Roma, jueves, 28 de junio de 1487

Una ola de calor sofocante había marcado el inicio del verano y hacía muchos días que no llovía. Tras las lluvias de días anteriores, el fango había dado paso al polvo, que secaba la garganta. Nobles y damas usaban pañuelos impregnados en bálsamos y perfumes en los que escondían el rostro cada vez que una escuadra de caballeros atravesaba corriendo las calles de Roma. La frecuencia de sus idas y venidas aumentaba cada día.

—Otra bruja, que sea maldita. —Era el comentario que suscitaban con mayor frecuencia.

Fuera porque lo habían visto con sus propios ojos o por lo que habían oído, comerciantes y viajeros, en mercados y posadas, contaban que también en el resto de Italia, en España y en Alemania en particular, se estaba librando una meticulosa caza a las hijas del demonio. Todo el mundo tenía alguna historia que contar, y a medida que pasaban de boca en boca, los relatos de las reas confesas, sus atroces castigos y los actos de brujería cometidos cada día se volvían más terribles y extraordinarios. Ya parecía evidente que existía un único plan diabólico urdido por mujeres a lo largo de los años durante siglos y que, al ser cada vez más y con aquella lujuria innata y la facilidad con la que se entregaban a Satanás, habían adquirido unos oscuros poderes cada vez mayores.

Si no fuera porque afortunadamente la Iglesia se había dado cuenta, la era del Anticristo habría llegado enseguida. La peste del siglo anterior era una señal inequívoca. Cada familia había tenido al menos un muerto en casa. ¿O es que la gente no se había enterado de que la muerte negra ya había vuelto a aparecer en Polonia?

Alguna mente pérfida —aunque realmente eran pocas— afirmaba que a menudo las acusadas eran denunciadas por envidias o por alguna rencilla familiar, y que el comercio con el demonio no tenía nada que ver. Efectivamente, según la norma del ya famoso Martillo de las Brujas, el Malleus Maleficarum, una denuncia anónima era más que suficiente para que la sospechosa acabara encadenada sin más. Lo que era innegable es que, en todas las iglesias, la cajita de las denuncias se llenaba más rápidamente que la de las ofrendas. Y también era cierto que las mujeres que eran llevadas ante un tribunal tenían muy poca elección, entre declararse enseguida culpables y morir serenamente o negar las acusaciones y ser sometidas a las torturas más dolorosas. Un gran número de herreros y artesanos se habían puesto a disposición de los inquisidores, proponiendo nuevos y eficaces instrumentos idóneos para extirpar hasta las confesiones más esquivas. A veces las propias sospechosas, para evitar mayores sufrimientos, solicitaban ser sometidas a la prueba del agua. Se las tiraba a algún lago helado atadas a una piedra y, si se hundían, eran inocentes. Si en cambio flotaban, quería decir que el demonio les había obturado todos los orificios.

Aquellas noticias habían llegado a oídos del conde Della Mirandola a través del caballero De Mola. Giovanni no había vuelto a salir de casa tras la trágica muerte de Margherita, pero en Roma hacía semanas que no se hablaba de otra cosa. Leonora no lo dejaba un momento, se preocupaba de que comiera e intentaba hacerle lo más agradables posibles las horas del día. A menudo intercambiaba con Ferruccio miradas cómplices y su común afecto por el conde les acercaba aún más cada día. A veces, al pasar, se rozaban levemente, o se tocaban. En vez de disculparse, se sonreían. Algo estaba creciendo en su interior, y no era una simple amistad. Pero se trataba del sentimiento que le había sido negado a su amigo, y por ello intentaban esconderlo con pudor, incluso ante ellos mismos.

A Giovanni, que aparentemente era ajeno a todo lo que pasaba a su alrededor, no se le había pasado por alto el vínculo que los unía. En aquellas semanas en que el recuerdo de Margherita era una piedra negra que le oprimía el corazón y las vísceras, había sido su única fuente de consuelo. En los últimos días había retomado la defensa de sus Tesis y las había completado. Girolamo Benivieni, que había sido relegado a una de las habitaciones más alejadas a causa de su hipocondría, insistía en que las hiciera públicas. Giovanni se había acabado distanciando un poco de él, y no por las acusaciones de sodomía, que lo dejaban indiferente, sino por su continua pretensión, afirmada con odas y sonetos repetitivos y aburridos, de que la amistad pudiera de algún modo aliviar su dolor y reemplazar el recuerdo de Margherita. Benivieni se ofendía cuando veía que le trataba con una indiferencia mal disimulada, pero luego, unos días después, volvía a la carga, más petulante aún que antes.

