De camino a Florencia, miércoles, 3 de enero de 1487

Intentando evitar las vías principales, en Sant’Eraclio dejaron la Via Flaminia, alejándose de Foligno. Pasaron por Cantalupo y Brufa hasta cruzar el camino a Perugia, y cruzaron el Tíber en Ponte di Val di Ceppo, superando sin problemas el puesto de control de aduanas. Como salvoconducto bastaron unos florines papales de cobre con el escudo de Inocencio VIII, acuñados tan recientemente que parecían falsos.

Los caminos estaban llenos de bandoleros que, desde hacía más de un siglo, intentaban emular las gestas del legendario Ghino di Tacco y que ponían en su punto de mira, en particular, las carrozas y los caminantes procedentes de la odiada Roma. Pero el cochero, bien instruido por Ferruccio, temía más el encuentro con los guardias del Papa y con los esbirros de Franceschetto, quienes ante la desaparición de sus compañeros y del abad que los acompañaba ya debían de estar alarmados.

La última cuesta para llegar a la colina de Villa di Santa Petronilla acabó de agotar a los caballos, que llegaron exhaustos tras una jornada entera de camino. Su manto castaño estaba cubierto de regueros de sudor blanco, interrumpidos únicamente por las marcas del látigo del cochero. Antes de entrar en las murallas que rodeaban la gran abadía y una posada, Giovanni y Ferruccio lanzaron una última mirada a la llanura a sus pies: a la pálida luz del atardecer, velada por la neblina, parecía un enorme aguazal del que se alzaban garzas y grullas en busca de sus últimas presas de la tarde.

La posada tenía por emblema un jabalí negro en un fondo rojo, que poco tenía que ver con los colores sobrios de la abadía que tenía enfrente, en una extraña mezcla de lo sagrado y lo profano. Ferruccio ordenó que les llevaran de beber y de comer directamente a la habitación, que podía albergar hasta a seis viajeros, pero que Ferruccio había alquilado sólo para ellos pagando un suplemento. Mientras avivaba el fuego en la gran chimenea, una criada llamó tímidamente a la puerta con una jarra de vino tinto y un pastel de cordero y jabalí que, teniendo en cuenta el emblema de la posada, debía de ser su especialidad.

—Conde —dijo Ferruccio, rebañando el plato con unos trozos de pan empapados de salsa—, ¿puedo preguntaros por qué motivo sois tan importante? Pero si no me respondéis no me ofenderé; estáis en vuestro derecho, sólo es curiosidad.

Giovanni dudó un momento, pero aquel hombre le gustaba.

—A vos no os sucederá, pero ha sido precisamente la curiosidad la que me ha perdido, Ferruccio. Aunque no por ello habría renunciado ni un momento. En cualquier caso, os responderé en la medida en que pueda. La culpa es mía y de un libro que he escrito.

—¿El que lleváis con vos?

—No llevo conmigo ningún libro.

—Conde, sois la primera persona que me gusta defender. Sois despierto, inteligente, habláis poco y nunca lo hacéis sin motivo. Y nunca os sorprendéis de nada, como si ya hubierais vivido cien años, a pesar de que parecéis muy joven.

—Os lo agradezco; yo también os admiro, por vuestro valor y vuestras… habilidades.

—Pero aún no sabéis si podéis fiaros de mí, ¿no es cierto? Os entiendo, pero ya hace tiempo que he visto ese pequeño cilindro que custodiáis como si contuviera las reliquias del Salvador. Que no tiene tapón, que no contiene líquidos, sino algo que repiquetea como un bastón pero no es un arma. Os lo ruego, si os parece no me habléis de ello, pero no os burléis de mí. Si mi misión hubiera sido la de hacerme con él, perdonadme pero ya lo habría hecho. Y con esto para mí el asunto queda cerrado.

Mirandola valoró atentamente las palabras de su compañero de viaje, que mientras tanto ya se había puesto otra vez a mordisquear con gusto las costillas del jabalí, cubiertas de abundante grasa.

