FLORES DE CRISTAL

Carlos Buiza

A los miz, arquitectos espaciales

Iban subiendo uno de los últimos repechos. La casa aún no se veía, pero su proximidad les alentaba. El vestía un traje de etiqueta, hecho jirones; la corbata le colgaba a ambos lados del cuello y uno de los zapatos había perdido la suela. Tenía herida la planta del pie y el polvo había formado una costra durísima que le ayudaba a caminar. El traje de noche de la mujer también estaba deshecho y su cuerpo presentaba rasguños y heridas por todas partes, llenos también de polvo y sangre reseca. El pelo rubio y sucio se amontonaba detrás de la cabeza. Caminaba apoyada a medias en el hombre, y los pasos de ambos eran inseguros y vacilantes. Sin embargo sus ojos miraban al frente, con agotada resolución, sin darse cuenta que estaban medio ciegos.

—¡Estamos casi, Jo, un poco más!...

Habló el hombre y ella no le oyó. También el polvo había encontrado reposo en el hueco de sus oídos y los había taponado. Y el aire... casi no podía respirar. Después de las fosas nasales, comenzaba a invadir sus gargantas, sus pulmones. En seguida formaba una corteza que muy pronto se endurecía, hasta parecer cemento... El polvo maldito del asteroide también estaba contra ellos.

La casa apareció inopinadamente entre los lentos embudos y espirales. Estaba allí, ante ellos, a veinte metros, donde había estado siempre, alzándose ahora con la fuerza de una última esperanza.

La contemplaron unos segundos, borrosa, con sus ojos escocidos.

—Jo, ya estamos en casa...

La casa se construyó después de la segunda expedición. Era casa y refugio, con las máximas comodidades y seguridades de ambos. La parte más importante, la indispensable, la cámara de despolvación, ocupaba un tercio del recinto. Era el último avance de la técnica contra el polvo asteroidal y, particularmente, contra el de Ar.17. Fue usada, sin embargo, pocas veces. Nadie quería este asteroide. Estaba maldito, decían; y algunos daban a esas palabras su verdadero sentido.

Basan y su mujer jamás habían sentido predisposición hacia los rumores y se convirtieron, al momento de solicitarlo, en propietarios de Ar.17, ante el asombro del agente de ventas. Era lo que necesitaban para ciertas ocasiones: desaparecer y descansar. La placa del contrato fue conservada por ellos, y en el Registro sólo aparecían sus iniciales.

Se felicitaron por el hallazgo el primer día. Al segundo, establecieron contacto con un miz.

El nombre es onomatopeya: producen un ruido reflejo y, por tanto, carente de una base racional. A Jo le recordó, cuando lo oyó por primera vez, al bufido de un gato terrestre. También se ha dicho que es su forma de hablar, que cantan como los grillos, que es locura... Pero no se ha encontrado una respuesta que satisfaga a todos.

Se especuló, al principio, si los miz poseían inteligencia y en torno a este punto hubo opiniones aún más dispares (sobre todo, a la hora de fijar su desarrollo, funcionamiento y localización), pero se coincidió en atribuirles cierto tipo de inteligencia rudimentaria.

Cuando Jo vio al miz se quedó extasiada, confundida. Mas en ningún momento sintió miedo, ni siquiera inquietud, por su presencia.

—Era como un delicioso engendro, como una pesadilla blanca materializada —dijo después a su marido.

Y se trataba de una buena descripción. Es difícil explicar su forma a quienes no los han visto. Cambian, y los mismos testigos parecen entrar en un laberinto de formas cuando quieren establecer este cambio.

Las sucesivas placas han demostrado, aunque el paisaje impresionó los negativos, la imposibilidad de fotografiarlos. Tampoco encontraron explicación: ni rayos X, ni radioactividad... Y no maréela la pena buscarla. Había mucho que hacer y Ar.17, como la mayoría de los asteroides, carecían de atractivo y poseían escaso valor. Fue catalogado, archivado y olvidado rápidamente, como tantos otros.

Basan y Jo decidieron pasar, esta vez, toda una semana en la casa. Durante los dos meses anteriores el trabajo les había agotado conocían bien los sedantes resultados del descanso en Ar.17.

Llegaron en un pequeño bote desde la Estación más próxima. Para el regreso serían recogidos por una de las panzudas naves de la Compañía.

No llevaron equipaje, sólo unos libros para leer; en la casa había todo lo necesario para pasar muchos meses de destierro sin preocupaciones, y siendo el tiempo de intemperie de quince minutos, tampoco era necesario transportar los pesados trajes de vacío.

Habían cenado una auténtica cena terrestre; ravioles, pollo al horno y fruta fresca; el estabilizador conservaba los alimentos en las mejores condiciones.

—¿Recuerdas el día que llegamos? No sabíamos qué bien iba a sentarnos esto. Al principio dijiste que te habías arrepentido de la compra...

—Sí, me acuerdo —respondió Basan levantando la cabeza del libro y arrellanándose en el sillón—. ¡Qué tontería! Fue un hallazgo y nosotros somos dos ermitaños... a escala espacial; nada de sacrificios, nada de privaciones. Sólo descansar y contemplar cómo descansamos. Es un verdadero sedante, querida.