Aquella noche Ferruccio le hizo compañía a Giovanni y juntos bebieron un vino licoroso acompañado de tocino y nueces.

—He encontrado el modo de que Girolamo llegue a Florencia. Te confieso que su presencia aquí se me está haciendo insoportable.

—Me alegro por él; a pesar de todo, aún le tengo un gran afecto —admitió el conde.

—Si no lo supiera, ya le habría cortado la garganta.

Giovanni sonrió.

—¿Y cómo piensas enviarlo?

—Dentro de unos días zarpará un barco hacia Livorno con una carga de toneles de vino y tinajas de aceite. Ya lo he arreglado con el capitán, por diez florines de oro. Esconderá a Girolamo al zarpar, y cuando nos escriba desde Florencia que está sano y salvo, el capitán recibirá otros veinte florines. Un buen acuerdo.

—¿Girolamo está al corriente?

—Contaba con que se lo dirías tú.

El conde volvió a sonreír.

—Tú resultarás mucho más convincente que yo. Y con esto considero zanjada mi deuda con él.

—Realmente te tiene cariño y te admira por encima de ninguna otra cosa. Aunque entiendo que es de difícil digestión, como un mendrugo de pan frito en manteca.

—Está bien, Ferruccio, me has levantado el ánimo y te lo agradezco. No obstante, en una cosa Benivieni tiene razón: tengo que defender mis Tesis, o de lo contrario realmente todo estará perdido.

—Me aseguraré de que tu Apología llegue al Papa por vías secundarias. No es difícil, y lo haremos de forma que parezca que llega de Florencia.

Giovanni se sirvió más vino y llenó también la copa de Ferruccio.

—Querría pedirte otra cosa.

—Lo que tú quieras, Giovanni, quizá mi amistad no resulte tan evidente como la de…

El conde lo interrumpió cogiéndole del brazo.

—No digas nada, sería superfluo. Y escucha lo que tengo que decirte. Es la súplica de un amigo. Prométeme solamente que estaré a tu lado cuando Leonora y tú os juréis fidelidad.

—Giovanni…

—No sabes qué alegría ha sido para mí ver crecer cada día vuestro amor.

—¿Tan evidente es?

—Creo que hasta Girolamo se ha dado cuenta.

—Yo aún no… no le he dicho nada.

—Lo harás, y la harás muy feliz.

—¿Tú crees?

—Estoy seguro, y ambos os lo merecéis.

Ferruccio suspiró.

—Casi me siento culpable.

—Se te pasará; el amor de una mujer es la mejor medicina para el alma, y no sólo para el alma.

Giovanni se dirigió hacia la ventana. Abrió las contraventanas y miró las estrellas, que el cielo ofrecía con generosidad. Cogió una gran bocanada de aire y le pareció sentir los aromas de un verano precoz, todos mezclados, recogidos por el viento y traídos desde los campos de los alrededores de Roma.

—La tierra ha sido fecundada, y a pesar de la sangre que está vertiéndose, está lista para dar sus mejores frutos. Yo que he madurado los míos, corro el riesgo de dejar que se me pudran. Tengo que encontrar el momento de difundir al menos las semillas de la sabiduría. Yo aquí me estoy marchitando, Ferruccio.

—Te entiendo. Tienes razón, el clima ha cambiado y creo que en parte depende de la influencia cada vez mayor que tiene el Borgia sobre el Papa. Me han contado que el domingo pasado incluso celebraron la misa juntos. Y estoy convencido de que la ferocidad de la Inquisición está guiada precisamente por el español. Por otra parte, parece ser que en España Torquemada está haciendo estragos, con la bendición de sus majestades Fernando e Isabel.

—Tengo que irme, Ferruccio. Es más, tenías tú razón: no tenía que haber venido.

—Tenías un objetivo, era tu vida. Te lo aconsejaba por protegerte, por los peligros que podías correr, pero en tu lugar yo habría hecho lo mismo.

—No he traído más que destrucción y muerte. Incluso he matado.

—Te has defendido. Giuliano merecía mucho más que la muerte. En cualquier caso, en cuanto pongamos a Girolamo a salvo, nos iremos todos a Florencia. Y me casaré con Leonora, si me acepta.