—En el Talmud de la tradición judía, donde se reflejan los diálogos entre sabios y maestros, se dice que los justos no son los santos, sino aquellos que hacen lo justo en el momento oportuno.

Ferruccio tragó un bocado y apartó el hueso del jabalí de delante de la boca.

—Interesante —respondió—. ¿Sois judío?

—No, pero ¿eso supondría alguna diferencia para vos?

—No, al contrario. Quizás os tuviera aún más simpatía.

—¿Y vos lo sois?

—No, aunque hay días en que querría serlo.

—Me habéis dado las respuestas que quería, y ahora os daré las mías. Pero es una historia larga, Ferruccio.

—Tenemos tiempo, conde, aunque alguien está intentando recortárnoslo.

Giovanni se sirvió vino y lo saboreó lentamente. Y cuando el vigoroso líquido le llegó al estómago, sintió que se le abría el alma.

—Intentaré no aburriros. Os he dicho que todo nació con un libro que escribí, pero que no es el que llevo conmigo. Éste es la conclusión natural del primero, que publiqué hace unas semanas, y la suma de estos dos libros no da dos, sino novecientos noventa y nueve.

Ferruccio lo observó divertido. No había entendido nada de lo que Giovanni Pico le había dicho, y no hizo nada por esconderlo.

—Tenéis motivo para asombraros. Pero ahora os explicaré. El primer libro que escribí lleva a la conclusión de que no existen diferencias reales entre la religión cristiana y la judía. E indirectamente se llega a la conclusión de que lo mismo vale para los seguidores de Mahoma. La Biblia, los Evangelios (todos, por cierto, no sólo los cuatro canónicos) y el Corán están unidos por un único hilo: la existencia de un Dios único, que prefiero llamar Ser Supremo. También los principios, las normas y el mensaje en el interior de cada texto son muy similares, y las pocas diferencias están condicionadas a las diferentes épocas en que se han escrito. El reconocimiento de esta igualdad lleva a una conclusión inevitable: que todas las guerras que hemos librado en nombre de Dios, cualesquiera que sean, son un error. A partir de las Cruzadas, las denominadas «guerras santas» han servido sobre todo para teñir de rojo y cubrir de sangre cristiana, hebrea y árabe la Tierra Santa sin que por ello se vuelva más fértil. Y lo mismo se puede decir de las persecuciones que se han perpetrado en todos los bandos. De todo eso quería tratar en una gran asamblea en la que cristianos, judíos y mahometanos habrían podido encontrar la clave de su identidad común. Bueno, ahora podréis entender perfectamente que todo eso no ha gustado especialmente a la Iglesia a la que, a pesar de todo, aún pertenezco, y que querría ver reformada y unida. Pero el segundo libro, el que llevo conmigo, es aún más precioso que el primero… Veo que quizás os he turbado.

Ferruccio se había quedado muy serio. Se pasó varias veces la hoja del puñal por la palma de la mano, sintiendo el frío del lomo y la aspereza del filo; luego cogió el mango con fuerza con ambas manos.

—Es curioso eso que habéis dicho. Curioso para mí, porque un antepasado mío pagó duramente por muchas de las cosas de las que habéis hablado. Proseguid, conde, perdonadme.

—¿Un antepasado vuestro? ¿Quién sois, Ferruccio? Ahora soy yo quien tiene curiosidad. Es un defecto común a los dos, por lo que veo.

Ferruccio se puso en pie y se acercó a la ventana, suspirando.

—Creo que os lo debo, conde —dijo, dándole la espalda—, por vuestra confianza. Pero os ruego que luego lo olvidéis y que no volváis a hablar de ello. Mi apellido no es noble como el vuestro, pero para mí es gran motivo de orgullo. Me llamo De Mola, Ferruccio de Mola. —Se volvió hacia él—. Quizás este nombre no os diga nada, pero si lo pronunciáis a la francesa sabréis algo más de mí.

