Florencia, sábado, 7 de abril de 1492 y meses sucesivos
Hacía semanas que corrían por Florencia misteriosos rumores sobre la salud de Lorenzo el Magnífico. Ferruccio investigó en la corte y supo que se había producido un empeoramiento repentino precisamente en los días posteriores a la visita de su yerno, Franceschetto Cybo. Por los criados que pasaban a diario por la habitación de su señor, se enteró de algunos detalles que le hicieron sospechar. Lorenzo sangraba por el ano y tenían que cambiarle continuamente sábanas y colchas. Pidió que le dejaran una para examinarla: una mancha de sangre oscura le habría confirmado la presencia de algún veneno. Eran pocos los que sabían que Lorenzo tenía un secreto: carecía completamente de olfato. Así que durante una comida reservada, donde los catadores no estaban presentes, no habría sido difícil para algún familiar cercano suministrarle el veneno nauseabundo de algún hongo. Ferruccio consideraba que nadie habría tenido una ocasión más fácil que su hija Magdalena y su esposo, Franceschetto. Pero con gran asombro descubrió que las sábanas estaban manchadas de un rojo vivo, y no oscuro. Hizo que le dieran un trozo, pagándolo a peso de oro, de las que estaban a punto de echar en agua caliente con paladas enteras de cenizas en una gran tina.
Las sábanas estaban tan impregnadas de sangre que requerirían varios lavados.
Era sábado, y sabía con seguridad que Paolo Regio, el médico, estaría en casa. Antes de que llegara de España su nombre era Moisés Coen. Esperaron juntos a que anocheciera, y a la luz de una vela recitaron juntos el havdalah, la oración de la separación entre lo sacro y lo profano, ante un vaso de vino y respirando los aromas de unas especias perfumadas. Finalizadas las oraciones rituales, con el vino, las especias y la vela, el médico examinó la sábana.
—La sangre está sana —le dijo—, pero el hombre al que pertenece morirá pronto. Mira el brillo de las manchas. Son minúsculos fragmentos de piedras preciosas, quizá rubíes, para esconderlas mejor de miradas inoportunas.
—¿Y qué hacen esos fragmentos?
—Repartidos por la carne pasan desapercibidos durante la masticación. Pero cuando llegan al estómago provocan terribles úlceras y lo mismo hacen en el intestino. Las paredes de estos órganos se perforan y sangran. No hay modo de curar estas heridas internas.
Al día siguiente, los lentos redobles de las campanas que tocaban a muerto resonaron por toda Florencia. El gran Lorenzo, el mecenas o el dictador, había muerto. Pocos días después Ferruccio se enteró de que Moisés había acertado su diagnóstico, pero parecía que no había habido ningún complot. El nuevo médico enviado por los Sforza de Milán, Lazzaro de Pavía, al emitir el certificado de defunción, indicó que de nada habían valido las curas de perlas y piedras preciosas que había hecho ingerir al Señor de Florencia. ¿Podía ser un modo para anunciar públicamente un delito que así figuraba como si nunca se hubiera cometido? ¿Había sido un error de buena fe o una maniobra concertada desde hacía tiempo?
Con la muerte de Lorenzo de Medici se abrían las puertas de Italia: su fuerza, su influencia y las alianzas que había tejido con paciencia muy pronto se desvanecerían. Era justo lo que esperaba el rey de Francia, aliado de los Sforza. Una primera respuesta a sus dudas le llegó pocos días después. Pier Leone de Spoleto, el viejo médico de Lorenzo que había quedado apartado con la llegada de Lazzaro de Pavía, se suicidó, tirándose desde lo alto de la torre del Palazzo della Signoria. ¿O lo tiraron? Ferruccio manifestó sus dudas a Leonora, su primera amiga y confidente y ambos intentaron hablar de ello con Giovanni.
—Quien peca contra su Creador acaba en las manos del Médico —respondió misteriosamente Giovanni Pico, citando el Eclesiastés, y después volvió a encerrarse en su mutismo.
El mes de julio siguiente, De Mola recibió directamente desde Roma otra respuesta que confirmaba sus sospechas. Una vez más las campanas tocaron a muerto. Esta vez el ala de la negra señora había planeado sobre el papa Inocencio VIII, pero no había sido la casualidad la que había guiado su vuelo. El pueblo no conocía las circunstancias de su muerte, pero los que consiguieron ver el cadáver del Papa dijeron que tenía los labios negros, la piel destrozada y las uñas hechas pedazos, a pesar del meticuloso trabajo de los embalsamadores. Y quienes pudieron ver también la expresión de satisfacción de Rodrigo Borgia tuvieron la certeza de que por fin se había salido con la suya.
Antes de que se extendiera la noticia, Ferruccio se enteró también por el cardenal Giovanni, hijo menor de Lorenzo, de otra noticia que no hizo más que confirmarle la hipótesis que se había trazado sobre un complot general dirigido a cambiar el equilibrio de poder en Italia. Efectivamente, un mes después de la muerte de Inocencio, en un cónclave semiclandestino, un reducido grupo de veintitrés cardenales, encabezados por el propio Ascanio Sforza de Milán, eligió papa al cardenal español Rodrigo Borgia, que adoptó el nombre que tenía elegido desde tiempo atrás, Alejandro VI.
