Florencia, viernes, 15 de julio de 1938
—¡Giovanni! ¿Has leído Il Giornale d’Italia de hoy? —exclamó Giacomo de Mola.
—No, aún no he tenido tiempo.
—Es increíble, o al menos yo no pensaba que llegaran tan lejos. Escucha: «La población de la Italia actual es en su mayoría de origen ario y de civilización aria». Y aquí: «Ya es hora de que los italianos se proclamen francamente racistas. Toda la obra realizada hasta ahora por el Régimen en Italia se fundamenta en el racismo». Es innoble, aquí a la palabra «racismo» le dan una connotación positiva. Pero espera, espera, aún hay más: «Los judíos representan la única población que no se ha integrado nunca en Italia porque está constituida por elementos raciales no europeos, absolutamente diferentes a los elementos que han dado origen a los italianos». ¿Te das cuenta?
—¿Quién firma el artículo?
—No es un artículo, es una especie de manifiesto escrito por un ambiguo «Grupo de estudiosos fascistas, docentes en las universidades italianas». Pero no está firmado, lo que me hace pensar que es obra de Mussolini.
—Te confieso que, tal como están las cosas, me alegro de no ser judío.
—¡Pues yo no! —exclamó De Mola, levantando la voz—. ¡Hoy yo querría ser judío! ¡Me avergüenzo de ser italiano! ¡Debería escribir una carta al Giornale d’Italia y exigir que me la publicaran!
Giacomo de Mola no daba la imagen de un hombre temible. Era alto y delgado y sus cabellos cortos, de punta, ya empezaban a volverse grises. Sus gafas doradas, apoyadas sobre una nariz pequeña, casi femenina, mostraban una aparente fragilidad, en una época en que las porras dictaban las leyes. No obstante, aquel físico suyo, tan seco y nervudo, escondía un demonio y, en sus raros arranques de ira o cuando surgía un peligro, parecía dotado de una fuerza bíblica y de una agilidad extraordinaria, a pesar de sus cuarenta y cuatro años de edad. De joven había sido reserva en el equipo olímpico de esgrima en Estocolmo y había visto la victoria de su amigo Nedo Nadi en la competición individual de florete. No obstante, le gustaba más la espada; lo llevaba en la sangre, decía su maestro, pese a que éste consideraba el de la espada un arte bárbaro, a diferencia del florete o el sable. Paciencia, nervios de acero y un excelente espíritu de observación eran las cualidades necesarias para destacar en esta disciplina, y Giacomo seguía conservándolas y se mantenía entrenado.
—Yo de ti no lo haría. Te pondrías en boca de todos, y tú mismo sueles decir que nosotros tenemos el deber de resistir como el junco al viento. Antes o después pasará —respondió Giovanni, y le sonrió.
—Sí, lo sé —admitió—. Lo digo por decir. Sé que no serviría para nada. Pero ya verás: esto no es más que el principio. Afortunadamente esto no es Alemania, aunque no dejemos de imitarla como un mono de repetición. A propósito, ¿cómo fue el encuentro de ayer con el cónsul?
—El doctor Wolf estuvo muy amable y le gustaron mucho los libros que le llevé. Especialmente aquella edición rara de Manuzio, el Hypnerotomachia Poliphili.
—Es una edición valiosísima; ha hecho una gran compra.
—Hoy en día no es fácil encontrar a alguien dispuesto a pagar veinticinco mil liras por un libro.
—Es cierto, pero ese texto vale mucho más.
Giacomo de Mola se preparó para salir, aunque no tenía ningunas ganas de dejar atrás el agradable ambiente fresco de la librería. Los gruesos muros de piedra mantenían una temperatura casi constante en todas las estaciones, lo que garantizaba no sólo la conservación de los preciosos libros y de los manuscritos antiguos, sino también un flujo continuo de clientes que huían de las rígidas temperaturas invernales o del bochorno del verano, como en aquellos días.
Ya fuera, una ráfaga de calor húmedo le envolvió en un abrazo sofocante. El panamá de paja de color marfil apenas lo protegía de los rayos del sol y sonrió a la vista de dos milicianos con sus pantalones gris oscuro metidos en un par de botas altas y camisa y fez negros. A pesar de su paso triunfal, estaba seguro de que estarían sufriendo mucho más que él y que le envidiarían su traje de lino blanco.
Ya llegaba tarde a su reunión periódica en la Accademia dei Georgofili, trasladada unos años atrás a la Torre de’ Pulci, y aceleró el paso, aunque estaba a sólo unos cientos de metros. Tal como solía hacer a menudo últimamente, Giacomo de Mola pensó en Giovanni y en el camino que habían recorrido juntos, desde que lo había recogido del orfanato y lo había llevado a estudiar al colegio de los Jesuitas de Livorno. Una vez graduado con excelentes notas gracias a su gran inteligencia, haciendo uso de sus contactos Giacomo había conseguido matricularlo en la Sorbona de París, donde el muchacho había obtenido brillantes resultados, graduándose en letras antiguas y literatura italiana.
Sin embargo su satisfacción no era completa, porque aún no había conseguido confiar plenamente en él. A pesar de que llevaban más de diez años trabajando juntos, a veces tropezaba con una barrera impenetrable, quizá debida a su carácter reservado, o quizás a la dura vida que había vivido de huérfano. En cualquier caso, durante aquellos años había dedicado mucho tiempo a su instrucción y le había hecho partícipe de muchos secretos; pero no de todos, no de los más importantes. Para estos últimos no le parecía que estuviera preparado aún. Lo estaría, pero a su tiempo, porque estaba seguro de haber hecho una buena elección. Por otra parte no tenía hijos, pero Giovanni se convertiría en hijo suyo muy pronto, con la adopción. Él aún no lo sabía, se lo diría a su tiempo, junto al último de los secretos, el más grande. Quizás aquel mismo año, porque Giovanni ya se mostraba inquieto, como un potro consciente de que lo han criado para correr, que intuye el olor de la pista y de la competición.