Jo estaba en el suelo, sentada encima de un almohadón rojo y confortable, con otro libro en las manos, Las Rimas del Tiempo, del último tiempo-poeta del momento.

El trabajo de Basan en la Estructural Espacial hacía que también gustase de este tipo de literatura; pero mientras él sólo buscaba la evasión, ella se deleitaba en la estética, en la misma raíz de la tiempo-idea.

Y en Ar.17 gozaban del descanso que necesitaban, de estos momentos vitales de calma compensadora.

Sin salir de la casa. No hacía falta. Y, además, poco podían hacer en el exterior. El pequeño tiempo de intemperie unido a la fealdad del asteroide, no hacían apetecible la salida.

Pero Jo salió una tarde, y esa tarde vio al primer miz.

—Ya te dije lo poco que se les conoce y el pequeño interés que tienen.

—Sí, pero son... raros. Y lo más extraño es que pueden vivir entre el polvo.

—Piensa, querida —respondió Basan consecuentemente—, que seres más extraños existen: hurón radioactivo, garza estrellada, fénix, etcétera. Si los miz pueden vivir entre el polvo, habrá que tomarlo como una rareza más.

—Sin embargo a todas las rarezas cósmicas se les ha buscado explicación y todas ellas poseen base científica que explica su evolución, desarrollo, complementación... Pero los miz, desde que fueron descubiertos en el primer asteroide, constituyeron la excepción. "No podemos cogerlos..."; o "no se les puede fotografiar...", y cosas así. ¿No te parece raro?

—Solamente por cuanto pudo suponer una negligencia por parte de los Exploradores —contestó Basan quitándose las gafas y cerrando el libro—. Y fíjate que digo pudo; los mismos arriesgados, esforzados y diligentes Exploradores han archivado el caso: "fenómeno inexplicable por el momento, carente de peligro e interés". Algo así dirán sus informes. Los miz están tan bajos en la escala del Interés o en la de Explotación que solamente destacan —si eso es destacar—, por su rareza. Y el cambio que se les atribuye debe ser como el de la lombriz de tierra: no hay tal; sólo replegación.

—Eres un conformista, Bas. Los miz son algo más, estoy segura. Observan, observan con gran interés... ¡Y no me digas que son como las lechuzas! Parece que espían —imitó una especie de escalofrío—: ¡Brrrr!... ¡qué bichos!

—¡Exactamente!: bichos. Confieso que lo que más me ha intrigado es lo que dijiste antes, "pesadilla blanca materializada". Evidentemente has debido encontrar al único miz ilusionista. Yo, cuando descubrí al primero (no te lo dije, pero nos observaba viniendo de la cancha), me produjo sólo repugnancia... y algo de pena; si poseen la inteligencia que les suponen, deben ser bastante desgraciados al verse así. Un ser medianamente inteligente no puede haber evolucionado hasta convertirse en un miz -guardó silencio durante algunos segundos—. No sé, debe de ser otra cosa. Pero tienen la ventaja de no necesitar despolvación. ¡Qué comodidad! —Miró a su mujer y repitió la pregunta—: ¿por qué pesadilla blanca?

—Era como un mal sueño —respondió ella—. Sin formas, sin contornos, con el cuerpo medio enterrado en el polvo junto a unas raquíticas alheñas. No sentí miedo, de verdad, ni siquiera curiosidad. En ese momento no me intrigó cómo podría vivir ni nada relacionado con su especie; eso vino después. Yo lo miraba y él me miraba; no tenía ojos, pero seguía atentamente cada movimiento mío. Un poco antes de llegar a la casa dejé de verle.

—Acerté en mi juicio: era ilusionista. Al que yo vi, también me observaba, pero tenía ojos.

—No bromees, Bas —le reprochó—. ¿No es posible que cambien? Si no eran iguales...

—Sí, es posible..., aunque improbable. Recuerda que cada uno de nosotros vio uno distinto, y la poca luz que había quizá nos haya equivocado.

Jo se acarició la oreja izquierda, en el lóbulo, gesto inconfundible que Basan advirtió.

—¡No me digas que estás preocupada por los miz! —bromeó.

—¿Preocupada? —repitió tontamente—. No... Estaba pensando que quizá se ha cometido una tremenda injusticia al no prestarles la atención que merecer. Creo que son más importantes de lo que parecen.

—Si sólo es un presentimiento, olvídalo. Ya conoces los métodos de los Exploradores: depurados. Es imposible que tú veas, o presientas, lo que ellos no hayan visto y analizado. Sí —continuó después de un pequeño silencio—, métodos exhaustivos.

Miró a Jo, sonriéndole.

—Deja de preocuparte... Vinimos a descansar, ¿no? Y eso será lo que haremos, eso y nada más. Este mes va a poner a prueba la resistencia de los dos... la cobertura plataformal y todo el proyecto... Sólo nos queda un día aquí, que se nos hará corto. Mañana...

Mañana aterrizó la nave de la Compañía. La oyeron y se prepararon para salir. La cancha quedaba cerca, pero oculta tras unas colinas calcinadas y cubiertas de polvo. Fuera, el silencio era total; sólo el crunch de la puerta al entrar en sus guías y cerrarse y el sonido apagado de sus pasos.