—Yo no iré a Florencia.

—¿Quieres volver a Mirandola?

—No, tengo otra idea sobre cómo difundir la semilla. Hay una tierra donde aún puede crecer. En París. Roma no es la única ciudad del mundo.

Más tarde Giovanni se levantó con la camisa sudada y se sentó en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos. Una vez más había soñado con el rostro sereno de Margherita, y su boca, de la que habían salido las palabras más dulces que hubiera oído nunca, pero que no conseguía recordar. Lo que sí le resonaba en la cabeza eran las maldiciones que Giuliano de Medici le gritaba mientras su cuerpo se debatía entre las llamas. Los habían enterrado juntos, en el cementerio del convento. Ahora ya había perdido completamente el sueño y aún quedaba mucha noche por delante. Se fue hasta la ventana y abrió los postigos. Giovanni fijó la mirada en la luna, que estaba en su segundo cuarto. La mitad oscura le hizo pensar en todo lo que había perdido; la mitad iluminada en lo que la vida aún podía ofrecerle.

Aquella misma luna, a través de los cristales, impregnaba de brillos azules el dormitorio. Todas las velas del Palazzo Borgia habían sido apagadas poco antes. Bajo las ventanas, el Tíber discurría lento. Sólo rompían su silencio los susurros de los barqueros, que aprovechaban la noche para transportar sus mercancías de contrabando. Giulia Farnese acabó de orinar, volvió lentamente a la cama y vio los ojos abiertos del cardenal.

—¿Os he despertado yo? ¿Qué tenéis, mi señor? ¿Pensamientos que os turban?

La barriga desnuda y peluda del cardenal se elevó en una profunda respiración. Tenía los ojos fijos en las escenas de amor pintadas en el techo, pero sin verlas. Se giró hacia su amante, envuelta en un camisón blanco de lino, decorado con arabescos, que transparentaba y dejaba ver su desnudez.

—No, todo va bien; los procesos avanzan a la par que las condenas, Franceschetto aún se está lamiendo las heridas y al ser nombrado vicecanciller soy inmune a cualquier ataque.

—¿Y cuándo seréis canciller?

—Florecilla mía, canciller sólo lo es el Papa.

—Entonces es eso lo que os falta, hasta el punto que os hace insensible a mi amor.

—¡Ah, Giulia, Giulia! Tú no puedes comprenderlo, aún eres una niña.

Rodrigo se levantó, se echó sobre el camisón una ligera bata de damasco rojo y se puso a caminar por la habitación.

—Yo siento cómo avanza sobre mí el paso de los años y, ¿quieres creértelo?, tengo la misma edad que Inocencio. ¿Lo entiendes? No puedo esperar tanto. Un día se declara enfermo, próximo a la muerte, y al siguiente está retozando como si tuviera treinta años menos. Y temo que, antes o después, cuando el bicho del morbo francés le haya penetrado definitivamente en el cerebro, y no sólo en las tripas, pueda revelar el secreto a otros.

—¿Qué secreto, señor?

Giulia estaba cansada y, tendida boca arriba como estaba, se estiró, agarrándose con los brazos a las columnas de la cama y arqueando la espalda. Al verla en la posición de la cruz, Gonzalo sintió cómo aumentaba el deseo en su interior.

—Un secreto enorme que no puede ser revelado, Giulia. Ni siquiera a ti. Un secreto que un filósofo fanático, el conde Della Mirandola, ha estado cerca de descubrir. Pero dentro de poco ya no tendrá importancia, cuando su cuerpo yazga enterrado en las catacumbas de San Pedro.

—Pero ¿el conde Della Mirandola no es ese joven alto, de cabellos largos y dorados? ¿El que ha sido condenado por sus Tesis?

—Sabes muchas cosas. Y veo que conoces al conde. ¿Qué hay? ¿Es que te gusta, quizá?

—Yo soy vuestra, mi señor, en cuerpo y alma. Y cuando mi cuerpo peca con vos, hasta el alma se alegra.

—Entonces creo que ha llegado el momento de que nuestras almas gocen juntas.

Aquella noche el cuerpo de Giulia gozó, y ella viajó con el pensamiento hasta aquel joven que había visto meses atrás en una fiesta en el Palazzo della Rovere y que le había impresionado precisamente por su melena rubia y su expresión amable y severa al mismo tiempo. Le supo mal pensar que en poco tiempo no sería más que alimento para los gusanos.