LA SED DE SONIDO
Chang no sabía cómo había ocurrido aquello. Pero el caso es que las pruebas de su acción estaban allí, enfrente de sus ojos, y a menos que estuviera sufriendo una macabra pesadilla, no tenía otra posibilidad de dar crédito a lo que sus sentidos le señalaban con su dedo acusador. Había asesinado a Lykert. En aquel planeta, situado a muchos años luz de la Tierra, en uno de los rincones de la galaxia, el crimen parecía más irreal aún.
Pero el Alto Mando terrestre no había previsto las dificultades con que pueden tropezar dos hombres cuando están todo el día cara a cara, sin poderse apartar el uno del otro, dentro de un estrecho recinto que no sobrepasaba los nueve metros cuadrados.
Si hubiese sido un hombre y una mujer todo habría transcurrido de otra manera. Dicen que también el matrimonio es como vivir en una isla solitaria, pero, en el peor de los casos, queda la unión de las almas y de los cuerpos, en el tálamo nupcial. Ambos cónyuges no sólo terminan soportando las estupideces del compañero, sino que, incluso, las aureolan de santidad y de nobleza.
Pero aquí era distinto: dos hombres, sin haber nada entre ellos en común, que habían sido destinados para vivir juntos durante varios meses, sin que nadie les hubiese preguntado si se sentían atraídos el uno hacia el otro por una corriente de simpatía o de amistad. Habían, incluso, desembarcado de una astronave distinta. Sólo un capricho del azar les forzó a convivir en aquella especie de jaula, construida científicamente por los mejores cerebros de la Tierra. Chang era violento, lábil de espíritu, amante de los deportes y del alcohol. Lykert era un intelectual, un hombre hogareño, un introvertido, como habrían dicho los psicólogos de otras épocas, cuando a los humanos les interesaba aún la psicología y no habían llegado a la conclusión de que lo importante para el hombre no es que sea feliz, sino que domine el Universo.
Lykert había llevado consigo unos cuantos libros, pero a Chang le gustaba hablar. Hablar de sus conquistas amorosas en la Tierra o en otros planetas, de sus aficiones deportivas y de otras muchas cosas. Lykert sólo sabía hablar de temas científicos. Se habían comenzado a odiar desde el primer momento.
Los primeros roces comenzaron durante la segunda semana de permanencia en el planeta. El viento aullaba todas las noches de una manera lúgubre, mucho más lúgubre que en cualquier noche tormentosa, allá, a muchos millones de kilómetros, en la Tierra. Sólo que aquí, en este planeta, no había nada; nada más que rocas y unos extraños insectos quebradizos que se apresuraban a esconderse en los agujeros del terreno cuando los terrestres se aproximaban. Faltaba el carbono, y como había demostrado Lykert, esos insectos estaban constituidos por moléculas complejas en las que intervenía el sílice.
Sólo la tarea de preparar algunos mapas cartográficos para la construcción de una posible pista de aterrizaje por aquellos alrededores había aliviado la tensión entre ambos hombres.
Faltaban sólo dos días para que acudiese allí un enjambre de ingenieros y mecánicos, cuando ocurrió lo imprevisto: Lykert se había negado a apagar la débil lamparilla fluorescente de su camastro, para seguir leyendo. Chang, por el contrario, quería dormir con la luz apagada, y de esa pequeña diferencia brotó un volcán de odios. Se trabaron de manos y cayeron rodando por el suelo de aquella cúpula de plástico. Chang había visto en esos momentos en Lykert todo lo que en aquellos instantes hubiese deseado ser: un hombre de estudios, de modales elegantes y de lenguaje refinado. Como movido por un impulso superior a sus fuerzas, las manos de Chang, más fuertes que las de un robot, apretaron la garganta de Lykert.
Cuando quiso practicar la respiración artificial a Lykert ya era demasiado tarde. Estaba muerto. Se llevó las manos amoratadas a la frente. Había cometido una locura. Cuando volvieran los demás hombres le impondrían por lo menos una multa de mil créditos por haber matado a un hombre que se hallaba en el sexto escalón de la enseñanza profesional. Eso suponía los ahorros de tres años.
De repente, el viento huracanado que desde hacía más de catorce días soplaba sin cesar, se quedó detenido como al borde de un precipicio sin fondo. Lykert había explicado este fenómeno de una manera satisfactoria, pero ya no estaba allí; sólo su cuerpo, tirado como un guiñapo sobre el camastro de polivinilo. Era aquél un silencio terrible, que aplastaba como una zarpa de terciopelo negro. Ni un grito, ni el ruido familiar de los grillos, allá en la lejana Tierra, ni el zumbido distante de un reactor. Silencio absoluto, silencio como el que los muertos disfrutan en las tumbas, o los vivos cuando un accidente les arroja fuera de sus astronaves y tienen que permanecer unas horas en el vacío cósmico hasta que las pilas caldeadoras se agotan y sus cuerpos se convierten en un pedazo más de materia universal.
Manipuló desesperadamente en la radio, pero estaba estropeada. No llegaba ni el ruido de los parásitos electromagnéticos que crujen como chicharras en un día soleado de verano. Sólo Lykert, ¡nada más que Lykert!, hubiese podido ponerla en marcha. Anduvo como un lobo enjaulado pisando fuerte sobre el suelo de la semicúpula hasta que sus pies se convirtieron en una llaga. Cogió el cuerpo de Lykert y se precipitó fuera de aquella prisión. Las estrellas parpadeaban silenciosamente en el firmamento de color índigo. Pero las botas tenían una suela especial que hacía que los hombres caminasen como felinos sobre las duras rocas, o sobre la superficie esponjosa de los planetas. Brincó cientos de veces. Después, disparó al aire y una y otra vez su desintegradora, regodeándose con la ruda vibración de las capas atmosféricas y el chirrido de los pedruscos que se vaporizaban en una lluvia de chispas. Pero, cansado, tiró la pistola ya inservible y pudo oír su golpe seco sobre un montículo de arena volcánica.
Había que esperar a que llegase otra vez la tormenta, embriagándole de ruidos. Luego, se agachó para perseguir a los insectos que murmuraban un débil cric al deshacerse entre sus dedos como una mota de barrillo en la orilla de un río, y volvió donde yacía Lykert. "¡Háblame, por favor! ¡Dime cualquier cosa! ¡No te quedes callado!" Y le sacudía como si fuese un talego de nueces. Pero Lykert seguía callado, como el cielo, como las rocas, como el aire que permanecía quieto en una espera de muerte.
Cuando la nave terrestre enterró sus toberas a pocos cientos de metros de Chang, encontraron sólo un demente que sostenía un monólogo descabellado con un cadáver.