Florencia, miércoles, 24 de enero de 1487
Poco antes del mediodía las campanas anunciaron la fiesta. Empezó la grande de Santa Reparata, desde las enormes ventanas verticales en lo alto de la torre de Santa Maria del Fiore. Sus mármoles blancos resplandecían al frío sol de enero. Le respondió enseguida la de La Martinella, cerca de allí, en la oscura torre del Palazzo della Signoria, que solía usarse para llamar a las milicias en caso de guerra. Luego se hizo eco la Volognana, desde la residencia del Bargello, pero con toques a martillo, no los lentos y cadenciosos que anunciaban las ejecuciones y que sólo cesaban en el momento en que el hacha caía sobre el cuello del condenado. Llegó después el turno a las de San Lorenzo, Santa Maria Novella, Santa Trinità y otras más, hasta que toda Florencia quedó envuelta en sus tañidos. La gente salió de casas y tiendas e inundó las calles: la curiosidad es más fuerte que la prudencia, y aquel concierto a todos les pareció el anuncio de alguna noticia feliz, y no una llamada a las armas o el anuncio de alguna epidemia repentina.
Desde la terraza de su villa en Fiésole, protegida por una hilera de cipreses, Giovanni Pico se asomó y observó Florencia: le pareció casi que percibía la onda del movimiento de quienes se amontonaban en el centro para ir a oír las noticias de boca de los heraldos, que mientras tanto ya se habían situado en los puntos estratégicos de la ciudad. Inmerso en aquella visión casi no se dio cuenta de la presencia de un criado que le anunciaba que un mensajero de Lorenzo de Medici le esperaba para entregarle una carta. Hacía muchos días que temía su llegada, la invitación del poderoso señor de Florencia a alguna cena en la que sin duda habría buscado el momento para preguntarle por su fuga de Roma.
Rompió la flor de lis de cera roja y leyó rápidamente el contenido. El mensajero le preguntó humildemente si se le ofrecía darle una respuesta. Giovanni se sentó en su escritorio y la escribió rápidamente sobre una hoja con su escudo estampado. La dobló por las cuatro esquinas y la cerró con un trozo de cordel sobre el que fundió la cera y aplicó su sello. Cuando el mensajero se alejó, volvió a coger la carta. Era la temida invitación, pero la ocasión era mucho peor de lo que había podido imaginarse, y era precisamente el motivo por el que todas las campanas de Florencia repicaban festivas. Después escribió otra nota, que le entregó a su criado de más confianza pidiéndole que se encargara de hacérsela llegar lo antes posible a su destinatario.
La fachada del Palazzo della Signoria parecía estar en llamas: el oscuro muro empedrado estaba iluminado por cientos de antorchas, las más grandes de las cuales formaban una gigantesca C. El conde Della Mirandola, acompañado de un solo paje, llegó a la plaza invadida por la multitud que se apretujaba para ver el desfile de los nobles invitados a la corte de Lorenzo el Magnífico. La guardia de la ciudad había formado un tupido cordón de protección del palacio con las alabardas cruzadas, y repelía con fuertes patadas y codazos a quien intentara superar el cordón militar sin invitación. En las esquinas de la plaza se habían formado también pequeños corros alrededor de artistas y malabaristas: un tragador de fuego se estaba exhibiendo cuando un grito entre el gentío lo distrajo y se incendió la barba. Pero nadie prestó atención: todos se giraron hacia el palacio y Giovanni, que estaba desmontando del caballo, levantó la vista. En el balcón del primer piso vio asomarse una figura, y un grito aún más fuerte llegó desde la plaza. Los soldados, temiéndose la embestida de la multitud, desenvainaron las porras de hierro y empezaron a golpear a los agitadores. Giovanni apenas llegó a entrever una túnica dorada que brillaba: Lorenzo, el señor de Florencia, se estaba mostrando a su pueblo.
