Livorno, sábado, 11 de agosto de 1487
Entre el chapoteo de los barquitos y las barcas de pesca, la Santa Marta amarró bajo la gran torre coronada por el marzocco, el león de Florencia, símbolo del poder de los Medici sobre el pequeño pero activo puerto. Mientras Ferruccio pagaba lo convenido al capitán, Leonora y Giovanni desembarcaron y se encontraron rodeados de una multitud heterogénea y vociferante. Árabes de rostros y brazos oscuros como el ébano, judíos con túnicas negras y largos tirabuzones, soldados sin uniforme con pendientes de oro, pescadores, mujeres de mala vida, mercaderes de telas, de especias y de joyas, y contables de improvisados bancos donde se desarrollaban animadas discusiones sobre las operaciones de cambio de divisas. Giovanni se quedó observando un momento los rápidos intercambios entre florines y barili de Florencia, las monedas más usadas, por doppie de Génova, ducados venecianos, carlinos napolitanos, pero también pistolas francesas y preciosos taríes de oro árabes. Eran transacciones rápidas, calculadas de cabeza, basadas en una imprescindible confianza mutua.
Ferruccio se le acercó y echó una mirada alrededor.
—Los Medici pueden estar satisfechos; el puerto no sólo está creciendo cada día más, sino que está eclipsando al de Pisa.
—Será un tema de conversación excelente para cuando vuelvas a presentarte en la corte de Lorenzo a que te dé su bendición para la boda.
—¿La bendición de los Medici? —Leonora lo miró frunciendo el ceño—. ¡Yo no quiero presentarme en la corte!
—Me temo que será un pequeño precio que deberás pagar —dijo el conde con dulzura—. Llegarás del brazo de Ferruccio, harás una leve reverencia y un momento más tarde Lorenzo caerá fascinado a tus pies.
—En eso no había pensado —dijo Ferruccio—. No querría verme obligado a batirme con él.
—Los hombres no tenéis cerebro; rezaré a la Madre para que os dé un poco.
Seguidos por el carro de su equipaje se dirigieron hacia la fortaleza, que protegía la vieja torre del homenaje circular, que a su vez se alzaba por encima. Allí se encontraba la posta y allí se separarían. En la lonja, Ferruccio escogió a dos escuderos que acompañarían a Giovanni en su largo viaje. Dos hermanos boloñeses, jóvenes y de mirada honesta.
—¿Sigues decidido?
—Sí, Ferruccio; sabes bien que es mi última oportunidad. Ya conozco el ambiente de la Universidad de París. Los estudiantes no serán sabios como Del Medigo o Abdullah, pero son centenares y de mente abierta. Entre ellos alguno encontraré que me crea y me escuche. Por lo que más quiero en el mundo que nos volveremos a ver. Regresaré a tiempo para vuestra boda.
—¡Giovanni!
Leonora lo abrazó como a un hermano, llorando sin ningún pudor.
—Por favor, Leonora —Ferruccio le apoyó delicadamente una mano en el hombro—, a Giovanni no le conviene llamar mucho la atención.
Leonora enseguida se apartó y le dio un par de besos en las mejillas a Giovanni, mojándole la barba con sus lágrimas, que le quedaron pegadas como pequeñas perlas.
Ferruccio abrió un baúl y sacó una vaina de la que extrajo una fina espada, de una calidad nunca vista. Tenía el puño de plata y la guardia en cruz, protegida por una ligera malla. La cogió con las dos manos y se la entregó a Giovanni.
—Quédatela, te lo ruego; la he mandado forjar expresamente para ti; es muy ligera y cuenta con una protección especial para las manos.
Giovanni cogió la espada y admiró su factura. La hoja era de un grosor mínimo pero parecía muy robusta y estaba dotada de un filo cortante. Pesaba poco más que un puñal grande y tenía la empuñadura hecha de finísimas tiras de cuero negro. La sopesó con la mano derecha y, a pesar de su escasa familiaridad con las armas, pudo apreciar su suavidad y su resistencia.
—Es preciosa —dijo sinceramente—, aunque no estoy seguro de si seré capaz de usarla.
—Cuando llegue el momento, si es que llega, alguien guiará tu mano.
