Entre Arezzo y Chiusi, lunes, 1 de mayo de 1486

Por la antigua Via Cassia, que siguiendo la Val di Chiana comunica Arezzo con Chiusi, un grupo compacto de hombres armados avanzaba a paso decidido. El pelaje de los caballos estaba cubierto por un manto de sudor que emitía un siniestro brillo a la luz de las antorchas de hierro que llevaban en mano los caballeros. En aquella noche de luna nueva, quien los encontrara por el camino bien podía tomarlos por una legión de demonios dispuestos a incendiar las antiguas parroquias que durante siglos habían ofrecido reparo a los viajeros.

A la cabeza del grupo iba un hombre de buena planta, vestido con una capa ligera y un jubón de cuero grueso con elaboradas marcas a fuego. Tenía un cabalgar pesado con el que avanzaba poco, pero lo hacía con una determinación muy superior a la de todos los demás. En cuanto el caballo hacía ademán de dar un bandazo para aligerar el ritmo del galope, le plantaba las espuelas en los flancos, que ya sangraban. Hacía horas que nadie osaba dirigirle la palabra. Giuliano Mariotto de Medici, exactor mayor de Arezzo, estaba sumido en los más siniestros pensamientos y se regodeaba mentalmente en su próxima venganza, pensando en qué castigo infligiría a su mujer y al amante de ésta. Eran ambos culpables, y su honor había sido mancillado gravemente. Aunque nadie había tenido el valor de hablarle de aquello, sabía perfectamente que la fuga de los amantes se había convertido ya en el tema de conversación preferido en todas las tabernas de la ciudad toscana y que muy pronto la noticia llegaría hasta Florencia, donde su nombre se convertiría en el hazmerreír de toda la corte del Magnífico.

Un caballero con una boina emplumada en la cabeza y con el pecho protegido por una coraza oscura aceleró el paso y se situó junto a su señor; a diferencia de los otros, su porte militar era evidente y su acento alemán lo hacía aún más amenazador.

—Señor, las huellas son cada vez más frescas: ahora ya los tenemos a tiro. Aunque no se hubieran detenido, no nos llevarían más de una hora o dos de ventaja. Y los caballos empiezan a estar cansados y quizá se merezcan un descanso.

—El único descanso que concederé esta noche será el descanso eterno a quien me ha ofendido —respondió Giuliano, sin bajar siquiera el paso—. Me sorprendes, Ulrich: ¿te estás ablandando?

La mueca de su rostro no le gustó a Ulrich de Berna. El mercenario suizo, jefe de la guardia del exactor aretino, había matado por mucho menos. Pero Giuliano de Medici sería su señor aún por dos años, como estipulaba su contrato. Y él respetaba los contratos, obviamente, si seguían pagándole. Para sus adentros, pensó que Margherita, la mujer de su señor, había hecho bien en plantarle sobre la cabeza un buen par de cuernos.

—Como queráis, mi señor. Entonces les pediré a los demás que sigan vuestro paso. Y si, tal como creo, los dos se han parado en una posada a dormir, dentro de una hora podréis disponer de sus cuerpos como os plazca.

Ulrich se alejó sonriendo discretamente. Había exagerado a propósito su acento gutural en el momento de pronunciar «posada», «dormir» y «cuerpos». Un modo elegante para decir que probablemente, en aquel preciso momento, Margherita estaría pasándoselo en grande en la cama con su amante.

En la vieja Abadía del Pino dejaron el camino principal y cortaron por las colinas, que se erigían como islas en medio de un mar traicionero, poniendo a dura prueba sus cabalgaduras. A sus pies se extendían los pantanos que invadían aquellas llanuras, irrespirables en verano y gélidos en invierno.

Su carrera se vio interrumpida en la roca de Badicorte: a aquella hora el lugar ya estaba desierto y el portón, cerrado, les cortaba el paso. Giuliano lo golpeó con fuerza varias veces usando el grueso brazal de cuero de cabrito que le protegía el codo. En realidad, los tachones en punta lo convertían en un arma ofensiva, tal como había solicitado expresamente a su maestro herrero de confianza.

