I

El doctor Aticus apagó las luces de la sala. Cerró los ojos para acostumbrarse a la penumbra. Cuando los objetos se hicieron visibles avanzó hacia la gran cristalera que daba al jardín. Llegó a ella y, girando media vuelta la manilla, abrió sus puertas de par en par. La noche era maravillosa. Sobre el cielo despejado la luna parecía a punto de estallar en diamantes. Una agradable brisa transportaba de un lado a otro esas mariposas de perfume que se sueñan y el delicado sonido que nace entre las hojas. Aticus entornó los párpados, a la vez que aspiraba hondamente aquella atmósfera límpida y poética. Salió a la terraza. Los grillos cesaron sus serenatas al sentir el crujido de los pasos del hombre y el fru-frú de sus calzones. Aticus buscó apoyo en la baranda. A lo lejos, el mar recordaba, hacía imaginar, una llanura de arrugado papel de estaño; la infinita envoltura de un colosal bombón...

El doctor se acomodó en la raída tumbona y puso todos sus sentidos atentos a los tenues y misteriosos murmullos emitidos por el cuidado vergel que arropaba a su residencia de retiro.

La placentera música entramada por ese aire que se desliza tobogán abajo de los tallos, y es soporte de los noctámbulos insectos sin reposo en tierra, fue laxando la conciencia y la musculatura del agotado doctor. La luna se le hizo borrosa, algo tembloroso diluyéndose en un océano; se iba con el crujido de las ramas. Quedó dormido...