. En el centro encontramos la explicación de todo. Lo que te decía antes: está el árbol de la vida dentro de un jarrón. Mira, Girolamo. El árbol es el de la sabiduría, que no es otra cosa que el antiguo árbol de la vida, y el jarrón es la mujer, la madre, la Diosa Madre de todo. —Giovanni cogió por los brazos a su amigo, que apartó la mirada—. Esta alfombra es una señal inconsciente: las manos que la han tejido son expertas en este arte, pero del todo ignorantes. Son de una joven o de un muchacho que trabajaron trama y urdimbre bajo las estrellas o en el taller de un artesano hace siglos y siglos. Sólo tejieron una experiencia antigua común a todos los pueblos, que los hermana.
—¿Por qué, entonces, se considera precisamente que coger la manzana del árbol de la sabiduría es el pecado original?
—Te lo he dicho antes, Girolamo. Si tú fueras parecido al Padre, ¿te postrarías ante un siervo suyo, se llame papa, padre o sacerdote et similia?
—No, claro.
—¿Y él ante ti?
—Tampoco. Seríamos todos iguales.
Giovanni se puso serio.
—Te has dado la respuesta tú solo, Girolamo. La sabiduría es el verdadero don, pero alguien ha querido invertir los términos. Con la igualdad no hay poder, no hay Iglesia, no hay papa. Con la sabiduría tampoco hay pecado ni corrupción. Sólo hay amor, Girolamo.