II
Eran las dos de la mañana cuando Germán sintió afuera un rebuzno. Se hallaba bajo los efectos de un agudo insomnio y por tanto estaba plenamente seguro de que el rebuzno había sido real y no una jugarreta del ensueño. Se incorporó con cuidado para no despertar a su esposa y prestó oído atento. Esta vez el trote inquieto e indeciso de un cuadrúpedo que desorientado corría de un lado para otro le llegó desde la calle. Germán saltó de la cama para asomarse a una de las ventanas. A través de los visillos oteó el exterior, que aparecía tranquilo y solitario. Al mirar desde otra ventana reconoció al instante el burro de Manuel y se sorprendió al ver que el asno estaba sin amo y sin montura, rotas las cinchas y las bridas colgando.
—¿Qué sucede, querido?
Germán se volvió al escuchar la voz de su esposa y se lamentó por haberla despertado.
—¡Oh!, lo siento. Es que me asomé para saber qué producía afuera cierto ruido.
—¿Y qué ha sido?
—El burro propiedad de Manuel.
—¿Cómo sabes que es el de Manuel?
—Por las muescas de sus orejas.
—Bien. ¿Y qué hace Manuel que no recoge su burro?
—Es lo mismo que me pregunto yo.
—¿Por qué te preocupa que Manuel y su burro anden por ahí a las tres de la mañana?
—Precisamente porque Manuel no está. Además, el burro tiene un aspecto que no augura nada bueno.
Marta hizo ademán de saltar de la cama para curiosear.
—No, quédate en la cama. El burro acaba de marcharse. Voy a asomarme a la calle, no sea que Manuel se haya caído y esté tirado ahí afuera.
—Pero si no ocurre nada no tardes, no quiero que se empeore tu reuma. Además tengo mucho frío.
—De acuerdo.
Germán se echó sobre las espaldas una manta y se encasquetó el gorro de orejeras, se puso los pantalones de lana y después de calzarse las botas salió del dormitorio. La Luna era grande y clara, su luz iluminaba toda la casa, y así Germán no tuvo necesidad de lámpara. Descendió a la planta baja y abrió la puerta de la calle. Afuera el silencio sólo era roto por el gorgoteo del canalón por donde corría el agua que desde la fuente llegaba hasta el aljibe de la granja.
—¡Manuel! ¡Manuel! —llamó quedamente—. ¡Manuel! ¡Manuel! —volvió a repetir con más fuerza. Sólo el canalón continuó oyéndose. Germán salió un poco más al camino y miró a lo lejos. El camino brillaba como un río libre de objetos flotantes, nada había sobre él. Germán había abrigado la esperanza de distinguir a Manuel caminando, o quizá caído a lo lejos. Se quedó sin saber qué pensar. Sentía que la helada brisa de la madrugada atravesaba su manta y decidió volver al calor de la cama. Por la mañana arreglaría el asunto del burro, si es que Manuel ya no se había ocupado de él. Casi tenía cerrada la puerta cuando un trote ligero le impulsó a abrirla. El burro se le quedó mirando con las pupilas dilatadas, las orejas tiesas y la respiración agitada.
—Burro, ¿qué te ha ocurrido?... Ven acá... ¿Dónde está Manuel? ¿Os ha pasado algo?
El asno escarbó la tierra y resopló. Cuando Germán le posó una mano en la frente y con la otra lo tomó del barbuquejo, se puso a temblar como un niño aterrado.
—Ven. Cálmate. Te encerraré en la cuadra y mañana Dios dirá. Deseo que a Manuel no le haya ocurrido nada malo...