Lugano, miércoles, 20 de octubre de 1938

Dottor De Martini, ¿cómo nos encontramos hoy?

Giacomo de Mola saludó al médico esbozando una sonrisa. Tras él se movió rápida una enfermera que se acercó a la cama y le ahuecó la almohada. Miró la hora, eran las siete y media. Llevaba dos días ingresado en el hospital municipal de Lugano por la herida en la cabeza tras el sanguinario robo en el que se había visto implicado en la sede de la Società di Banca Svizzera, tal como había escrito Il Corriere del Ticino.

—Le he traído el periódico, espero que le apetezca —prosiguió el médico—. Hay un artículo en la página cinco que creo que puede interesarle.

—Gracias… ¿doctor…?

—Riva, Leopoldo Riva —respondió el médico, que cogió el historial de los pies de la cama y se puso a hojearlo.

Aquél era el problema de los hospitales: era ya el tercer médico que iba a visitarlo en dos días. Apoyó el periódico sobre la mesita de metal —allí dentro todo era de metal— y miró a través de la puerta que daba al balcón. La última planta, las de los pacientes de pago, tenía vistas al monte Bré, con su inmenso pulmón verde, surcado únicamente por el funicular. En cuanto se encontrara mejor se dirigiría al pueblo de la cima; seguro que sería un lugar estupendo para esperar las decisiones de Omega.

—Mire el artículo, dottor De Martini, ahora, por favor.

En la cabeza, aún dolorida, se le disparó inmediatamente una sirena de alarma. Giacomo miró fijamente al médico a los ojos. ¿Quién era? ¿Un emisario de Zugel que había ido a completar el trabajo, o…? Cogió lentamente el periódico y lo abrió por la quinta página. Había un telegrama pegado con cinta aislante.

DA RECUERDOS A GABRIEL.

NOS VEMOS EN MISA CON EL CONDE

EL DOMINGO QUE VIENE. DESCANSA.

Giacomo soltó un suspiro de alivio y miró al médico con una expresión bien diferente a la de antes.

—Ahora devuélvamelo, el periódico, quiero decir. Aún no lo he leído.

—Ha sido una lectura interesante —respondió De Mola—. Espero volver a verlo junto a mi cama, doctor.

—De ahora en adelante me ocuparé yo de usted. —Los espesos bigotes grises le cubrían buena parte de la boca, pero los ojos delataban su sonrisa—. Tiene una herida lacerocontusa muy fea.

—No es ésa la que me duele, ésa se curará pronto. Es la otra.

—El mundo gira, dottor

—De Martini, sólo De Martini.

—De Martini, es cierto. Decía que el mundo gira, y usted se acordará de que, en la antigua Roma, durante las Saturnales, los esclavos se convertían en señores. Así que el cazador también puede convertirse en presa de un momento a otro. Ya estamos tras él —la voz del médico se volvió seria—, y haremos lo que haga falta para recuperar lo que le han robado.

De Mola asintió, no muy convencido, pero al hacerlo sintió cómo le tiraban los puntos y se llevó instintivamente la mano a la cabeza. Se levantó de la cama con dificultad —estaba más débil de lo que pensaba— y se acercó a la puerta balconera. No compartía la opinión del médico: hay quien nace cazador y conoce todas las trampas, no sólo las que pone él, sino también las de los demás, con los que compite por sus presas. Zugel era uno de aquéllos, y a los dos días probablemente ya habría ido a reclamar su premio. Quizá con aquella mujer, Elena. Con lo difícil que era pasar de Alemania a Suiza, realizar el recorrido inverso resultaba facilísimo. Al menos Giovanni estaba seguro.

—¿Usted está convencido? —De Mola se giró hacia el médico—. Yo querría opinar lo mismo. Pero no creo en la sabiduría romana. ¿Usted sabe quién dijo que la Tierra será de todos, y que no habrá ni muros ni fronteras, ni pobres ni ricos, ni grandes ni pequeños, ni reyes ni señores, y que todos seremos iguales?

—Un marxista, supongo —respondió, circunspecto, el médico. ¿Era posible que alguien como él fuera comunista?

—No, doctor, lo dicen los Libros Sibilinos. Una profecía, nada más, pero dos mil años más tarde nada ha cambiado. Es eso lo que más temo. No es el robo en sí lo que me preocupa; es que, a causa del robo, todo quede igual durante dos mil años más.