Habían celebrado la fiesta de despedida, fiesta en la que no hubo invitados y en la que sólo ellos dos tomaron parte, en la superficie muerta de Ar.17.

Acabó un poco precipitadamente por la llegada del cohete. El localizador los avisó algunos minutos antes y, tal como estaban, salieron.

Los zapatos de charol de Basan y los delicados zapatos de noche de Jo se hundían en el polvo, suavemente, sin ruido.

Iban llegando a las colinas que impedían la vista de la nave y entonces oyeron el murmullo que procedía de la cancha. Basan prestó atención, sin dejar de andar, y miró interrogadoramente a Jo.

—No sé... —dijo entre dientes, acelerando el paso y tomándola de la mano.

Iban llegando a la curva de las colinas. Aquí el murmullo volvió a repetirse más intenso, más claro.

—Es un siseo como de...

—¡No, Bas, es un zizeo! ¡Son los miz!

A medida que se aproximaban a la cancha, el ruido iba aumentando. Y cuando llegaron, un espectáculo insólito apareció ante ellos: la cancha, la nave, y hasta donde la vista alcanzaba estaba lleno de miz, de miles de ellos que se removían nerviosamente. La escala estaba bajada, la puerta abierta y las luces encendidas. Hasta la mitad de la nave el polvo asteroidal danzaba en un embudo inexplicable, dando vueltas, bajando y subiendo, deteniéndose a veces, penetrando por la puerta y deteniéndose de nuevo.

—¡Son millones, Bas!

—¿Dónde están? —se preguntó él.

No eran localizables, pero estaban en todos los sitios. Querían contarlos, o ver uno solo; y el miz, como un espejismo o una ilusión, cambiaba en otra forma, que a su vez cambiaba mil veces. En ciertos momentos tenían ojos que parecían brillar a la incierta luz del atardecer; en otros eran bolas indefinidas; en otros eran polvo.

Desde el recodo donde se encontraban observaban a los miz, más que aterrados, confundidos.

—¡Hay que llegar a la nave! —resolvió Basan tirando de Jo.

—¡Espera un poco..., espera! —Retuvo su mano, sin moverse.

—¿Esperar?... ¿Sabes cuánto tiempo llevamos fuera? No nos queda mucho; ¡hay que llegar en seguida!

Saltó con ella hacia adelante y, en este momento, todo desapareció.

—No, los miz no se habían ido, el polvo no se había ido. Desaparecieron en una fracción de segundo. Sólo quedaba la nave, silenciosa y erecta, en medio de la cancha, y el ruido de los miz, aún dentro de sus oídos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Jo, aturdida.

—No sé qué ha pasado...

Estaban al lado de la nave. Basan advirtió que era la misma que los había dejado en la Estación Espacial. Claramente se veía su número de registro 28-27-M-987 y, más abajo, en letras más pequeñas, el nombre: El Rosal. Con cierta confusión de ideas, creyó recordar que se trataba de un Transporte, con destino a Las Pléyades. Seguramente se equivocó, pues la nave estaba allí, en Ar.17. La escala rozaba el suelo, solitaria, sin nadie esperando, sin nadie en la puerta.

—¡Eh!... ¿Estáis ahí?

Repitió la pregunta más alto, sin recibir respuesta.

Decidieron subir. Basan ayudó a Jo, hasta que ella tocó la escala con la mano. Avanzó una pierna y descansó el pie sobre el segundo peldaño. Sonó un ruido como el cascarón de un huevo al romperse y parte de la escala se dividió en múltiples y pequeños trozos.

—¡Mira!...

Había retrocedido, y sus ojos reflejaron confusión y sorpresa.

Bas agarró fuertemente otro peldaño y tiró de él. Al hacerlo, dos metros de escala se quebraron en otra serie de pequeños fragmentos acompañados también de un chasquido.

—¡Maldita sea!, ¿qué está pasando? —Eran expresiones de sorpresa e incredulidad.

—Se... ¡se está rompiendo!

La voz de la mujer no ocultó su temor. Asistían a un espectáculo increíble. Ellos y la nave eran los protagonistas.

—¡Es imposible!

Bas se había retirado algunos pasos y su mirada recorría en uno y otro sentido la formidable estructura de la nave. La puerta continuaba abierta y dentro se veía luz.

—¿Estáis ahí?... ¡Contestad de una vez!

Mientras, Jo se había agachado y examinaba los fragmentos de la escala. Precipitadamente, abrió el bolso y, después de unos segundos de búsqueda, sacó algo de él. Con pasos apresurados se dirigió a uno de los soportes de la nave.

Bas corrió hacia ella. Nunca había estado tan excitado.

—Era un Transporte, Jo... ¡un Transporte! Se dirigía a las Pléyades. ¿Cómo es posible?... Un Transporte no hace escalas en ningún asteroide..., no recoge a nadie...

Ella se volvió y señaló el soporte con el dedo, incapaz de hablar. Uno de los soportes metálicos mostraba dos raspaduras, de algunos centímetros de longitud, formando una cruz. Después le mostró las tijeras.