Los soldados que estaban de guardia en el puente se despertaron de golpe y, empuñando las lanzas y soltando imprecaciones, abrieron la aspillera. Cuando Giuliano de Medici gritó su nombre, se apresuraron a abrir, sin olvidarse, eso sí, de cobrar el peaje. Sin dejar de espolear a los caballos, el grupo llegó a las proximidades de Marciano in Chiana. Unas luces a lo lejos alertaron a Ulrich. Sin esperar la orden de su señor, mandó a todos que apagaran las antorchas y avanzaran al paso con el máximo silencio. A unos cientos de metros vieron una posada y un elegante carruaje. Eran ellos, que se habían detenido a descansar —«o a otra cosa», pensó Ulrich—. En cualquier caso, la cacería había llegado a su fin.

Ataron los caballos y se acercaron en silencio. Cada uno de los caballeros empuñaba una espada y un puñal afilado. A una señal de Ulrich, dos de ellos avanzaron, agachados, hasta apostarse tras el carruaje. Dos criados que dormían abrazados en su interior murieron degollados, sin un lamento. Después le tocó a un tercero que, atraído por un pequeño ruido, se estaba acercando al carro. Fue el propio Ulrich quien se ocupó de él, hundiéndole la espada en un costado, mientras le mantenía cerrada la boca con la mano para que no gritara. Le dejó la hoja dentro hasta que lo sintió exánime; luego la sacó, bañada en sangre, y con ella hizo ademán a los demás para que se acercaran. Giuliano ya estaba dentro, a él le tocaría la mejor parte: la de sorprender a los dos amantes y llevar a cabo su venganza.

Intentaron entrar, pero la puerta estaba atrancada. No había otro modo de acceder sin hacer demasiado ruido, así que Ulrich llamó suavemente, como si fuera un viajero en busca de alojamiento. Al cabo de unos minutos, por la ventana de la planta baja apareció la luz de una vela y en el enorme portalón se abrió una mirilla. Ulrich tosió, masculló unas palabras de disculpa y la puerta se entreabrió lo necesario. El posadero se encontró con la punta de un puñal entre los ojos y se dispuso a gritar, pero Ulrich fue más rápido y le metió en la boca un pañuelo sucio. Al posadero se le cayó la palmatoria de la mano y el ruido despertó a algunos criados que dormían con la cabeza apoyada sobre las mesas de madera. En aquel momento, el destacamento hizo su entrada en la posada.

Ulrich les gritó a sus hombres, y éstos hicieron lo propio. Ahora ya se habían descubierto, y llegados a aquel punto la mejor táctica era la de asustar y confundir al enemigo. No hubo lucha; fue una carnicería. Los tres criados que dormían no tuvieron tiempo siquiera de armarse antes de pasar por el filo de la espada. Los demás, que dormían arriba, se despertaron con el alboroto e intentaron defenderse como pudieron, pero se vieron superados en un momento. Sólo uno de los soldados de Giuliano resultó levemente herido en un brazo. Una vez abatido el último de los criados que montaba guardia frente a una puerta, Giuliano se abrió paso y se acercó. Tuvo la tentación de llamar, casi como deferencia última a la mujer que había desposado por amor, al menos él, no desde luego por la mísera dote que le había reportado. Pero se dio cuenta de que aquel gesto habría provocado el escarnio y la pérdida de respeto entre sus hombres. Asestó una violenta patada a la puerta, que no se abrió. No se oía ningún ruido del otro lado. Giuliano buscó con la mirada a Ulrich, que hizo una señal a dos de sus hombres. Cargando con el hombro derribaron la puerta y enseguida se retiraron, dejando paso a su señor.

En la penumbra Giuliano distinguió dos cuerpos en la cama, inmóviles, y el blanco de sus ojos. Con la mano alejó a sus hombres, que bajaron las escaleras en silencio, seguidos por la mirada burlona de Ulrich. Tomó una vela de la mesa y la encendió, de espaldas a la cama. Los dos amantes se movieron al unísono y se irguieron ligeramente, aún cubiertos por una colcha de lana. Ahora ya los veía: la melena cobriza de su mujer, que enmarcaba un rostro que aún le parecía más bello que de costumbre. Quizá fuera por la ira que se reflejaba en sus ojos, sin el mínimo atisbo de miedo. Y a su lado, la larga melena rubia de su rival, Giovanni Pico della Mirandola, que lo observaba con aire distante, nada sorprendido, casi como si esperara aquel encuentro desde tiempo atrás.

—Tendría que mataros —dijo en voz baja, de pie, mirándolos desde lo alto.

