De camino a Lyon, viernes, 17 de agosto de 1487 y días sucesivos
—Aquí pueden haber tomado dos caminos, excelencia —dijo Marzio de Pisa—. El camino que yo tomaría es el del Hoyo de Viso, pero también está el paso por el Castillo del Delfín.
—¿Por dónde se llega antes? —dijo Franceschetto.
Estaban cerca del castillo de Reynaud, donde esperaban cambiar algunos caballos ya agotados, pero de aquel bastión no quedaban más que las ruinas. Aún humeaban, y la madera carbonizada emanaba un cálido olor a grasa.
—Por el Hoyo, pero somos demasiados y no tenemos las cabalgaduras idóneas.
—¿Entonces?
Aquel nuevo patrón pagaba bien, pero era prepotente y desconfiado, y de no ser por el premio que les había prometido, habría hecho cualquier cosa por impedirles alcanzarlos.
—Entonces sugiero ir por el Castillo del Delfín. El camino es más largo pero más transitable en esta época. Hay una posta en la fortaleza y podremos cambiar de caballos.
—¡No tengo más remedio que fiarme de ti, Marzio, pero procura no equivocarte, o recibirás tu paga en latigazos!
—No me equivoco, señor, y le tengo mucho cariño a mi espalda. Si los caballos aguantan, esta noche estaremos en Briançon, en la República de los Escartons. Seguro que pasan por allí, y con un poco de suerte podremos llegar antes.
—¡Si llegan a París antes que nosotros, ya no podré hacer nada, recuérdalo! ¡Venga, démonos prisa!
El Hoyo de Viso le había parecido a Giovanni el vestíbulo del Infierno. No era más que una negra fisura entre rocas grises que cortaba el monte como una herida fina, invisible para quien no la conociera, pero profunda. La habían atravesado manteniendo las bridas bien firmes y tapándoles los ojos a los caballos, arriesgándose a cada paso a caer sobre las piedras cortantes. Y si al principio se habían librado del calor que emanaban las piedras y que se veía en el aire como una vibración, a la salida se vieron envueltos en un mar de niebla que les impedía ver nada. Pero cuando, poco a poco, la niebla se levantó, se encontraron con el verde de los prados salpicados por el azul de algunos laguitos. En uno de ellos aplacaron la sed hombres y caballos y, con prudencia, prosiguieron el rápido descenso hacia el valle. Pasaron por praderas alpinas donde pastaban vacas de excelente salud, y pequeños pueblecitos donde mujeres y niños, mucho más flacos que sus animales, los recibieron con alegría. Entonces apareció ante ellos la fortaleza de Briançon, con sus poderosas murallas. Dado se acercó al conde, encabritando el caballo, con la alegría de quien acaba de ganar un torneo.
—En una semana estaremos en París.
—Pongamos diez días —lo corrigió Valdo—. No me gusta prometer cosas que no estoy seguro de poder cumplir.
—Me conformo con estar allí antes de que acabe el mes y empiecen las clases en la universidad.
—Estaréis allí, conde, eso puedo prometéroslo.
El castillo del Delfín era un lugar de paso obligado para quienes querían pasar de Saboya a Francia. Por eso los señores de Albión tenían las puertas abiertas todo el día, en contra de la opinión de su capitán. E incluso cuando se cerraban por la noche, cualquiera podía solicitar el acceso y estar seguro de que encontraría alojamiento y un establo para su montura. Al oír los gritos y los fuertes golpes, el capitán salió corriendo de la garita, y se encontró con un grupo de hombres armados que, nada más entrar en el castillo, ya se habían hecho con el lugar, mientras sus pocos hombres habían quedado arrinconados, con las espadas bajadas. Se maldijo a sí mismo y la confianza que los señores de Albión, más respetados que temidos, tenían en sus vecinos de fronteras. Si la reja del puente levadizo hubiera estado cerrada, ahora no se encontraría frente a aquel numeroso grupo de bandidos. Pero su comandante, al que oyó impartir órdenes tajantes en italiano, no le pareció un malhechor. En su interior brilló la ligera esperanza de que no se tratara más que de una compañía a sueldo de los Monferrato, con la que habría podido negociar. Ya les arrebatarían estandartes y banderas en algún enfrentamiento posterior, quizá con ayuda de las tropas amigas de los Saboya. Se ajustó el cinturón, del que colgaba la pesada espada de defensa y levantó la mano derecha en señal de paz. Dio unos pasos y vio que el capitán de la compañía señalaba en su dirección con la punta de la espada, al tiempo que daba indicaciones a alguien que tenía al lado, pero antes de poder hablar, la flecha de una ballesta le atravesó la garganta. Marzio observó la escena horrorizado, pero Franceschetto le llamó alzando la voz.