El conde entró en el patio, también iluminado con lámparas y antorchas, mientras en el centro, de la boca de un delfín, manaba vino tinto que parecía sangre. Algunos pajes vestidos con calzones rojos y jubón verde, lo que hacía destacar aún más el color ébano de su piel, ofrecían a todos los que llegaban, damas y caballeros, copas de aquel vino. Al subir la escalera de mármol Giovanni se encontró con muchos rostros conocidos y con algunos intercambió palabras de cortesía.
El Salón de los Doscientos estaba vestido para las grandes ocasiones: del rico techo artesonado colgaban grandes lámparas de hierro forjado que iluminaban el lugar como si fuera de día. Grandes braseros habían calentado el ambiente y ya eran muchos los que se habían quitado sus preciosas capas, como un grupo de mujeres ricamente vestidas que se habían reunido alrededor de un hombre alto con un bonete azul a la francesa ribeteado con una estola de marta. Una dama se separó del grupo, riendo, y Giovanni reconoció en aquel hombre a Franceschetto. No pareció darse cuenta siquiera de su presencia; mejor así. A fin de cuentas era en su honor la enorme C de la fachada del Palazzo de la Signoria, inicial de los Cybo. Y era en su honor, y de su prometida, toda aquella suntuosa fiesta. En la cena Lorenzo anunciaría la boda de su hija Magdalena con el hijo de Inocencio VIII, que se celebraría al mes siguiente.
Giovanni fue recibido con un saludo y una amplia sonrisa por el señor de la casa, pero al instante quedó rodeado por un revoloteo de sombreros y capas y desapareció. Miró a su alrededor para ver si estaba Ferruccio, que esperaba que hubiera recibido la nota, aunque teniendo en cuenta el papel que ocupaba en la corte de los Medici probablemente no habría sido invitado.
La mesa en forma de herradura ocupaba todo el salón y estaba vestida con tal opulencia que incluso él, acostumbrado al lujo de Mirandola, se sorprendió. Sobre ricos manteles de brocado azul brillaban cubiertos y platos de oro, que aún relucían más a la luz de las numerosas lámparas de aceite situadas a lo largo de toda la mesa, mientras que en unas copas blancas habían colocado preciosos lirios dorados. El toque de las cornetas anunció el inicio de la celebración, y los comensales, acompañado cada uno de un paje, tomaron asiento. En la cabecera de la mesa estaba sentado el Magnífico, con Franceschetto a su derecha y Magdalena a su izquierda. Un paje le indicó su sitio: estaba entre dos mujeres, a las que el conde hizo una respetuosa reverencia.
—Así que vos sois el famoso Mirandola —dijo la mayor de las dos—. Pero ¿cómo es que sois tan joven?
—¿Conocéis mi nombre, señora?
—Me lo ha dicho el paje; quería saber con quién tendría el honor de cenar.
—El honor es mío, señora.
—Por fin os conozco. En Florencia no se habla más que de vos. Y además sois un buen mozo, permitid que os lo diga una mujer que ha visto mundo.
Otro toque de corneta dio inicio al banquete, que consistía en diez cochinillos dorados que escupían fuego por la boca, seguidos de una serie de liebres y lucios, todos dorados. Aquella visión no hizo callar a la mujer.
—Qué tonta soy. No me he presentado. Soy la viuda Becuccio, y ésta es mi hija Cecca.
La joven se puso en pie e hizo una torpe reverencia. Giovanni le sonrió educadamente.
—¿Os gustan estas copas? —prosiguió la mujer—. Antes he visto que las estabais admirando. Vienen todas de mi fábrica, en Val d’Elsa. El gran duca es cliente mío y me ha hecho el honor de invitarme a la fiesta de compromiso de su hija. Esperemos que sea para bien; también mi Cecca está en edad de casarse.
—¿De verdad? —dijo Giovanni, simulando interés.
—Apenas ha cumplido dieciocho años y tiene una gran dote. Claro que no puedo permitirme la de nuestro anfitrión. Pero tengo tierras, negocios y casas en diferentes lugares. Díselo, Cecca.
—Oh, sí, señor conde, mi madre me ha provisto de una gran dote, y yo estoy deseosa de satisfacer cualquier deseo suyo y de mi esposo.
La madre sonrió, satisfecha.