Giovanni Pico lo miró asombrado. Pronunciarlo a la francesa: ¿qué quería decir? Luego comprendió, o creyó comprender. Si era lo que había intuido, su nombre era uno de los más famosos de la cristiandad, un nombre que había conocido el poder más grande y el cautiverio más abyecto, y que aún olía a chamusquina.

—Entonces vos sois descendiente del caballero…

—Sí, conde, de Jacques de Molay, en línea directa.

Giovanni miró por primera vez a Ferruccio, o mejor dicho al noble caballero De Mola, con una admiración que iba mucho más allá de sus habilidades con las armas. Jacques de Molay había sido el último Gran Maestre de los Caballeros del Templo de Jerusalén. Conocía bien sus heroicas empresas militares a pesar de que en los últimos dos siglos se había tendido un velo culpable de silencio y de olvido sobre su historia y, en particular, sobre su fin. Pero conocía aún mejor su filosofía religiosa y su vida ejemplar.

—Jacques de Molay —susurró—, el que fue mandado a la hoguera por Felipe el Hermoso ante la iglesia de Nuestra Señora de París. Una infamia que aún sigue ardiendo.

—¿Entonces no creéis en las acusaciones de culpabilidad?

—¿Culpable? Sí, como Catón, el defensor de la República Romana, según la historia escrita por los vencedores. O como Mario, que defendió los derechos de la gente común contra la tiranía de Sila. Si me llamara De Mola, estaría quizás aún más orgulloso de mi nombre de lo que estoy. Y os digo una cosa más, Ferruccio. Lo que os he dicho sobre mis Tesis ya era sabido por los compañeros de vuestro antepasado cuando, de noche, bajo los muros de Jerusalén, se encontraban en secreto con los maestros del pensamiento judío y mahometano. Durante el día, el deber les imponía combatir una guerra querida por otros, y matarse entre ellos, pero por la noche se reunían a discutir lo insignificante de sus divergencias religiosas y lo próximos que estaban al Ser Único que se elevaba sobre todos ellos. Quizá no disponían de los conocimientos que tengo yo actualmente, pero su intelecto era brillante como la más pura de las esmeraldas, y estaban muy cerca de la verdad por la que combato hoy yo y por la que me buscan. Porque, una vez más, quieren impedir que se divulgue.

—¿Cómo podéis saber esas cosas? —De Mola lo miraba como si fuera un fantasma—. Sólo las conocen unos pocos, como yo. Yo estoy entre los descendientes de los que fueron perseguidos y asesinados, caballeros que no abjuraron de su credo. Y seguiré manteniéndome fiel a mi empeño. El Templo nunca morirá.

—Aún no lo sabéis todo de mí, Ferruccio. Digamos que una naturaleza curiosa, una capacidad de estudio y de memoria que muchos reconocen como prodigiosa y, por gran suerte para mí, dinero y medios en abundancia, me han permitido documentarme a fondo. Nunca he creído en las calumnias que llevaron a la disolución de la Orden. Fue únicamente el miedo a su poder y sus conocimientos, y la auri sacra fames, la execrable codicia por el dinero de sus adversarios, lo que decretó el fin de los custodios del Templo.

—Ahora entiendo mejor por qué os buscan, conde. —De Mola esbozó una ligera sonrisa—. No querría que acabarais como mi antepasado.

Giovanni lo miró a los ojos.

—¿No es todo?

—¿No basta? —respondió De Mola, mesándose la barba.

—Basta, pero no es todo. Os he hablado del primer libro, el que contiene las Tesis que ya imaginaron y discutieron los Caballeros del Templo y los maestros de otras religiones. Pero lo que llevo conmigo es su continuación. El Papa me persigue por aquél, pero si conociera el contenido de éste ya habría lanzado contra mí a todos los demonios de su infierno.

—No me dan miedo los demonios; ya he matado a muchos. Si queréis, estoy dispuesto a escucharos, hasta el final.