Giovanni y Ferruccio se dieron un largo abrazo. Luego, sin más palabras, se separaron, evitando mirarse. Ferruccio y Leonora se dirigieron hacia la posta a Florencia, mientras Giovanni se preparaba para iniciar su viaje con sus dos nuevos escuderos.
Ya anochecía cuando una compañía de soldados obtuvo permiso para entrar con armas al interior de las murallas del puerto de Livorno. A pesar de que las cabalgaduras estaban cubiertas de sudor y de que en los rostros de los hombres fuera evidente el agotamiento, la arrogancia de su capitán no pasó desapercibida. La gente se apartaba a su paso, pero en sus miradas se hacía patente una gran hostilidad. Al llegar junto a la torre conocida como del Marzocco, Franceschetto se quitó la celada, desmontó junto a dos de sus hombres y se dirigió hacia los muelles, abarrotados de embarcaciones de todo tipo. Hasta los pescadores que se disponían a zarpar percibían el hedor que desprendían. Estaban a punto de separarse para buscar la Santa Marta cuando se dieron cuenta de que estaba allí mismo, frente a ellos, con la pasarela bajada. No había más que un marinero de guardia, aparentemente de origen oriental. Iba a pecho descubierto, tenía la cabeza brillante y un bocio prominente. Franceschetto se dispuso a subir a la nave seguido de sus hombres, pero el marinero se le colocó delante, con las piernas abiertas y una barra de hierro en la mano.
—Déjanos pasar —le conminó Franceschetto—. Sólo queremos hablar con el capitán.
—No está a bordo —dijo, con un acento gutural.
—Por Dios —espetó—, no tenemos tiempo que perder. ¿Dónde está el capitán?
—En alguna taberna, emborrachándose, supongo. ¿Y vosotros quiénes sois?
—No te creo, déjanos pasar.
Franceschetto desenvainó y lo mismo hicieron los otros dos. El hombre se precipitó hacia popa y desapareció en el castillo.
—Buscad por todas partes —ordenó, subiendo a bordo—. El conde lleva barba negra. Cuidado con el hombre de la perilla, puede ser peligroso; y apresad a la mujer, nos servirá de rehén.
Un momento después, de popa, de proa y del puente surgieron unos treinta hombres, armados de puñales, mazas de hierro y hachas. El único que llevaba una casaca dio un paso adelante, mientras Franceschetto y los suyos, de espaldas, plantaban cara a los demás.
—¡Atrás! Soy Francesco Cybo, el hijo de Su Santidad el Papa —gritó Franceschetto, pero su voz había perdido el tono bajo de la arrogancia para adoptar el tono chillón del miedo.
—¡Sí, claro, y yo soy el Espíritu Santo! —se mofó el marinero—. En ausencia del capitán soy yo quien manda —añadió, dirigiéndose más a los marineros que a él—, y en esta nave tengo, como él, el poder de conceder la vida y la muerte.
Franceschetto no replicó, y las piernas empezaron a temblarle.
—Veo que el señor viene bien vestido —añadió el otro—, aunque apesta más que la mierda de gaviota.
Sus palabras provocaron un coro de risas: precisamente era lo que quería para demostrar su autoridad ante aquellas visitas no deseadas.
—¡Tirad las espadas! —gritó un momento después, dejando claro que no estaba para bromas. Franceschetto se aflojó el cinto y depositó lentamente la espada sobre el puente. Sus hombres enseguida le imitaron.
—¡Desnudaos! —gritó el marinero—. O apestaréis la nave.
—Podemos pagar —dijo Franceschetto, metiendo la mano en la escarcela.
—Para pagar y morir siempre hay tiempo, ¿no es cierto?
Los marineros se rieron, pero ya estaban preparados para el espectáculo. Franceschetto hizo un gesto a los suyos y empezaron a quitarse zapatos, camisa y calzones, hasta quedarse en calzoncillos.
—¡Y ahora —prosiguió el segundo de a bordo, dirigiéndose a sus hombres—, creo que estos caballeros necesitan un buen baño!
La comitiva explotó en un coro de vivas y, entre empellones y carcajadas, empezaron a acorralar a los tres hombres hacia la borda opuesta a la plataforma. Pero su alegría duró poco: en aquel momento subió a bordo el capitán.
—¿Qué sucede aquí? —le gritó a su segundo.