—Diles que necesitamos caballos frescos, agua y comida. Y rápido, si no quieren que nuestro ejército los barra como un puñado de ratones muertos. ¡Venga, Marzio, has entendido perfectamente! ¡Limítate a traducir!
Los soldados, sin su capitán, obedecieron aterrorizados, y la compañía, tras obtener todo lo que quería, prosiguió rápidamente en dirección a Briançon.
El conde Della Mirandola y los hermanos Centesi recorrieron un ancho valle, protegidos a la izquierda por un imponente macizo montañoso, hasta llegar a la fortaleza de Lautaret. Allí, el oro de los escudos y de los florines les permitió cambiar los caballos por otros palafrenes, un robusto semental y dos yeguas que lo seguían allá donde fueran. El camino era ya todo de bajada, cada vez se encontraban más pueblos y las estaciones de postas estaban más próximas entre sí. La posada de Grenoble era digna de un príncipe y ostentaba la cruz blanca sobre el escudo rojo de los viejos condes de Saboya. Comieron carne de jabalí y pan dulce, y bebieron vino añejo, de un color oscuro como la sangre de los pichones. A Giovanni le pareció reconocer los sabores y olores de París, y pensó que en varios días se volverían algo habitual para él. Aquella noche durmieron los tres en una lujosa habitación que incluso lucía sobre el umbral de la puerta tres flores de lis doradas sobre campo azul. La patrona le juró que allí se habían alojado Luis de Valois y su esposa Carlota de Saboya, y que incluso habían concebido en ella a Giovanna, la quinta de sus ocho hijos.
—Espero que a ninguno de los presentes se les despierten los instintos de los Valois esta noche, o me tocará dormir contando las vigas del techo.
Giovanni cada vez tenía más familiaridad con Dado y se divertía con sus comentarios vulgares y fuera de tono, que le salían de la boca con la naturalidad de un niño.
—Conde —dijo Valdo—, dígale que no tiene que temer, por el amor de Dios. Cuando se pone boca arriba ronca como el cerdo que nos hemos comido.
Unas horas después de su partida, alguien avisó a la patrona de que una tupida formación de soldados a caballo se dirigía hacia la posada. Lo cerró todo, metió a los animales en el establo y esperó, con el corazón en un puño, mientras criados y cocineros, armados con cuchillos, intentaban tranquilizarla. Pero la compañía pasó sin detenerse.
En Bourgoin, Valdo tuvo que cambiar su yegua que, celosa, no dejaba de morderle el cuello a la otra y a darle empujones cada vez que caminaban juntas. Mientras esperaban, Dado se llevó a Giovanni a probar un dulce especial, en forma de corona, hecho con harina, levadura, leche, miel y huevos.
—¡No sé si preferiría morir con esto en la barriga o con mi estoque dentro de una bella mujer! Con su permiso, señor conde.