El se acercó a la cruz y la observó muy de cerca. Se volvió a su mujer con el rostro blanco.

—Piedra... ¡es de piedra!

—No puede ser, Bas. ¡Somos víctimas de alguna alucinación!...

Enmudeció al darse cuenta con qué fuerzas se refugiaba en sus palabras.

—Esas raspaduras demuestran palpablemente...

En este momento una barahúnda de miz los rodeó.

—¡A la casa!...

Bas tiró de ella y, llevándola casi en volandas, comenzaron a correr, pero apenas habían recorrido algunos metros, el polvo asteroidal que, como una alfombra, se extendía por la superficie, desapareció. Cayeron al verdadero suelo del asteroide, duro, un metro debajo de sus pies. Les crujieron los huesos. Jo se partió un labio y comenzó a sangrar por él...

—¡Mira, Bas!...

Era el cielo, cubierto de polvo, invisibles las estrellas. Y debajo de la cobertura arenosa, los miz, tantos, como nunca creyeron que existieran.

Corrieron de nuevo. Esta carrera ya acusaba el golpe y la permanencia en el exterior, respirando la mísera atmósfera del asteroide.

Los cambiantes miz seguían arriba, confundidos entre el polvo, chillando como diablos, bajando, subiendo, sin llegar nunca a la superficie.

Jo, detrás de su marido, miraba el cielo a cada paso. Tenía el vestido destrozado, el cuerpo dolorido...

De repente, el polvo bajó hasta ellos, los envolvió, apagando el grito de la mujer. Al mismo tiempo, los chiquillos de los miz se hicieron insoportables. Los veían entre el polvo, al lado de ellos, encima, debajo, detrás, siempre chillando y cambiando de forma.

Se perdieron.

Había empezado a endurecerse en las heridas, en los oídos, en la garganta... Dentro de poco se formaría la costra fatal, dura como el cemento. Esto sería el fin, no había duda. ¿Por qué de piedra?... ¿por qué de piedra?..., pensaba Basan.

—Ya estamos en casa.

La puerta se deslizó sobre sus guías y, al abrirse, cayeron al suelo, mientras se cerraba tras ellos. La cámara de despolvación, automática, ronroneó y zumbó. Sin plena conciencia, pudieron sentir cómo la costra desaparecía.

Cuando Basan abrió los ojos, su mujer le estaba mirando. La costra había sido disuelta totalmente. Podían respirar a gusto, sin molestias. La despolvación era perfecta. Después, no quedaba la menor huella.

—Llegamos muy a tiempo.

—Sí; muy a tiempo —repitió ella.

Basan se levantó, palpándose. Ni él ni Jo tenían huesos fracturados pero ambos estaban malheridos, presentando todo el cuerpo lleno de raspaduras y desgarrones, si bien de carácter leve.

Afortunadamente poseían un completo botiquín. Era obligatorio en las casas construidas en los planetoides. Se desinfectaron las heridas, se lavaron con agua caliente y se pusieron ropa limpia.

Después de una hora, tomaban café, sentados en la cocina.

Ambos tenían miedo de hablar, miedo de preguntarse, de intentar comprender. Sabían que, tal como habían sucedido las cosas, carecían de elementos de juicio, y la falta de esa base pondría en peligro su propia estabilidad emocional. No querían cometer el error de jugar con lo inexplicable, sin haber tomado las necesarias precauciones. Ambos eran científicos y ejercían su profesión utilizando elementos comunes, evidentes, fríos. Esto no era una ayuda, ni mucho menos. Al contrario: la ausencia de referencias conocidas aumentaría tanto su confusión como su incipiente temor, que podría llegar a convertirse en terror. No perderían la serenidad. Los dos habían pasado por momentos de peligro; y únicamente habían podido salvarse por haber conservado la calma hasta el último instante. La supervivencia en un asteroide del tipo de Ar.17 exigía de ellos la máxima tranquilidad, la mayor concentración.

Fue Jo quien, mirando a su marido, le invitó a iniciar la conversación inevitable.

—¿Y bien?...

Bas, en ese momento, acababa de dejar sobre la mesa su segunda taza de café. La miró fijamente y descansó su cuerpo en la silla.

—No sé qué decir. Todavía estoy confundido. Hemos de considerar, muy despacio, nuestra situación. Evidentemente no se trata de ninguna alucinación, eso por descartado. La nave de piedra era bien real, nosotros somos reales... Es inútil pensar en espejismo, sugestión, materialización... Los miz fueron descubiertos hace mucho y —ahora sí lo creo— menospreciados. Está claro que son ellos los únicos habitantes de Ar.17, y está claro que están en el fondo de toda la cuestión.

—Pero..., ¿cómo?

—Eso lo tendremos que averiguar —miró su reloj—. La nave de la Compañía, la verdadera nave, debería haber llegado hace más de una hora. Un retraso así no es normal; nos habrían enviado otra.

—Lo peor es que la Estación Espacial está ya demasiado lejos de aquí para que podamos alcanzarla en el bote.

—Debemos esperar. Es nuestra única solución.