—Estos tres han subido a bordo sin permiso y con las armas en ristre. Además, apestan como la carroña y hemos pensado que…
—¿Quiénes son? —le interrumpió el capitán.
—¡Os juro que soy Francesco Cybo! El hijo de Inocencio VIII, el Papa de Roma.
Aquellas palabras, más invocadas que gritadas, provocaron entre la tripulación una carcajada violenta que el capitán tardó en poder aplacar.
—¿Sois realmente quien pretendéis ser? —preguntó el capitán, pensando en sus negocios en Roma—. ¿Podéis demostrarlo?
Franceschetto recuperó parte de sus pertenencias y le mostró al capitán una hoja con la orden de arresto de Giovanni Pico conde Della Mirandola y de cualquiera que le ofreciera hospitalidad y ayuda a él y a sus acompañantes. La hoja llevaba el sello de Inocencio VIII, que el capitán reconoció.
—¿Sabéis leer?
Franceschetto vio cómo cambió la expresión del capitán, y su tono se hizo aún más despreciativo. El hombre de mar analizó rápidamente su situación, la de su familia y la de su tripulación.
—Perdonad la impetuosidad de mis hombres; ellos no podían imaginárselo.
Franceschetto volvió a vestirse a toda prisa.
—¿Y bien? —dijo, apremiante—. ¿Dónde están vuestros pasajeros? Y no me mintáis: podría hacer que os colgaran a todos.
—Quizás en Roma —dijo el capitán, aguantándole la mirada—. En cualquier caso, esta orden se emitió el mismo día de mi partida y no podía estar al corriente.
—¡¿Dónde están, por Dios?! —gritó.
—Han desembarcado esta mañana y no los he vuelto a ver. Es la verdad, excelencia. Podéis registrar la nave hasta el fondo, si queréis. Soy un buen cristiano y conozco mis deberes.
La tripulación estaba callada e inquieta, como una jauría de perros tras perder el rastro del jabalí. Franceschetto podía ordenar a los suyos que registraran la nave, pero quizá perdería un tiempo precioso. Aquel hombre sabía muy bien el riesgo que corría y Cybo decidió creerle. Ya pensaría en la venganza cuando el barco volviera a Roma.
—Si habéis mentido, pagaréis con la vida —le amenazó antes de irse.
Volvió con sus hombres y les ordenó que hicieran una batida por todas las posadas y que preguntaran a cualquier oficial o soldado. Livorno no era más que un pueblecito y aquellos tres no podían haberse esfumado en la nada. Ya era de noche cuando uno de ellos volvió a la posada donde Franceschetto se había instalado a la espera de recibir noticias sobre la búsqueda. Las mesas de los alrededores estaban llenas de gente que bebía y comía alegremente. Pero las más próximas estaban vacías.
—Los han visto, excelencia.
—¿Dónde? —dijo, apurando su enésimo bocal de sidra.
—Han partido esta misma mañana —dijo un joven escudero que acompañaba a su hombre—. El hombre de la barba se dirigía a París; lo he oído personalmente. Los otros dos, el hombre de la perilla y la mujer, se han ido a Florencia.
—París… —dijo Franceschetto, con la boca pastosa—. ¿Qué va a hacer Mirandola a París?
—Excelencia —prosiguió el escudero—, mi nombre es Marzio de Pisa, y si queréis puedo acompañaros. Dos de mis compañeros escoltan al hombre que buscáis, y conozco los caminos que tomarán.
Franceschetto se puso en pie, tambaleándose y volcando el banco en el que estaba sentado.
—¡Perfecto! —vociferó—. Entonces iremos a París.
La gente se giró y se le quedó mirando.
—¿Qué es lo que miráis? —gritó—. ¡Pues sí, mirad bien! ¡Me voy a París, y cuando lo coja seré gobernador de Roma! ¿Habéis entendido, montón de patanes ignorantes?
De una mesa surgió un coro de insultos y algunos hombres se pusieron en pie, dispuestos a usar los puños. En aquel momento Franceschetto cayó sobre la mesa, arrastrándola consigo en la caída. El joven escudero y el otro lo cogieron por debajo de los brazos y se lo llevaron a rastras, mientras los demás sacudían la cabeza y volvían a hundir sus cucharas en el kuzuk, una sopa de pescado con un intenso aroma a mar.