—Pero no lo harás, ¿verdad Giuliano? —respondió, fría, Margherita—. Porque eso podría ser malo para tus negocios.

—Tendría todo el derecho de hacerlo —respondió el exactor, levantando la voz— y nadie podría hacerme ningún reproche.

—Alguien sí: Lorenzo, por ejemplo.

—Él tiene sus problemas en Florencia; no creo que quiera ponerse a defender a una pareja de adúlteros. Pero podría dejarle a él con vida y matarte a ti.

—No lo harás. Lo sé.

—Pero ¿cómo te atreves? ¡Deberías morirte de vergüenza!

—Giuliano —respondió, con un tono de voz más cálido—, tu amor ha sido y es importante para mí, y no te he faltado al respeto. Pero siempre te he dicho que cuando encontrara a mi alma gemela seguiría el dictado de mi corazón y no el del deber. Ése era el pacto que tú mismo aceptaste antes de casarte conmigo.

De Medici echó una mirada al hombre que estaba al lado de su mujer.

—Es cierto —dijo, rompiendo su silencio Giovanni Pico—. Es todo cierto, señor. Margherita y yo nos amamos, y eso va más allá de cualquier convención. Comprendo vuestro dolor y vuestro resentimiento, pero este amor nació en el mismo instante en que nos vimos por primera vez, como si supiéramos que estábamos destinados desde siempre el uno para el otro.

—¡Callad! ¡No tenéis derecho! ¡Y no penséis que vuestra posición como favorito del Magnífico os garantiza que salvaréis la vida!

—Estoy dispuesto a morir —dijo Giovanni, levantándose de la cama y acercándose al marido de Margherita a pecho descubierto—. Puede que me matéis y tenéis derecho a hacerlo según la ley, pero también puede que comprendáis. Yo no puedo odiaros, puesto que hasta hoy, como marido de Margherita, la habéis protegido, así que no me opondré de ningún modo a lo que decidáis. Pero ella será por siempre mía.

Giuliano lo miró con los ojos desorbitados: estaba allí, frente a un hombre desnudo, inerme. Levantó el brazo izquierdo para golpearlo con el brazal acabado en punta que había comprado precisamente para la ocasión y luego levantó la mano derecha, amenazándolo con la empuñadura de la espada. Pero se detuvo, con ambos puños cerrados, contemplando la expresión de absoluta tranquilidad del otro. Los dos hombres se miraron prolongadamente, pero en sus ojos no se leía el desafío. Giuliano tuvo la impresión de que podía leerle el pensamiento al conde Della Mirandola, y de que éste podía leerle los suyos. Bajó los brazos y se dirigió a su mujer.

—Ahora vámonos. Tengo que llevarte a casa.

—Lo sé —dijo ella, gravemente.

Giuliano no la miró mientras se vestía y cuando estuvo lista le ofreció el brazo para ayudarla a bajar las escaleras. Ulrich subió y entró en la habitación, cogió los suntuosos vestidos del conde y los tiró con un gesto brusco sobre la cama, invitándolo a que se vistiera a toda prisa.

—Os esperan, noble Mirandola —dijo, sarcástico—, y desgraciadamente para vos, estáis obligado a seguirme.

Giovanni se vistió sin prisa ante su mirada y, cuando se dirigió a la salida, no hizo nada para impedirle que le atara las manos con una robusta cincha de cuero. Lo ayudaron a montar a caballo y, acompañado por Ulrich de Berna y cinco caballeros más, llegó a la muralla de Marciano, que ya estaba abierta. Pasaron por la estrecha barbacana: su carcelero iba por delante de él, y se dirigió al paso hacia el Campo de Marte. Tras desmontar, Giovanni quedó bajo la custodia de dos soldados, vestidos con los colores de Siena, y fue conducido a la torre de la fortaleza. La última puerta, en el punto más alto, daba a una amplia celda. Sin mediar palabra le invitaron a entrar y se quedó a solas mientras oía cómo acerrojaban la puerta a sus espaldas.

Pasó la noche insomne, mirando a través de la alta y estrecha ventana de barrotes una porción del cielo estrellado. Un olor a rosas procedente de abajo le traía el perfume del nudo de amor que había creado con Margherita. Tenía la profunda certeza de que ella sería la última mujer de su vida. Con ella había recreado la antigua unidad. Los había unido el Amor, el acto creativo, y no se separarían nunca más.