Roma, jueves, 4 de enero de 1487

Por dos días y dos noches Inocencio VIII, el ducentésimo decimotercer papa ascendido al trono de Pedro y custodio de la cristiandad, no salió de su dormitorio. No dijo misa, no concedió audiencias y rechazó incluso las gracias de la espléndida y joven Adriana de Mila, la prima del cardenal Borgia, para gran ofensa de este último, que se la había enviado como un regalo. Sobre la gran mesa de roble había distribuido todas las hojas que su hijo Cristoforo le había entregado. Había leído con atención cada frase y cada palabra de las Ultimae Conclusiones sive Theses Arcanae IC, las Noventa y Nueve Últimas Conclusiones o Tesis Secretas de Giovanni Pico conde Della Mirandola. Las había leído y releído, repasando cada mención, cada vínculo, cada referencia. Cansado, pero con los ojos desorbitados en una expresión de lúcida locura, la mañana del tercer día de su clausura voluntaria Inocencio VIII tuvo por fin una visión completa de las conclusiones del filósofo. Si hubiera visto el infierno con sus propios ojos, si hubiera visto salir de las tumbas a los bastardos nacidos muertos que había concebido, si hubiera visto a Roma rodeada por las tropas del Sarraceno, o una nave pirata disparando sus cañones contra el Castel Sant’Angelo, no sentiría una angustia como aquélla.

Lo que se le planteaba era el advenimiento del Apocalipsis, el terremoto que podría barrer los pilares sobre los que se fundaba la autoridad de la Iglesia desde hacía casi mil quinientos años. Cada una de aquellas páginas era una lanza hundida en el suelo, en un agujero profundo, con la punta orientada hacia el cielo, y la Iglesia era la cierva que pastaba, inconsciente, alrededor de la trampa mortal.

Ahora ya veía con toda claridad el plan del conde Della Mirandola: las Novecientas Tesis sólo eran el caballo de Troya con el que introducir al mundo las otras noventa y nueve, un plan sencillo y genial, como su creador. Pero él no asistiría impávido a la destrucción del imperio más potente de la Tierra, no pasaría a la historia por haber sido el último Papa. El secreto custodiado por la Iglesia desde hacía más de mil años y protegido por todos sus predecesores no sería revelado nunca. Él tenía las llaves de Pedro, y sobre aquella piedra se había edificado la Iglesia.

Es la duda, el no saber, lo que hace estar mal. De modo que cuando Inocencio tuvo la certeza de que sobre los muros levantados por Cristo estaba a punto de abatirse un viento tal que los sacudiría desde los cimientos, sintió que recuperaba las fuerzas, y con ellas un gran apetito de comida y de sexo. Tiró violentamente de la borla que colgaba de un cordón junto a la cama y en el salón vacío junto a su habitación resonó una campana: el Papa llamaba. Mientras esperaba se preguntó si se debería a su apellido, Cybo[3], el que el hambre le llegara tan de repente. Pocos minutos más tarde, mientras los criados preparaban una suntuosa mesa sobre el pequeño escritorio frente a la ventana, un joven cura afeminado y con los ojos maquillados como una cortesana salía contento del dormitorio papal: ya sabía dónde encontrar una mujer en los cinco minutos que se le habían concedido para llevarla ante el Sumo Pontífice. Quizás al cardenal Della Rovere no le haría mucha gracia que le arrebataran de las manos aquella guapa fregona que, para su desgracia, le había entrado por el ojo al cardenal en las cocinas. Pero el Papa era el Papa y tenía prioridad, y Della Rovere tendría que conformarse. En todo caso, ya intentaría él consolar al cardenal.

Una vez satisfechos ambos apetitos, Inocencio VIII volvió a convertirse en Giovanni Battista Cybo, el estratega político, el manipulador de intereses, el calculador. Lo primero que tenía que hacer era encontrar a alguien con quien compartir aquella maldición. Entre la enfermedad que de vez en cuando le sorprendía con sus ataques fulminantes y el hecho de tener que mirar a sus espaldas continuamente, solo nunca lo conseguiría. Por otra parte, la elección no era fácil: Franceschetto era demasiado tonto y Sansoni demasiado servil. Cristoforo ya se había ido, y en cualquier caso tenía otras cosas en la cabeza. Y su gran elector, Della Rovere, era demasiado poderoso, y un secreto como aquél le haría aún más fuerte. Fue precisamente aquella idea la que le dio la solución que le permitiría redimensionar el poder de aquel cardenal molesto. Se ganaría en secreto a un tercer hombre, en principio enemigo de ambos, precisamente su más temible adversario, con un único sistema, el más seguro: comprarlo. Le ofrecería como pago la corona que no había conseguido nunca: una hecha de espinas, pero que deseaba más que nada en el mundo. A su muerte, naturalmente, no antes. Es cierto, tendría que ser muy cauto para evitar que se adelantara aquel infausto evento, pero al menos así sólo tendría que protegerse de un cazador, y no de toda la jauría de perros que lo rodeaban. Tiró, pues, los dados, como hizo César al vadear el Rubicón, porque aquella elección no tenía posibilidad de marcha atrás, y mandó llamar al noble cardenal don Rodrigo Borgia, su último antagonista en la lucha por el trono de Pedro.