—¿Pero vos sabéis lo que aporta como dote Magdalena? —le dijo, susurrando.
—No, en realidad no lo sé.
—Todas las posesiones de la familia De’ Pazzi, incluido el palacio de la Via del Proconsolo. El buen papa Inocencio estará satisfecho, y yo también, si me lo permitís. Esta alianza de los Medici con el papado traerá nuevas oportunidades para el comercio, y cuando el esposo vea mis copas, estoy segura de que enseguida me hará un copioso pedido. Ya tengo un boceto preparado para las copas de la boda, una flor de lis dorada rodeada de los rombos de la familia Cybo.
—Estoy seguro de que le encantará.
Cada plato tenía como tema de fondo el oro, en todas sus formas y colores, desde el amarillo encendido de la salsa ginestrina que cubría los faisanes y los pavos asados al amarillo ácido de las liebres cubiertas de confitura de limón. Como era de rigor, Giovanni probó cada uno de los manjares, dejando siempre el resto en el plato, que no tardaban en cambiar.
—¿Vos no estáis casado, conde? —preguntó la muchacha.
—Sí lo estoy —respondió Giovanni, recostándose con gesto cansado sobre el respaldo de la silla.
Cecca Becuccio abrió los ojos como platos y dio un puñetazo sobre la mesa.
—Pero ¿cómo? ¡Nos habían dicho que no! —respondió la joven—. ¡Mamá! ¡Di algo!
—No os molestéis, señora, no merezco ninguna consideración por vuestra parte. Estoy casado, es cierto, pero con mis libros, a los que he jurado fidelidad eterna.
La mujer le echó una mirada torva, luego aferró una pata de liebre y le hincó el diente con rabia, poniendo así fin a la conversación, mientras le caía alguna gota de salsa en el profundo escote.
Dos horas más tarde los criados bajaron las lámparas y apagaron todas las luces, dejando el salón en penumbra. El enésimo toque de corneta precedió a la entrada triunfal de una gigantesca bandeja en llamas, llevada a hombros, como el arca de la alianza, por ocho sirvientes. En la bandeja había una enorme loba romana cubierta de oro y dos niños en el acto de mamar del animal. Lorenzo dijo algo pero, con el alboroto que se había creado en torno a la escultura, Giovanni no entendió una palabra. Sólo vio que Franceschetto se ponía en pie y daba las gracias a su anfitrión. Mientras observaba lo que le parecía la repetición de la escena bíblica del becerro de oro, un paje le deslizó una nota entre las manos. Giovanni miró a su alrededor, pero la viuda Becuccio ya se tambaleaba por obra del vino y de la comida ingerida y tenía los ojos medio cerrados, mientras su hija, Cecca, estaba ocupada riéndose con el caballero situado a su izquierda. Leyó rápidamente la nota e inmediatamente la lanzó a la llama de la lámpara que tenía delante y que la carbonizó en un instante.
La fiesta proseguía: tras servir una ensalada de raíces amargas y un vaso de carísimo helado de frutas —orgullo de los cocineros florentinos— para que los comensales recuperaran el aliento, fue la hora de los esturiones, también de un dorado riguroso. Su llegada, a manos de falsos pescadores, fue acompañada por los sonidos de unos músicos que tocaban la lira, la cítara y el laúd y que con su música imitaban el chapoteo del agua. La orquesta se enriqueció después con otros elementos y se situó al fondo del comedor, donde empezaron a tocar saltarelli, pive, gallardas y danzas morescas, preparando a los comensales para el inicio del baile. Con una velocidad y una sincronización militar, los criados retiraron los platos rápidamente, llevándose también la mesa y colocando las sillas junto a las paredes.
Aquella algarabía era el momento que esperaba Giovanni. Se dirigió disimuladamente hacia la puerta principal y bajó por la escalinata. En el patio tomó una puertecilla lateral que lo condujo por un pasillo hasta el exterior, por la puerta de la Dogana. Un hombre encapuchado le esperaba.
—Me alegro de volver a verte —le dijo una voz que conocía.
—Yo también, Ferruccio.
—Vamos, no quiero que nos vean juntos.