Quedaron pensativos durante unos minutos, sin saber qué hacer o qué decir.

Por fin, Jo habló con voz insegura, diciendo lo que los dos ya habían pensado.

—La nave..., la nave de piedra no ha podido aterrizar, ¿verdad?

—La nave de piedra jamás ha volado ni volará. Está ahí... sola.

—Y la pusieron los miz...

—Sí —afirmó con seguridad el hombre—, tuvieron que ser ellos. Creo que debemos pensar no en cómo sino en por qué está ahí.

Basan se levantó y arrimó cuidadosamente la silla a la pared. Se acercó a la cocina y de la cafetera se sirvió el poco café frío que quedaba en ella. Lo bebió de un sorbo, sin echarle azúcar. Chasqueó la lengua y se dirigió a su mujer, tendiéndole un brazo e invitándola a acompañarle.

—Ven. Vamos a la sala. Quizá veamos algo.

Apagaron las luces y, después de manipular en los controles eléctricos, un cuadrado de aproximadamente un metro de lado comenzó a volverse traslúcido, hasta que al final fue todo transparente. Basan y Jo observaron con avidez. Sus ojos se acostumbraron pronto a la penumbra exterior y en seguida pudieron distinguir las formas más próximas.

Todo estaba tranquilo. No se veía nada. Ni un solo miz.

—Da sonido, Jo.

La mujer apretó el botón que ponía en comunicación a la casa con los ruidos del exterior. Esperaron unos momentos y no oyeron nada. Todo, hasta donde el oído humano normal alcanzaba, estaba silencioso.

—Aumenta el captador acústico, poco a poco. Utiliza los controles automáticos.

Un dial rectangular se iluminó. Jo fue aumentando la potencia hasta que el botón llegó a tope. El nivel acústico estaba en reposo. Cualquier sonido que se produjese hasta un kilómetro de distancia hubiese puesto en funcionamiento al sensible mecanismo, excitando el nivel acústico, cuya línea moduladora habría comenzado a vibrar frenéticamente.

Nada de esto ocurrió. El exterior estaba completamente en silencio.

Dos horas más tarde todo continuaba igual. Habían observado el exterior otras dos veces y no consiguieron ver nada. Los miz habían desaparecido o, al menos, se habían retirado de las proximidades de la casa.

Estaban acostados. Dejaron conectado el captador acústico para que fuesen advertidos a la menor alarma. En el techo del dormitorio brillaba una luz difusa que extendía su lechosa penumbra sobre los muebles de la pieza. Ninguno de los dos dormía. Mantenían fijos los ojos en el cielo raso sin decir nada que turbase el silencio interior.

Jo, en su cama, cambió de posición. Observaba el contorno del cuerpo de su marido, inmóvil. Tenía más confianza en él que en ella misma y recibía, en los momentos de peligro, su tranquilidad y seguridad. Ella misma era fría, y no perdía fácilmente los nervios; pero debía atribuir a Bas parte del mérito. Sola, seguramente, no habría tenido la habilidad suficiente para resolver una situación anormal; o no la habría superado con los resultados apetecidos.

Confiar en él se convirtió en algo necesario e inconsciente. Ahora no tenía miedo. Todo se arreglaría, más deprisa o más despacio. Ella podría ayudar también y su ayuda, en las actuales circunstancias, sería más preciosa que nunca.

Estiró un brazo hacia la mesilla que separaba las dos camas y alcanzó un pitillo y las cerillas. El resplandor del fósforo le hirió los ojos. Cuando lo apagó, unas manchas amarillas danzaron entre la negrura de la habitación, hasta que se extinguieron después de unos momentos.

La voz de Bas parecía venir de muy lejos; la distancia había desaparecido o se había transformado engañosamente por la ausencia de luz. Era un efecto curioso.

—Hemos de hacer algo; algo que no sea estar aquí encerrados.

Esperaba oír algo parecido; no le cogió de sorpresa.

—Encontrar la forma de transmitir un mensaje, eso sería todo. Nos recogerían en seguida. Suponte que la nave de la Compañía sufrió un accidente antes de tomar este rumbo. Cabría entonces la posibilidad de que nadie supiera dónde estamos.

Bas rebulló, incómodo, en su lecho.

—Sí, puede ser. Pero no lo creo. La solución puede estar en otra parte. Tendríamos que comenzar por el principio..., por los miz... -dejó de hablar inesperadamente. Jo supo que intentaba recordar alguna cosa—. ¡Sí!... ¡el Diccionario Espacial! Allí tiene que haber algo. Por allí empezaremos...

Antes de terminar de hablar, dio más intensidad a la luz de la habitación y se dirigía rápidamente hacia la biblioteca. Regresó al cabo de pocos minutos con el tomo correspondiente.

Pasó apresuradamente las páginas, sentado en la cama. El artículo sobre los miz estaba firmado por León K. Holston, especialista en biología genética espacial. Hacía diez o doce años fue profesor de Basan, durante tres meses, en la Universidad, y era una de las máximas autoridades terrestres en relación con su especialidad.

Bas pasó por alto los párrafos de introducción y después leyó en voz alta.