Giovanni Volpe se quedó solo en la librería. Esperó a que salieran los últimos clientes y cerró cuidadosamente la caja y la puerta exterior. Se detuvo frente a un espejo a observar su rostro anónimo, cuyo único rasgo peculiar era el rojo encendido del cabello. Luego se dirigió al teléfono y le pidió a la operadora que le pasara con un número de Roma, a cobro revertido. Sí, que se diera prisa, por favor. ¿El receptor acepta? Estupendo, pásemelo, por favor.
—Herr von Mackensen?
—Ja. Herr Volpe?
—Wie geht es Ihnen?
—Sehr gut. Aber sprechen Sie bitte Italienisch.
—Vielen Dank. ¿Puedo hablar?
—Desde luego —respondió el embajador alemán con un leve acento gutural—, es una línea segura.
Los encuentros semanales en la Accademia dei Georgofili estaban reservados a un grupo de estudiosos. No obstante, ya no se debatía, como había sido objetivo tradicional de la academia desde hacía casi doscientos años, sobre los mejores métodos para eliminar el gorgojo del olivo, o de si las moreras de las Filipinas eran más resistentes que las chinas, o de los méritos ecuestres de los pastores de la Maremma. Las suyas eran reuniones algo especiales, en las que el término griego georgos, cultivador de la tierra, se entendía en un sentido más amplio, más espiritual.
En aquellos encuentros reservados se hablaba libremente de religión, de filosofía, de ciencia y de política, sin ninguna censura o temor. Antes de entrar en aquel estrecho círculo de estudiosos y pensadores, había que demostrar tener cualidades poco frecuentes, y creer en ideales de paz, libertad, justicia y fraternidad. Para que alguien fuera admitido era necesaria la aprobación por parte de todos los miembros, que debían justificarla con un breve informe, asumiendo toda la responsabilidad. Después el candidato iba siendo informado gradualmente, y hasta que no se comprobaba su legítimo interés, no se le explicaban los objetivos de la asociación. Al final de todo aquel procedimiento, por fin era introducido y presentado al grupo.
Por el modo en que se producía la iniciación, muchos pensaban que entraban a formar parte de una logia masónica secreta, pero la mayoría no quedaban decepcionados. También había un segundo nivel de asociados, que era un grupo mucho más restringido: giraba en torno a De Mola y tenía la función de protegerlo. Desde siglos atrás se llamaba Omega.
Giacomo había llevado consigo Il Giornale d’Italia para hablar sobre aquel aberrante artículo sobre la raza. Estaba convencido de que los intelectuales y estudiosos debían intentar poner freno de algún modo a las idioteces que estaba difundiendo el régimen fascista desde hacía un tiempo, cada vez con mayor frecuencia. Eran muchas, algunas inocuas, como la invitación a llamar coccotello al cóctel, mezzorado al yogur, giazzo al jazz o membro al socio, lo que, sobre todo en este último caso, suscitaba una irrefrenable hilaridad. No obstante, él consideraba que la idiotez más macroscópica era la institución de los Hijos de la Loba, para niños de seis a siete años, que luego se pasaba a los niveles de Balilla, Avanguardisti, etcétera. No dejaba de preguntarse si a ningún pez gordo fascista se le había ocurrido pensar que «Hijos de la Loba» significaba, etimológicamente, «hijos de puta», ya que originalmente se llamaba loba a la prostituta que se ofrecía a los pastores y campesinos por los campos de la antigua Roma.
Pero aquello eran tonterías, aunque fueran significativas. La arenga venenosa sobre la raza, de clara inspiración y origen germánicos, en cambio, era muy peligrosa y potencialmente devastadora. Aun así, Giacomo sabía que no podía exponerse demasiado personalmente. Si lo situaban en el punto de mira, la misión podría quedar comprometida. Después de casi cinco siglos de tradición y de espera, no podía permitírselo.
Por encima de todo tenía que pensar en el libro, del que era el último guardián. Le había dedicado su vida. Era su destino, como el de todos los De Mola antes que él. Y el de los De Mola futuros, hasta que llegara el momento por fin de desvelar lo que ocultaban. Hacía casi quinientos años que la familia protegía y transmitía el secreto, y él era el último guardián. El siguiente sería Giovanni, en cuanto fuera adoptado y tomara el apellido De Mola. Cuando llegara el momento justo, el libro se haría público. Cuando todos, sin distinciones de religión, de sexo, de condición social, de opinión política o de patria pudieran conocerlo y leerlo, entonces se habría cumplido el sueño del conde Della Mirandola.
Unos años antes, cuando el fascismo propugnaba ideas sociales y el nacionalsocialismo aún no había mostrado su verdadero rostro, parecía que se acercaba el día, y Giacomo había abrigado la esperanza de ser él quien se librara de aquel peso para sí mismo y para los hijos de sus hijos. Pero en los últimos tiempos, a pesar de todos los horrores que había pasado recientemente con la guerra mundial, el mundo parecía haber caído de nuevo en una nueva oscuridad. Y él tenía que estar atento, muy atento, y esperar pacientemente, manteniendo el libro lejos del alcance de los demonios, nuevos y viejos, que estaban reconquistando el antiguo poder.