Por Via dei Gondi llegaron al Borgo dei Greci y Ferruccio condujo a Giovanni a un callejón. Entraron en una posada que tenía por emblema una mujer con el seno descubierto. Se sentaron a una mesa, en un rincón oscuro. Dos mujeres se les acercaron enseguida e hicieron ademán de sentarse en su regazo.
—En otra ocasión, bellas damas —dijo Ferruccio—; esta noche tenemos que pensar en nuestras almas.
—¿Y en las nuestras no pensáis? Tenemos el alma aquí abajo —dijeron, sacudiéndose el vestido.
—Tened —respondió Ferruccio, lanzándoles un florín de plata y dándole una palmada en el culo a la que tenía más cerca— ¡y adivinad por qué el hombre que aparece en la moneda tiene los calzones tan grandes!
Ambas se echaron a reír.
—A vuestro servicio, nobles señores —dijo la que había recogido la moneda—. Con esto nos salvamos el alma y algo más.
Ferruccio y Giovanni observaron cómo se alejaban. El posadero trajo dos bocales de madera llenos de un vino maloliente; haría años que no los lavaban. Los dos se los quedaron mirando, sabiendo ambos que no los tocarían siquiera, pero pagaron inmediatamente al posadero: por aquella noche no les importunarían más.
—Una puta tiene más sentido del honor que muchas nobles damas —dijo Ferruccio—, sin duda más que esa que esta noche pretendía que te casaras con su hija.
—Parece que ya lo sabes todo.
—Tener amigos entre pajes y putas ayuda mucho.
—Mientras que tenerlos entre nobles y estudiosos es mucho más peligroso…
—Puedes estar seguro, amigo mío, pero no prescindiría de ellos por nada del mundo, sobre todo si llevan tu nombre. A propósito, mira esto.
Ferruccio se aflojó la manga y se arremangó: el brazo mostraba un profundo corte bien visible.
—Un recuerdo de un sicario de Franceschetto.
—¿Te han atacado aquí, en Florencia? —preguntó Giovanni.
—En realidad he sido yo. Quería pedirle cierta información, que al final me ha dado. Pero he tenido que ser muy convincente.
—¿No podría vengarse, o hablar?
—Me parece que a estas horas los lucios del Arno ya le habrán comido la lengua.
Giovanni sacudió la cabeza y lo miró, sin poder contener una sonrisa. Él, un platónico, un filósofo, un noble, amigo de un hombre que mata por una información.
—¿Qué le has preguntado?
—Más tarde, Giovanni; tiene poca importancia. Dime tú por qué me has llamado, aunque puedo imaginármelo.
—Los dos hombres más poderosos de Italia han firmado una santa alianza. Ya no estoy seguro ni en Florencia, Ferruccio.
—Es un matrimonio político: Magdalena y Franceschetto ni siquiera se conocen. Piensa que el novio incluso se ha traído a Florencia algunas de sus putas preferidas.
—Lo sé perfectamente, y por eso precisamente me da más miedo. Pero no temo por mi vida, ya lo sabes.
—Dime qué puedo hacer por ti, Giovanni.
—No tendrás que matar a nadie: es más, deberás proteger a alguien. Pero no a mí; ya no hace falta. Es el libro, Ferruccio. Quiero que lo conserves tú; eres la única persona en la que confío realmente.
Ferruccio hizo ademán de dar un sorbo a aquel vino, pero renunció al instante.
—Un amigo no te planta la punta de la espada en la garganta.
—Hace eso y mucho más, si es para convencerte de que te fíes de él. Escucha, amigo mío: todo lo que escribí en el libro está bien impreso en mi mente y podría hacer una copia en cualquier momento, pero tardaría meses, y yo no sé si dispongo de tanto. Así que a mí no me sirve y prefiero que esté guardado en un lugar seguro, y que lo custodie la persona que más confianza me da. Tengo otras dos copias en Roma, y el único que sabe dónde están escondidas es Girolamo Benivieni, de cuya amistad y fidelidad no tengo dudas.