"...respiran oxígeno enrarecido y por ello no se encuentran en el Cinturón de asteroides del Sistema Solar. Fueron vistos por vez primera en la Expedición del Comandante Dogg, en los planetoides del cinturón asteroidal del Sistema Jordán, en M. 31. Hasta el momento no se ha investigado suficientemente su desarrollo biológico, debido, principalmente, a las dificultades que tal estudio presenta. Su imagen no impresiona ningún tipo de película entre las conocidas hasta la fecha —debido quizás a una desvirtualización en la reflexión de la luz—, y parece imposible su captura. Por otra parte, el interés inmediato de su estudio es prácticamente nulo, aun cuando el científico pudiera ser grande.

"La imposibilidad, o, mejor, la dificultad de su captura puede: ser debido a diversas razones teóricas entre las que podemos destacar —por ser mayor sus posibles derivaciones—, la posesión de centros nerviosos con altísimo microvoltaje, capaz de mimetizar, engañosamente, el punto de localización, o bien, camuflaje a base de aprovechar los materiales naturales en los asteroides atmosféricos..."

Poco más decía el artículo que ellos no supiesen.

Bas cerró lentamente el libro. La posibilidad de una mimetización explicaba acertadamente la "desaparición" instantánea de los miz. Sin embargo había algo más.

—Los sonidos. ¿Has pensado en ellos? —indicó Jo.

—¡Cierto! Ahí reside lo más importante. El ruido de la nave al aterrizar. Eso no era ningún truco El localizador registró el sonido. Tendremos que pensar en un sonido real, en el sonido de una nave que aterrizó en Ar.17. La nave de piedra no puede enviar ninguna señal.

—Entonces...

—¡Es cosa de los miz! ¡Ellos la hicieron! Ahora parece sencillo...

La conversación fue interrumpida por el insistente zumbido del captador acústico. Los dos corrieron hacia el dial y comprobaron que el nivel saltaba a un lado y a otro. Fue todo instantáneo. En seguida dejó de sonar y la línea volvió a la inmovilidad, una vez extinguidos los últimos ecos.

Bas apagó las luces y miraron al exterior. Frente a ellos vieron una mole de piedra de unos diez metros de alto, por veinte de largo.

—¿Qué es eso? —preguntó, mecánicamente, Jo.

—No lo sé. Parece una tapia. Voy a salir.

—Bas, ten cuidado.

—No te preocupes, está muy cerca. En seguida volveré; dejaré la puerta abierta.

Jo, desde la sala, vio la silueta del hombre dirigirse hacia la piedra. Vio cómo la recorría, palpándola en varios sitios y haciendo algunas comprobaciones. Después miró a la casa y volvió a mirar la piedra.

—¡Qué curioso! —le oyó murmurar.

Cuando entró en la casa, Jo supo, por su expresión, que había averiguado algo. Se cerró la puerta y entraron en la sala.

—Jo, ¿has oído hablar de copistas?

—¿Copistas?... ¿De cuadros? Sí..., pero no sé a qué viene...

—Los miz son copistas.

Tenía una expresión divertida en los ojos.

—No entiendo...

—Es muy sencillo. Lo he visto claro al ver la tapia. ¿Recuerdas la nave? Era El Rosal, el Transporte que nos dejó en la Estación. Mejor dicho, era una reproducción exacta. El número de registro, el nombre, la escala, etcétera. Todo es igual. Los miz la reprodujeron en piedra... Y ahora están reproduciendo esta casa. Eso que está ahí es una fachada gemela a ésta. Por la ausencia de colores, desde aquí no podemos distinguir sus formas, pero todo es igual: el marco de la puerta, los respiraderos...

Jo mantenía su expresión dubitativa. Había algo que no estaba muy claro, pero no conseguía localizar qué era.

—Más que piedra parece polvo aglutinado. Es blando. La piedra de la nave también era muy blanda y quebradiza; recuerda cómo se rompió la escala y con qué facilidad hiciste la cruz con las tijeras. Lo que no sé es la técnica que emplean. Parece que la copia de la fachada fue construida en fracciones de segundo.

Jo no había prestado mucha atención a las últimas palabras de su marido. Dos ideas afloraron, de improviso, a su mente.

—Bas... ¿cómo pudieron copiar los miz al Transporte si sabemos que no aterrizó aquí, y cómo pudieron copiar el ruido del aterrizaje registrado por el localizador?

—¡Ah! —Bas se sentó en el sofá y la miró, divertido—. Piensa... Lo segundo es sencillo: hay una nave en Ar.17. Suponte que la de la Compañía quiso aterrizar en la cancha y vio que ya estaba ocupada. ¿Qué fue lo que hizo? Buscar un lugar para tomar tierra, naturalmente. La tripulación no puede descender en un asteroide, ya lo sabes. Pero ellos sí saben que nuestro localizador nos ha avisado, y saben que tenemos un bote; estarán esperando, sencillamente. Pero se van a volver locos si intentan comunicar con esa mole de piedra... Bien, lo segundo es más fácil aún. Mira.