Algo más allá, en Saint-Laurent de Mure, lugar de paso obligado en la ruta hacia Lyon y París, los campesinos que llevaban días recogiendo las mieses para ponerlas a buen recaudo observaban con preocupación la presencia de una numerosa compañía de soldados acampada en los alrededores. El conde Della Mirandola y los hermanos Centesi se la encontraron delante de pronto. Dar media vuelta y huir habría sido como invitar a aquellos soldados a que los persiguieran, así que la única estrategia posible era proseguir y avanzar. Así lo hicieron, al paso, hasta que una fila de cinco lanceros a pie les cerró el camino. Un caballero se les acercó, blandiendo en la mano izquierda una lanza en cuya punta ondeaba un pequeño estandarte con el escudo de los duques de Saboya. Otros dos hicieron avanzar sus cabalgaduras y les pasaron por el lado, cortándoles la retirada. Valdo y Dado transmitían su nerviosismo a los caballos, pero Giovanni tenía la mirada fija en el oficial.
—¿Conde Della Mirandola? —dijo éste, con un marcado acento francés.
Giovanni se quedó pálido: oír su nombre fue como recibir la descarga de un rayo. En un momento vio pasar la vida ante sus ojos, Florencia, Roma, Margherita, las Tesis, la condena, la Madre. París desapareció como un pichón atrapado por un halcón.
—¿Conde Della Mirandola? —repitió el oficial.
—Soy yo —dijo Giovanni, consciente de que no valía de nada esconder su identidad.
—Tenga la amabilidad de seguirnos; tenemos órdenes de llevarlo ante su excelencia el duque Felipe.
—¿Con quién tengo el honor de hablar?
—Gérard de Rochefort, capitán de caballería de Felipe de Bresse y de Saboya.
El caballero hizo una reverencia profunda y prolongada, pero aquello no tranquilizó en absoluto a Giovanni.
—¿Y por qué motivo me manda el duque Felipe uno de sus capitanes?
—Yo soy un militar, conde, no discuto las órdenes. Y esto es una orden.
—Está bien. Gérard de Rochefort, os seguiré. Pero dejad que vengan también mis dos escuderos.
En aquel momento Dado gritó algo que Giovanni no entendió y vio cómo se lanzaba sobre el caballero que tenía detrás. De un golpe vertical le cortó la cabeza casi limpiamente, pero el otro le clavó la espada en el costado. Valdo saltó al suelo, gritando con todas sus fuerzas el nombre de su hermano, y apenas tuvo tiempo de recogerlo según caía de la silla. Dado sonreía débilmente entre los brazos del hermano, que le acariciaba el pelo.
—Perdóname… Valdo… Yo no quería… Me gustaba el conde Della Mirandola.
Dado susurró aquellas palabras al oído de su hermano, casi sonriendo. Después reclinó la cabeza y se quedó inmóvil. Giovanni, petrificado, vio que Valdo le cerraba los ojos, en un último gesto de piedad. En su mirada sólo había dolor.
—Lo siento —dijo Gérard de Rochefort—, pero la culpa no es nuestra. Yo también he perdido a un hombre. Ahora tenemos que irnos; su escudero es libre de irse.
—¿Puedo despedirme?
—Bien sûr, monsieur le Comte.
Giovanni desmontó y se acercó a Valdo, que tenía el rostro cubierto de lágrimas y parecía mirar fijamente un punto en el horizonte, en las alturas, por detrás de los caballeros.
—Valdo…
—No es culpa suya, señor conde —dijo Valdo, evitando mirarlo a la cara.
—Dado me había devuelto la risa que la vida me había arrebatado. Nunca lo olvidaré.
—Gracias, conde.
—Mírame, te lo ruego.
Valdo obedeció, y Giovanni se quitó del anular un sello con el escudo de su dinastía grabado en una cornalina.
—Guárdalo como recuerdo mío: mientras yo viva, cualquiera que se presente ante mí con este anillo podrá pedirme cualquier cosa.
Valdo dejó que Giovanni se lo pusiera en el meñique, pero no dijo palabra.
—Estoy listo —dijo el conde Della Mirandola, montando de nuevo—. ¿Dónde se encuentra el duque?
—En el castillo de Vincennes; tenemos un largo camino por delante.