Malhumorado, Ferruccio tomó con fuerza el puñal que tenía en la mano y se le clavaron algunas astillas.
—Entonces tenemos problemas. Ese bastardo no me ha dicho lo suficiente. Y eso es lo que te quería decir antes: Girolamo ha sido detenido.
—¿Cuándo? ¿Y bajo qué acusación?
—Poco antes de tu partida de Roma. Han sido los hombres de Franceschetto, no sé si por iniciativa suya o de su padre. El caso es que Benivieni ha sido acusado de sodomía, y por lo que yo sé aún está en la cárcel.
—¡Pero eso es falso!
—¿Tú crees? No lo sé. La detención se ha producido en casa del cardenal De’ Rossi, y estoy seguro de que estaban buscándote a ti.
El conde emitió un profundo suspiro y bajó la cabeza.
—Las copias… Pensaba que estaban seguras. Las tenía en un compartimento secreto dentro de un escritorio. Sólo Girolamo conocía el sitio.
Ferruccio le apoyó una mano en el brazo.
—Lo siento, pero a estas alturas o las han encontrado o han hallado el modo de hacer hablar a Girolamo. Se lo han llevado a la Torre della Nona, y la acusación de sodomía comporta la tortura y la hoguera.
El conde Della Mirandola se cogió la cabeza entre las manos.
—Es terrible. Entre los peores delincuentes, él, un poeta inofensivo. ¿Pero tú crees que es culpable?
—Sólo tú puedes saberlo, Giovanni. Tú lo conoces desde hace años…
—¡Yo no me he dado cuenta de nada! Siempre hemos hablado de filosofía, del libro, también de amor, pero del de los poetas como él.
—Platón, por lo que yo sé, no desdeñaba la ocasión de divertirse con los jovencitos de su escuela.
—Sí, pero estaban en Grecia y, como en Roma, había otras costumbres. Yo… no lo sé. Sea como fuere, tendré que ayudarle; él haría lo mismo por mí.
—Veremos qué se puede hacer, aunque no veo el modo.
—Gracias, Ferruccio; siempre estás dispuesto a ayudarme. ¿Cómo podré pagarte todo lo que haces?
—¿Mi sabio amigo quizá se ha olvidado de las enseñanzas de Epicuro? «De todas las cosas que la sabiduría procura para conseguir una existencia feliz, la mayor es la amistad». ¿Te sorprendes? ¡Entonces sigues ofendiéndome! Basta, basta, amigo mío: más vale que pensemos en el libro.
—Es que sigues asombrándome… De todos modos, ahora es aún más importante que lo guardes tú. Yo no soy más que su copia viviente: si dan conmigo, tendrán ambos ejemplares.
—¿Qué quieres que haga con él?
—Escóndelo, sin decirme dónde. Consérvalo para siempre. En ese libro no sólo está toda mi vida, sino también la de un mundo nuevo, sin el Dios de los ejércitos, sin el Dios que aterroriza a culpables e inocentes, sin su barba y su espada llameante. Está la esperanza en ese libro, que dejen de librarse guerras en su nombre, que nadie se sienta superior a los demás, que se le reconozca a la mujer su naturaleza, la de la Creadora. Una Madre amorosa, que los padres de esta Iglesia han transformado en la pobre María, madre de Cristo, madre de Dios, una confusión absurda, para confundir aún más al hombre y tenerlo aplastado bajo el tacón de la ignorancia.
—No sé si los hombres están preparados para escuchar estas cosas, Giovanni, aunque las pruebas que presentaras estuvieran escritas en el cielo y aparecieran todas las noches.
—Lo sé; tendrán que pasar años, quizá siglos. Yo sólo quiero que crezca esta semilla, que la planta salga a la luz. Sé muy bien que yo no llegaré a ver el árbol crecido, su tronco poderoso e indestructible, con ramas y hojas que acojan y protejan. Pero me basta con que unos pocos comprendan y que, con el tiempo, la sabiduría se abra camino, como la lava de un volcán.
—Tienes mi palabra, Giovanni; haré lo que me has pedido.
El conde Della Mirandola se quitó la capa y se la puso sobre las rodillas.