Bas sacó un cuaderno y un lápiz de uno de los cajones de la biblioteca. Jo se sentó a su lado y esperó. Vio cómo dibujaba dos órbitas, la de la Estación y la de Ar.17; hizo una cruz donde la distancia entre las dos era más pequeña.

—Hace unas setenta horas, aproximadamente cuando descendimos en la Estación, sólo tres kilómetros separaban a ésta del asteroide. No interesa ahora alabar los repulsares instalados en ella y, por otra parte, no los habrían necesitado, pues las órbitas no coinciden. Mi idea es que los miz vieron cómo la nave aterrizaba o, si quieres, se acercaron hasta la Estación. No me extrañaría que pudieran viajar por el espacio sin ninguna protección —bromeó—. Y, después, copiaron la nave. Incluso sus proporciones, según pude calcular, son correctas. Fue una casualidad que estuviese "terminada" coincidiendo con el descenso en Ar.17 de la nave de la Compañía.

Hizo una bola con el papel y la arrojó al suelo.

—Bien. Me imagino que León K. Holston nos estará muy agradecido cuando le hayamos informado de esto. Incluso es posible que los miz pasen a la actualidad y sean reconocidos como los mejores copistas espaciales.

Se miraron y se sonrieron. Habían llegado a una situación coherente. Tal vez, si se hacían posteriores investigaciones, la facultad de los miz no sería exactamente como ellos suponían. Pero la realidad no podía estar muy lejos. Por otra parte existían precedentes, incluso en la Tierra. La "imitación" era conocida en muchas especies animales. Y si la facultad imitadora de los miz iba más lejos, podría causar extrañeza, incluso incredulidad, pero no por ello sería menos cierta. Sólo faltaba concederles la atención que ciertamente merecían.

Basan se levantó y dio una palmada al aire, mirando a su mujer.

—Bien. Vamos. Hemos de encontrar la nave. Nos llevará poco tiempo.

Rápidamente desconectaron los mecanismos interiores de la casa. Sólo quedaba encendida la célula de entrada que abriría la puerta nuevamente cuando ellos lo solicitasen utilizando la clave electrónica que poseían.

Entraron en el bote, situado en el túnel que existía debajo de la casa y, en seguida, se elevaron, dejando atrás la vivienda y la copia exacta de la fachada, que, algún día, terminarían de construir.

Habían recorrido varias veces el asteroide, a unos tres mil metros de altitud y cambiando siempre la órbita. No encontraron la nave. Bas maldijo en voz baja y comenzó un nuevo recorrido.

—Sería una endemoniada casualidad que se hayan marchado mientras subíamos al bote. Aquí no tenemos ningún instrumento detectador ni transmisor. Estos pilotos novatos son unos imbéciles, y la Compañía no deja de contratarlos. Hasta que no hagan algo irremediable no se darán cuenta. Allá la Compañía y sus pilotos; por mí pueden irse al infierno. Pero que procuren no perjudicar a los demás...

Jo miraba por su lado. Debajo del bote se extendía la superficie desolada de Ar.17, Pero ni una señal de la nave; sólo el suave paisaje de colinas calcinadas y la nave de piedra, que parecía apuntarles cuando pasaban por encima. Ni rastro de los miz.

—Deben tener horadado el interior de la corteza; por eso no los vemos —dijo Basan, respondiendo a su muda pregunta.

Llevaban más de una hora en el aire, y al parecer, ningún vehículo espacial había aterrizado en el asteroide. Lo supieron cuando descendieron a menor altura y pudieron observar con más detalle la superficie. Solamente cuatro lugares parecían hábiles para que un cohete descendiese; y en ninguno de los cuatro existía la más pequeña huella. Los soportes habrían dejado marcas en el suelo, los cohetes habrían hecho un embudo en el polvo, ennegreciendo la piedra... Pero nada de esto había.

Regresaron a la casa abatidos, confundidos.

Debería comenzar otra vez por el principio...

Basan y Jo contemplaban la reproducción de El Rosal. Había crecido. Las proporciones anteriores respondían, aproximadamente, a las del modelo original. Ahora se habían duplicado. El Rosal era un gigantesco Transporte de más de cien metros de altura. Pero sus formas no carecían de armonía; todo se había desarrollado por igual. Las cifras del registro tendrían diez metros por lo menos, los tres soportes semejaban las aletas de un pez increíble, el morro parecía rozar las estrellas...

Desde donde se encontraban, a más de medio kilómetro, Bas montó el lanzagranadas que había sacado del bote, el cuál reposaba ahora en su hangar subterráneo. El proyectil, con su cabeza explosiva, no abultaba mas de un cigarrillo.

Apuntó cuidadosamente y disparó. En la oscuridad de Ar.17, los dos vieron el rastro ígneo que dejó la granada antes de estallar ruidosamente contra uno de los protectores de la nave, el cual saltó pulverizado. Pero la mole de piedra no se movió o, si lo hizo, ellos no lo advirtieron.

—Vámonos más cerca de la casa, es más seguro.

Subieron una de las colinas próximas a la vivienda. El Rosal quedaba a casi un kilómetro. Bas montó cuidadosamente el trípode, al que incorporó un potente teleobjetivo.

—Corre hacia la casa. En cuanto dispare, te seguiré.