Se mantuvo en secreto, en cambio, que antes de que se quemaran los rastrojos quemados y la fumata blanca asomara por la chimenea, Rodrigo solicitó —y se le concedió— someterse al antiguo rito por el que debía excluirse cualquier posibilidad de que el Papa fuera mujer. Sentado en la silla gestatoria de mármol rojo, la que tiene un orificio por debajo, recibió el tacto propiciatorio, mientras la voz ronca del cardenal camarlengo proclamaba «Testes Habet» a los cardenales presentes, que dieron las gracias a Dios Padre. Mientras le sopesaban los genitales, Alejandro VI pensó en la enorme diferencia que había entre la mano huesuda de Sansoni y la mano suave y delicada de Giulia Farnese. Tres años antes la había casado con el hijo de una prima suya, Orsino Orsini, conde de Nola, eso sí, imponiéndole que no tuviera relaciones con él, so pena de excomunión para ambos, que se haría efectiva en cuanto fuera elegido papa.
En cuanto al Santo Sello, la misma noche de su elección lo abrió, sin leerlo, y lo lacró en varios puntos con su sello, compuesto del de los Borgia y el de la Iglesia, que ya tenía preparado desde mucho antes que enfermara Inocencio. Con los procesos y las quemas de mujeres pecadoras y endemoniadas, que ya se propagaban por todos los rincones de Europa como las llamas impulsadas por el viento, la idea de la Madre había sido derrotada definitivamente. Gracias a las nuevas alianzas, ahora sí podía empezar una nueva era, en la que un Dios condescendiente y benévolo le permitiría entreabrir las puertas del Paraíso, de las que él, Rodrigo de Borja y Doms, tenía la llave eterna.
Al llegarle la noticia de la muerte de su padre el Papa, Cristóbal Colón escribió a la reina Isabel, que había acabado por adorar al hidalgo italiano. Por primera vez firmó con la sigla XMY, que en su lenguaje personal y arcano indicaba las tres religiones: la X por Cristo, la M por Mahoma y la Y por Jehová, un modo de recordar el secreto de ambos. En la carta, en la que le informaba de la próxima partida de sus naves, le recordaba de nuevo que «el Espíritu opera en cristianos, judíos, moros y en cualquier otra secta».
El 3 de agosto partió del puerto de Palos y regresó el 15 de marzo del año siguiente. Ebrio de alegría, llevó consigo pruebas de las nuevas tierras, de cuya existencia había sabido a través de antiguas cartas náuticas vikingas, irlandesas y normandas y del estudio de recientes crónicas de los hermanos venecianos Zeno, que había usado para construir sus mapas el cartógrafo florentino Toscanelli. Sobre estos últimos Cristóbal impuso a su hermanastro Bartolomeo, también él brillante cartógrafo, una serie de variantes que se revelaron esenciales para el éxito de la expedición. Reveló también a su reina, con gran secreto, que estaba seguro de que otros antes que él habían cruzado el océano. Y le prometió que en la siguiente expedición iría en pos de la prueba de que, cien años antes, el príncipe de las Orcadas, Henry Sinclair, había estado en el nuevo continente. Sería su secreto, porque resultaba que Sinclair era uno de los pocos supervivientes a la destrucción del Templo de Jerusalén por parte del rey Felipe y el papa Clemente, y tanto Francia como el papado aún vigilaban que bajo las cenizas de los templarios no se reavivara ninguna brasa. Y no era todo: el diario de los Zeno relataba que el caballero Sinclair había recibido inspiración y guía en su viaje de una misteriosa Señora, a la que todos los caballeros de la Orden profesaban gran devoción.
En cuanto se extendió la noticia de que un navegante genovés había encontrado una ruta marítima a las Indias tras un peligroso viaje de algo más de tres mil millas, un valiente artista y científico originario del pueblo de Vinci, pero residente desde años atrás en la corte de los Sforza, hizo algunos cálculos. También era un experto cartógrafo, y se dio cuenta de que alguien había mentido. O que las millas recorridas eran al menos diez mil, o que las tierras alcanzadas no eran las Indias, sino un continente del que los más restringidos círculos alquímicos ya suponían la existencia.
Ni las tormentas que estaban asolando poblaciones y sembrando el caos entre soberanos y vasallos de toda Europa, ni los descubrimientos, ni los inventos, ni las nuevas fronteras geográficas de la sabiduría, ni siquiera el pensamiento que surgía de las cadenas y se proponía por primera vez como espíritu-guía y ángel vengador en temas hasta entonces inaccesibles, como la religión, la justicia y la libertad, nada de todo aquello parecía interesar ya a Giovanni Pico, conde Della Mirandola. Para él era como si el reloj de la vida se hubiera detenido definitivamente.
Hasta el punto que Alejandro VI, en sus delirios de grandeza, quiso perdonarlo. Emitió así un Breve especial, dedicado precisamente a las Novecientas Tesis Della Mirandola. Lo redactó personalmente en un día en que se sentía dueño del mundo y en que quizá se acercaba a serlo. Establecía el Breve, verdadera obra maestra de la retórica —como se complacía en comentar en la corte el propio Borgia— que, pese a ser heréticas las Tesis de Pico, no debía considerarse herética la mano que las había escrito. En aquellos días el papa Borgia nombró a su hijo César cardenal y gran confaloniero de la Iglesia. Sólo le fue mal con Savonarola, que al recibir la oferta de la púrpura cardenalicia le respondió que su único deseo era el birrete rojo del martirio. El Papa, ofendido ante tal arrogancia, juró sobre sus hijos que le daría aquella satisfacción en breve.