Lugano, lunes, 18 de octubre de 1938
Grupos de hombres vestidos con un impecable uniforme azul se movían silenciosamente por los pasillos, separados por barras metálicas. El zumbido incesante de las frías luces de neón llegaba a todos los rincones como para marcar el límite del nivel de ruido permitido. Como en una cárcel, cada empleado del sótano custodiaba una llave y para acceder a las cajas de seguridad había que pasar por su rígido control. De Mola repitió varias veces la firma requerida en los diversos documentos. Respondió sin dudarlo a tres preguntas que confirmaban una vez más su identidad, la del industrial De Martini. Pasada la última barrera, fue acompañado por un guardia armado por una escalera que descendía aún más en las profundidades de la tierra. Llegó por fin a una gran sala en la que suelo, paredes y techos estaban pintados de un rojo oscuro. Tras la enésima reja, apareció la puerta de la cámara interior, presidida por la imagen de tres llaves, símbolo de la Società di Banca Svizzera. El Vaticano tenía sólo dos. La cámara circular podría acoger a un hombre vitruviano de cuatro metros de altura, y el grosor del acero bruñido era tal que sólo verlo desalentaría a cualquiera con intención de franquearlo. A un gesto del guardia, un empleado, situado tras la reja electrificada, bajó una palanca y el zumbido metálico cesó. Un breve saludo con la cabeza y se abrió la reja, que se cerró inmediatamente después, dejando al guardia fuera.
—¿Puede mostrarme su llave, por favor?
Giacomo obedeció en silencio. La puerta estaba abierta y del interior surgía una luz cálida. El empleado encabezó la marcha empuñando la llave maestra como si fuera una vela encendida: con aquel porte seráfico parecía un ángel del Paraíso que lo estuviera conduciendo hasta Dios. La mano le temblaba cuando introdujo la llave en la caja de seguridad. ¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que había visto su contenido? En aquel momento no conseguía recordar absolutamente nada, salvo que estaba allí para retirar el libro. Para Omega, ni siquiera un país neutral como Suiza era seguro, teniendo en cuenta sus fronteras. Pero ahora el libro debía afrontar un viaje muy peligroso, como el del niño desde el vientre materno a la cuna, sólo que más largo y más arriesgado. Un mal necesario, había decidido Omega, y él se había mostrado de acuerdo. En el país de la libertad y de la democracia, los Estados Unidos de América, donde había nacido la Sociedad de Naciones, estaría más seguro.
Una vez solo, abrió la caja. La funda de piel negra envolvía el manuscrito que Giovanni Pico, conde Della Mirandola, había confiado, casi quinientos años antes, a un antepasado suyo. Desde entonces había estado bajo la custodia de los De Mola. Escondido entre miles de otros volúmenes, tras las paredes de un sótano, dentro de una caja de plomo, confiado a abades que nada sabían durante las guerras del Siglo de las Luces, y por fin guardado en las cajas fuertes de los banqueros más ilustres. Los Rotschild, los Nathan, los Mylius, los Lombard, los Pictet, en Inglaterra, en Francia, en Alemania; pero también los Ghio en Italia, e incluso los Camondo en Turquía, habían protegido las Ultimae Conclusiones sive Theses Arcanae IC, las Noventa y Nueve Tesis Secretas, escondiéndolas a los ojos del mundo, mientras las otras novecientas se difundían, suscitando un interés variable entre filósofos y teólogos.
De Mola se giró de pronto: por el rabillo del ojo vio una sombra, quizá producto de su fantasía. Se quedó inmóvil, aguzando el oído, pero el único ruido que percibió fue el tranquilizador zumbido de la reja eléctrica. Un instante más tarde, un dolor seco en la base del cráneo le sumergió en la oscuridad total. Un hombre con el pelo negro peinado con brillantina y con las manos estropeadas por una precoz psoriasis lo sostuvo por las axilas, evitando así que cayera, y lo dejó suavemente en el suelo. Dos golpes leves llamaron la atención del empleado, que se levantó rápidamente de su puesto. No estaba acostumbrado a escenas de aquel tipo, pero tragó saliva.
—Schnell! —le dijo el hombre en un murmullo—. Keine Furcht. Ich habe ihn nicht getötet.
Él ya se había dado cuenta de que no lo había matado, pero aquello no impedía que tuviera miedo. Mientras el hombre introducía el manuscrito en un maletín de piel junto a otras hojas, el empleado intentó sentar a De Mola. El otro le indicó con un gesto que lo dejara estar.