Jo así lo hizo. Cuando iba llegando a la puerta oyó claramente la explosión. Miró hacia atrás y vio correr a su marido.

En cuestión de segundos, el despolvador limpió cuidadosamente sus cuerpos.

Después conectaron el detector y miraron por el rectángulo transparente. Los últimos ecos de la explosión hacían vibrar el nivel acústico, pero en seguida quedó en reposo.

—O mucho me equivoco —dijo Bas sin dejar de mirar hacia afuera— o pronto vibrará como un condenado.

Y antes de dejar de hablar, la línea detectó ondas de sonido de muy poca intensidad; todas respondían al mismo timbre, y las fuentes productoras eran innumerables.

—Son los miz -dijo Basan.

Jo vio cómo cogía el lanzagranadas y se dirigía a la puerta.

—¿Qué vas a hacer?

—Sólo abrir la puerta. No hará falta salir.

Abrió la puerta, montó la granada y disparó. Jo vio saltar la tapia que reproducía la fachada en mil pedazos.

Bas estaba nuevamente a su lado.

—Observa ahora.

Cuando los últimos escombros reposaron sobre el polvo, éste se animó, cobró vida. Empezó a girar y a formar espirales y embudos, retorciéndose, como impulsado por contrarias corrientes de aire. Después distinguieron las confusas formas de los miz.

—Cuando vi que la nave había "crecido" pensé que ellos estaban allí —dijo Bas—. No me equivoqué. También advertí que la tapia era más grande. Ellos viven dentro de las obras que crean.

—¿Por qué?

—No lo sé exactamente, pero es así. Lo acabamos de comprobar. Quizás así se reproduzcan... La mayor dificultad está en que no sabemos cómo es un mis. Quizá sean incorpóreos y posean un determinado tipo de energía que puedan controlar a su antojo; moldearían su cuerpo aprovechando los recursos naturales del asteroide, bien pobres por cierto. Por eso unas veces se confunden con el polvo, otras con la piedra... y hasta podrán vivir como aire y como planta... Tal vez se trate de organismos microscópicos poseedores, así mismo, de energía. Esto, concordaría con la teoría de Holston.

—De esa forma han podido imitar el ruido de la nave...

—Y hasta tal punto fue perfecta la imitación que fue registrada por el localizador.

—Entonces —apuntó Jo con aprensión-...entonces podrán camuflar todo el asteroide, podrán hacer "desaparecer" la casa, podrán...

Bas estaba serio cuando habló. Jo nunca le había visto así.

—Sí, pueden hacernos sus prisioneros indefinidamente, si quieres decir eso. "Reprodujeron" hasta la energía eléctrica, puesto que el localizador detesta únicamente las señales eléctricas procedentes de los cohetes. Esto implicaría, seguramente, una inteligencia desarrollada. Si, desde que nacieron, los miz han vivido en los asteroides atmosféricos, su evolución ha tenido que ser, forzosamente, muy distinta a la nuestra y a todas las que hasta ahora habíamos conocido. Se han adaptado a su medio, desarrollando una poderosa capacidad de imitación. Pienso si será eso lo que constituya su vida.

—¡Es increíble, Bas!

—Sí, pero parece evidente.

—¿Qué harán con nosotros? —se aferró a las manos de su marido—. ¿Qué harán?

—De momento, incomunicarnos. Sólo nos queda esperar.

Cinco horas después, los miz atacaron. Fue la invasión más insólita en toda la historia del espacio. Penetraron en la casa utilizando la clave electrónica de la puerta. Mejor dicho, copiándola. Inutilizaron el despolvador mediante el empleo de energía eléctrica, creando a su alrededor una barrera de electrones que lo aislaba del resto de la casa.

Entonces comenzaron su obra reproductora, su obra de arte. Era la primera vez que experimentaban con seres vivos, Las posibilidades de alcanzar la belleza en las formas eran ilimitadas. Harían una obra formidable, una obra que les permitiría vivir sosegadamente, catalépticamente, durante cientos de años.

Abrazaba a su mujer protegiéndola con su propio cuerpo. Todo iba a acabar... La respiración se hacía imposible y el polvo formaba una dura corteza. Los miz saltaban y brincaban encima de ellos, sin tocarles, y creyeron percibir un acento de alegría en sus chillidos. Los atacó varias veces, pero se confundía con el polvo antes de tocarlos.

—¿Qué poder tienen sobre el polvo?... ¿Son polvo ellos mismos?

Fue lo último que dijera antes de morir, aunque no supo que también abrazaba a un cadáver.

Un segundo antes de expirar atrapó a un miz; estaba n su lado, delante de su cabeza. Al apretar la mano, furiosamente, notó algo sólido crujir entre sus dedos.

El cohete aterrizó majestuosamente en Ar.17. La avería sin importancia supondría sólo unas horas de retraso. De la nave descendieron seis personas que quedaron extasiadas mirando el capricho: delante de ellos, junto a unas colinas calcinadas, dos titánicas moles de piedra semejaban los cuerpos yacentes y abrazados de un hombre y una mujer. En la mano izquierda del hombre se veía, claramente, un manojo brillante de flores de cristal.