—Déjame tu puñal.
Con la hoja rasgó el precioso forro y sacó de su interior el manuscrito. Lo apoyó sobre la mesa y esperó a que Ferruccio se abriera el jubón y se lo metiera en el pecho.
—Gracias —añadió—. Ahora ya sé qué tengo que hacer. Prepararé una sinopsis del libro e intentaré hablar en París. El Colegio Universitario es una autoridad independiente y quizá consiga que me escuchen: ahora mismo es mi única esperanza.
—¿Por qué no en Nápoles? El rey Fernando es casi más autónomo que el rey francés con respecto al Papa.
—Amigo, espadachín, guardián, estudioso, descendiente de uno de los más nobles caballeros de la historia y ahora también político… Puede que tengas razón, Ferruccio. Lo pensaré esta noche. Sólo espero que, con el peso que te has echado a la espalda, consigas dormir.
—Lo haré con un solo ojo, como ya tengo por costumbre. Ahora ve; vuelve a la fiesta. El Magnífico podría notar tu ausencia. Yo saldré después de ti.
Giovanni salió y, aun con la penumbra de la posada, Ferruccio observó que numerosas miradas lo seguían hasta la puerta: a pesar de que los cabellos cortos le dieran un aire mucho más varonil que los tirabuzones rubios, Mirandola conservaba una belleza casi femenina. Quizá si le enseñara algo sobre el arte de la esgrima ganaría en porte, y también en seguridad personal; puede que bastara con nociones básicas sobre el uso del estoque, una hoja ligera propia de su rango, y algún truco sobre el uso del tiempo y del medio tiempo, que más de una vez le habían salvado la vida.
Una vez fuera de la posada, Ferruccio observó dos figuras inmóviles en la esquina de la calle, y la forma de sus sombreros le recordó la moda española. Instintivamente, se giró para ver si el extremo opuesto de la calle estaba libre, y la hoja que debía haberle penetrado en la espalda se le clavó en el pecho. Sintió un intenso ardor, sobre todo cuando se retiró, pero una vez más reaccionó instintivamente. Sacó el espadón, se inclinó y trazó un rápido movimiento circular con el arma, pegándose después a la pared. Eran tres, y el que había intentado atacarle por detrás le pareció el más indefenso, quizá por el estupor al no haberle visto caer. Blandiendo la espada con dos manos, se le echó encima gritando, y le hizo una finta desde abajo hacia el hombro derecho. Su adversario se echó atrás, paró el golpe y desvió la espada hacia el exterior. Era precisamente lo que Ferruccio quería y esperaba: prosiguió el movimiento del cuerpo con un golpe en el costado, hundiendo la hoja en la carne hasta llegar al hueso. El hombre gritó y cayó al suelo sin soltar la espada. Los otros dos se le echaron encima, pero Ferruccio los sorprendió lanzándose en medio con la hoja en vertical y superándolos. Sin mirar, lanzó un golpe de derecha a la altura de la cabeza: no fue en vano. Sólo quedaba uno, que se puso en guardia; ahora era De Mola quien tenía ventaja. Su adversario se dio cuenta, echó atrás sin perder la postura y observando sus reacciones, pero Ferruccio no tenía ningunas ganas de seguir luchando. Así que se giró y salió corriendo de allí.
La herida punzante le ardía, pero no se sentía en absoluto debilitado. Se alejó rápidamente, ya sin correr. Llegó al Borgo de’ Greci y se dirigió hacia las casas de los Peruzzi, los banqueros aliados de los Medici donde estaba alojado. Encendió una lámpara y empezó a desnudarse. Pero en cuanto sacó el libro de Giovanni observó una pequeña laceración, casi en el centro. Le dio la vuelta: estaba manchado de sangre. El libro había detenido el golpe mortal. Se lavó la herida con un ungüento de hipérico y se la cubrió con una venda limpia. Después observó la mancha de sangre en el libro y decidió que nunca la limpiaría. Poco importaba que fuera una señal de Dios, de la Diosa, del Destino o una coincidencia fortuita. Aquella sería su Señal.