—Sind Sie bereit?
—Ja, herr Zugel, estoy listo —susurró el empleado.
Sí, lo estaba, sabía perfectamente qué debía hacer. Veinte mil marcos alemanes habían sido un excelente incentivo.
Zugel sonrió para tranquilizarlo mientras sacaba su pistola preferida, una Beretta calibre nueve con silenciador. Se la plantó en la espalda: el otro levantó las manos instintivamente y se dirigió hacia la reja. Quitó la corriente eléctrica y abrió nerviosamente la puerta. El guardia echó mano inmediatamente a la pistola.
—Quieto —dijo Zugel en perfecto italiano—, o lo mato y luego nos vemos las caras nosotros dos. Coge la pistola con dos dedos de la mano izquierda —añadió— y déjala en el suelo. Ahora.
Zugel apuntó la pistola contra la sien del empleado, levantando al mismo tiempo el percutor. El guardia, tras un momento de vacilación, hizo lo que se le había ordenado.
—Acércame la pistola de una patada y aléjate. Lentamente.
Las órdenes de Zugel eran tranquilas, precisas. El guardia entendió que se enfrentaba a un profesional. Zugel se inclinó para recoger el arma, mientras presionaba el cañón del silenciador contra el trasero del empleado. Luego, tal como habían acordado, le golpeó en la cabeza con la culata de la pistola.
—Ahora acompáñame a la salida. Un movimiento equivocado y te mato. No tengo miedo y no tengo nada que perder.
No era cierto. La bolsa que llevaba bajo el brazo contenía su riqueza, la estima y la admiración de los peces más gordos del Reich. Himmler en persona le daría un abrazo y quizás hasta lo acogería entre los Caballeros Negros. Pero ahora debía salir de allí, y ya sabía cómo lo haría. En la primera verja todo fue bien: tras abrirla, el guardia, que se había orinado encima después de verse apuntado con la pistola, ni siquiera se dio cuenta de su propia muerte. Un tiro seco en la frente. El segundo guardia intentó huir, pero lo detuvo un tiro en la pierna antes de que consiguiera activar la alarma. Sangrando, bajo la amenaza del arma, se vio obligado a volver atrás y a abrir la verja. Zugel le disparó entre los ojos desde poca distancia. En la tercera y última verja no perdió el tiempo: disparó por la nuca al guardia, que cayó al suelo como un saco, ante los ojos desorbitados del vigilante.
—Abre la puerta o te mato.
El hombre obedeció, y mientras aún tenía las manos en alto, Zugel le dio las gracias con una bala que, desde la garganta, le perforó el cráneo, para acabar incrustada en el techo junto a fragmentos de hueso y de materia gris. Luego atravesó con calma el amplio vestíbulo, salió del banco, respiró hondo y se encaminó hacia el largo lago, donde había aparcado su DKW F7. Su próximo coche sería un Mercedes; el que más le gustaba era el 500 K. Con ése sí que podría permitirse todas las mujeres que quisiera, quizás incluso alguna actriz, como aquella Magda Schneider que, con sus aires de gran dama, le suscitaba las más perversas fantasías.
De Mola abrió los ojos, pero un dolor lacerante en la nuca le obligó a cerrarlos de nuevo. Después los abrió como platos: estaba en el suelo y tenía encima la caja de seguridad. Cogió las gafas y se las puso. Miró dentro de la caja, pero el libro ya no estaba. Cerca de la reja vio al empleado tirado por el suelo, con un reguero de sangre oscura que le brotaba de la cabeza. Corrió por los pasillos, esquivando los cadáveres que yacían desordenadamente en el suelo. Contó cuatro antes de llegar al vestíbulo. Miró a su alrededor, se subió el cuello de la gabardina y salió. Se estremeció al sentir la primera ráfaga de viento y sintió el sudor helado sobre la piel. Un coche le pasó muy cerca, indiferente a la señal de stop, e instintivamente tomó nota de la matrícula. Cerca del embarcadero de donde zarpaban los barcos turísticos encontró un teléfono público. Cuando la operadora le dio línea, respiró hondo para reunir fuerzas y poder hablar.
—Omega, seis, seis, seis.
En el otro extremo, el interlocutor permaneció en silencio.
—Repite, por favor.
—Omega, seis, seis, seis.
—De acuerdo, Gabriele se pondrá en contacto contigo. Quédate donde estás.